La paz de los vivos requiere la paz de los muertos. La memoria histórica es uno de los ejes de la negociación que mantienen el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Mis amistades colombianas están cruzadas por la guerra de una u otra manera. El terror forma parte de sus emociones, naturalizado en privado, en silencio, sugerido o explícito, de la misma forma que su revelación pública se ha cercenado durante décadas.
Más de sesenta años de violencia extrema, aniquiladora de cuerpos y de la condición humana, han dejado un balance feroz. La atrocidad ha quebrado la población, el territorio y los recursos -legales o ilegales, como la cocaína- en diversas etapas, hasta hablarse del riesgo de balcanización de Colombia. Y de la banalización de su violencia. Pero este país, tan rico en fuentes energéticas y minerales, se resiste a la fragmentación del infierno. Ahora afronta un escenario colectivo, complejo y esperanzador. Apartar las armas y hacer memoria. Documentar la guerra y contar la verdad. Hacer justicia, reparar a las víctimas y pedir perdón. Algo que en España no hicimos y todavía lamentamos.
La guerra dejó al menos 220.000 personas asesinadas, 25.000 desaparecidas y 4.744.046 desplazadas entre 1958 y 2012. Son los datos recabados por el informe Basta Ya, del Grupo de Memoria Histórica (CNMH), creado al amparo de la Ley 975 de 2005 de Justicia y Paz y publicado el pasado mes de julio. De esa cantidad, 177.307 fueron perpetrados contra la población civil y unas 40.787 víctimas mortales corresponden a las partes combatientes. De los 16.340 asesinatos selectivos registrados por el CNMH entre 1981 y 2012, los paramilitares fueron responsables del 38,4 %, a los grupos armados no identificados se le atribuyó el 27,7 %, a las guerrillas el 16,8 %, a la fuerza pública el 10,1 %, a desconocidos el 6,5 % y a la alianza entre la ultraderecha armada y a los cuerpos de seguridad del Estado el 0,4 %.
Insisto: 25.007 personas siguen desaparecidas desde 1985, solo según este informe, importante pero insuficiente. Estos números apuntan indicios firmes sobre la cooperación de las fuerzas del Estado y los grupos paramilitares o criminales cuyas acciones violentas excedieron brutalmente el combate a las guerrillas. Son cifras imprecisas. La directora del estudio, Martha Nubia, destacó que estos números “muestran la dimensión del conflicto pero no pueden dar cuenta de lo que pasó porque los actores armados acudieron a estrategias para la invisibilización” de los hechos. El objetivo principal era la eliminación del otro, no solo físicamente, sino de la memoria colectiva, a través de la crueldad y el pánico.
El espectro ideológico colombiano se caracteriza por una fuerte polarización de acuerdo con un clasismo socioeconómico casi patológico. Este rasgo estructural ha marcado a fuego la evolución del país e incluso impregna el lenguaje coloquial de los colombianos. Del uno al seis es fácil que una persona sea calificada en Bogotá a tenor de su estrato residencial. Es decir, según la calificación del inmueble y las ayudas públicas que recibe, lo que determina la prestación de servicios o el pago privado de sobrecostes en el caso de las familias de una riqueza exacerbada, integradas en los estratos cinco y seis. Según el documento 3386 del Consejo Nacional de Política Económica y Social de 2005, más del 63 % de la población se aglutinaba en los estratos uno y dos, de pobreza y pobreza extrema, mientras que los estratos cuatro, cinco y seis agrupaban a un 9,5 % de los hogares colombianos.
Opinadores de extrema derecha han resaltado el sesgo marxista y la manipulación del conflicto en el informe Basta Ya. Del mismo modo voces cercanas a las guerrillas o asentadas en posturas moderadas de izquierda han visto la mano de Estados Unidos detrás de los investigadores sociales que han trabajado en el informe durante seis años. Ambas interpretaciones no le restan valor como primer instrumento, no acabado -esperamos una memoria de la verdad oficial-, para entender la magnitud del conflicto. Sus recomendaciones están orientadas al derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas para evitar la repetición de las atrocidades. La primera recomendación atañe al Presidente del Gobierno, que debe reconocer la responsabilidad estatal en los crímenes.
Además se sugiere dotar de recursos a los organismos necesarios para esclarecer cuál fue el papel de los servicios de seguridad. En concreto el temible DAS, el Departamento Administrativo de Seguridad, cuyo cierre fue ordenado por el presidente Juan Manuel Santos el 31 de octubre de 2011. La Corte Suprema investiga a decenas de funcionarios y ex altos cargos del departamento. Diversos órganos del Estado pudieron articular un plan de exterminio de los adversarios políticos, sociales, económicos, intelectuales o sencillamente por cuestiones personales. ¿Son crímenes de lesa humanidad? Hay motivos para iniciar una causa internacional en ese sentido. De momento hay sentencias en Colombia contra ex responsables del DAS, como Jorge Noguera, condenado a 25 años de cárcel por sus vínculos con los asesinatos de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Las desapariciones y muertos no vinculados a la delincuencia común ni a los enfrentamientos bélicos se multiplicaron bajo los dos gobiernos uribistas. Entre otras estrategias horrendas, los falsos positivos, campesinos asesinados que el Ejército vestía y mostraba como trofeos de guerra, como guerrilleros abatidos en combate. Uribe asegura que fueron casos “aislados” pero la fiscalía de la Corte Pernal Internacional ha recibido más de 3.000 casos reconocidos por la fiscalía colombiana. El pasado 8 de septiembre el Tribunal Superior de Medellín le señaló expresamente como “promotor del paramilitarismo”. La ley de Justicia y Paz, auspiciada también por él, ofreció importantes beneficios penales a los miembros de las AUC, cuyos relatos no fueron contrastados por las víctimas. Algunos de esos dirigentes lideran hoy nuevas bandas criminales. Estas acusaciones deberían ser suficientes para que el Ayuntamiento de Cádiz retire el Premio Cortes de Cádiz a la Libertad que recibió el expresidente colombiano, como ha reclamado la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía - APDHA.
La guerra en Colombia hunde sus raíces lejanas en la colonización española. El conflicto arrastra una fuerte desigualdad en la propiedad de la tierra y las corruptelas de un sistema político oligárquico. Extender una cultura de diálogo en torno a la distribución de los recursos y el poder político es la única salida colectiva. De lo contrario la paz social volverá a romperse. La respuesta estará en la calle, como han demostrado los campesinos y los estudiantes en las recientes movilizaciones.
Y lo que es peor. Para muchos la respuesta puede volver a estar en las armas. Constituir una Comisión de la Verdad Histórica y establecer un consenso fuerte para la reforma agraria son dos de las prioridades que flotan en la mesa de negociación del Gobierno y las FARC. Por delante queda una reconstrucción anclada en el dolor extremo, el miedo y el silencio. Todos estos síntomas convergen en una sociedad tan vitalista como trastornada emocional y psicológicamente por los horrores de la guerra. Enterrar ese terror requiere primero la paz de los muertos.
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