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“Antes de la lluvia –lo canta Loquillo– adivinas la tormenta”. En esta primavera desubicada, me he sentado a escribir este artículo después de que me pillase por la calle una tromba de agua y granizo. Lo peor es que lo sabía, que adivinaba esa tormenta. Pero no he querido hacer caso a las señales. Tropezar dos veces en la misma piedra es muestra de poca inteligencia. Pero también lo es –vamos a agarrarnos a esto– de libertad y hasta de esperanza y optimismo.
Son tiempos estos de tormentas. Y ya no hablo solo de lo atmosférico. De catástrofes anunciadas, pero no siempre atendidas. Mundos polarizados, retrocesos, conflictos, dificultades para el debate sosegado. Creímos a comienzos de los dos mil que el salto tecnológico traería un salto democrático, pero nos hemos acostumbrado a ver la cara contraria del asunto. Intereses políticos y económicos han desarrollado unas reglas del juego que hacen que esto sea así. Es más, han ocultado las reglas del juego. No hay que seguir tropezando en las mismas piedras y dan ganas –como dice mi amigo el escritor Octavio Gómez Milián– de esperar la vuelta a lo analógico. Pero también en esa vida anterior nos dábamos de garrotazos. No idealicemos. No hay que seguir tropezando en las mismas piedras. Pero tampoco debe abandonarse el optimismo, la esperanza. La libertad. Porque las condiciones para los saltos democráticos siguen existiendo. Las condiciones para escribir nuevas reglas, como en aquella canción de Enrique Bunbury.
Ha sido precisamente Bunbury quien, en una entrevista de promoción de su último disco, ha alertado contra ese soniquete de hoy de responsabilizar de todo ‘al algoritmo’, como si este fuese un ente gaseoso e inocente. Recuerda un poco esto a aquel poema de Jaime Gil de Biedma en el que ‘el arquitrabe’ causaba todos los problemas. Pues bien, detrás de los algoritmos, detrás de los arquitrabes, estamos nosotros. Enrique Bunbury lo resumía en esa entrevista con una frase que es un lema y un tratado. Casi un haiku: “El algoritmo, los cojones”.