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Julio José Ordovás publica el western definitivo aragonés

Portada de 'Castigado sin dibujos'

Mariano Gistaín

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Julio José Ordovás fue detective privado de niño, y eso deja huella indeleble. Sus armas fueron una máquina de escribir frankensteiniana, unos prismáticos y una Polaroid. Y los libros que iba leyendo cada vez con mayor avidez. Niño de pueblo, de Belchite, incuba un western violento de nietos de la guerra, ya recordada de tercera mano. Es un western y una serie de misterio que pide continuar porque no se resuelve. Era un niño detective y monaguillo de los primeros ochenta.

Este fabuloso libro de JJ Ordovás, bajo el pretexto de una novela de formación o una biografía de infancia a la que no faltan detalles ya canónicos del subgénero (como los dibujos animados) es un thriller interior, con su venganza lenta y su resquemor rural; es un western como Sin perdón, y los detalles entrañables no pueden ni quieren edulcorar o romantizar una historia tremenda. Como Pascual Duarte pero con pollo, al ast, un Renault cuatro latas y un poco de modales. Aunque cita al Daniel el Mochuelo de Delibes, el paisaje es el llano estacado de Sender, el bandido doblemente armado. Siempre hay un perro maltratado, o muchos, un pájaro abatido, unos buitres indiferentes. El lugar de un hombre. Aun quedaban buitres capaces de alimentarse solos, sin ayuda europea. 

Lo que arrasa en esta construcción/destrucción que forja JJ Ordovás es la violencia, no siempre (o casi nunca) explícita: y por eso es más eficaz, más inolvidable y devastadora. Es una España atrabiliaria de fantasmas (genuino zombi), bares costrosos y cuatro libros rebotados de las cajas de ahorros, curas violentos, cuatro latas, y pueblos donde solo crece melancolía porque hasta el odio se cansa. 

La prima Vicky, desaparecida y nunca encontrada, está percutiendo en segundo plano todo el rato. El western tiene un indio, y uno de los amigos del narrador querría ser vaquero. El narrador se agencia un despacho en el granero, un despacho que es la mítica una habitación propia para escribir, para observar desde las alturas como el Magistral Fermín de Pas. También tiene una vela y escribe acompañado de un gato y un odio, como Umbral. Sus investigaciones son laboriosas y aunque fracasa, triunfa… porque ha sobrevivido, ha huído, podría volver (de visita) y ha escrito este libro. 

Su tío Julio le lleva a hacer un curso de mecanografía en Zaragoza, y el detective se forma en la ciudad vigilando el Puente de los Gitanos por el que siempre pasan coches. Su tío le da libros, le lleva, como su padre, por los bares. Y le propone la aventura inverosímil de remontar juntos a pie el Huerva hasta el pueblo, viaje al corazón de las tinieblas que hará solo el autor. Hasta sale el Quijote, origen del western diletante y tan desesperado que da risa.

Las primeras páginas contienen una letanía inolvidable, la tierra baldía aragonesa, que te lleva al secano de los primeros ochenta. Y con ese arranque ya va solo el libro, enfilado a la posteridad por el estilo, o antiestilo, bronco y seco, sin elementos superfluos.

Lo que más llena el serial western estepario es la ausencia: de abuelos auténticos, de la prima Vicky, de esperanza. El impacto de esas ausencias retumba hasta el fin del mundo.

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