Quizás demasiadas horas delante de mi Super Nintendo me hicieron pasar gran parte de la infancia pensando que podría lanzar una bola de energía juntando las muñecas y gritando “Hadouken!”. Quizás mis padres pensaron que fue una buena idea apuntar al niño a Kyokushinkai (un estilo de Karate, dándose buenos mamporros) para ver si me espabilaban. La cosa funcionó demasiado bien así que quizás apuntar al niño a piano para rebajar ese exceso notable de energía y testosterona también fuera una buena idea. El resultado fue el siguiente: un niño tirando a rechoncho, con aparato, gafotas, sensible y ninja a partes iguales, a medio camino entre Jean Claude Van Damme y el pequeño Mozart. Cuanto menos “raro”, pero sobre todo y una constante hasta mis últimos años en la Licenciatura en Psicología, un flipado de las videoconsolas.