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Cuando en los ríos había tantos salmones que no dejaban dormir por el ruido que hacían al saltar

salmones

Guillermo Prudencio

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Cuando se cumple un año del Tratado Global de los Océanos, el primer acuerdo internacional para proteger la biodiversidad en aguas internacionales, solo dos países, Chile y Palau, lo han firmado. El histórico pacto bajo el paraguas de la ONU permitirá fijar reservas marinas en zonas del océano que quedan desprotegidas por la ausencia de legislación, pero necesita que al menos 60 países lo firmen para ser ratificado.

A medida que se dan pasos para frenar el declive de vida en los océanos surge la pregunta: ¿Cómo podemos saber lo que son unos mares ricos y sanos? Para cubrir ese vacío, un creciente número de investigadores está retrocediendo en el tiempo para tratar de reconstruir la historia ecológica de los océanos.

Con ello tratan de evitar lo que el biólogo marino Daniel Pauley definió como el “síndrome de las bases cambiantes”, la trampa mental que nos hace creer que el estado de la naturaleza que nos hemos encontrado es el natural, aunque una o dos generaciones atrás lo hubiesen considerado degradado.

Es una disciplina que requiere de un enorme grado de imaginación: sus fuentes van desde los diarios de piratas y exploradores, hasta menús de restaurantes o fotos de turistas en muelles de pesca. A continuación reconstruimos cuatro historias sobre la vida marina que encontraron los primeros europeos que llegaron a América, unos relatos increíbles que demuestran cómo podrían ser nuestros mares si cambiamos nuestra relación con la naturaleza.

Ríos que hierven de peces

Para alguien que solo ha conocido ríos sin vida, la imagen es difícil de recrear: un río con tantos salmones “que es imposible disparar una bala al agua sin dar a uno”, que no dejan dormir por la noche del ruido que hacen al saltar, tantos que ni diez hombres pueden levantar la red que han desplegado de una a otra orilla.

Los colonos europeos que llegaron a Norteamérica no daban crédito de la cantidad de peces que ascendían desde el mar y que desbordaban los ríos camino de aguas mansas donde desovar. Durante muchas décadas, los granjeros de Nueva Inglaterra usaron como abono en sus cultivos peces migratorios, que capturaban a paladas en los ríos y arroyos.

“Al leerlos se nota que están abrumados porque venían de Europa y no habían visto nunca la abundancia de una naturaleza prístina porque allí la sobrepesca, la tala excesiva y la degradación ambiental se había producido siglos antes”, explica John Waldman, biólogo conservacionista del Queens College de Nueva York y experto en ecología histórica.

Las tribus nativas llevaban miles de años pescando salmones, anguilas y otros peces migratorios en los ríos atlánticos, pero a los europeos les bastaron un par de siglos para acabar con esa riqueza natural. La construcción de presas para producir electricidad y alimentar la creciente industria cortó el camino a los peces, que prácticamente desaparecieron en infinidad de cuencas. “Se perdieron y la gente olvidó que esas subidas masivas de peces habían ocurrido, así que a nadie le importó”, cuenta Waldman.

La buena noticia es que no es una pérdida irreversible. Muchas de esas presas están obsoletas y la poca electricidad que producen puede ser sustituida fácilmente por instalaciones solares o eólicas, así que pueblos indígenas y ecologistas están empujando para derribarlas y liberar los ríos. Una de las recuperaciones más espectaculares se produjo en el río Kennebec, en Maine, cuando cayó una presa que llevaba bloqueando el paso de los peces más de 150 años: tan solo seis años después, la cantidad de una especie de arenque que cría en agua dulce pasó de cero a seis millones en los arroyos aguas arriba de la presa. “La frustración es que no estamos tirando las presas lo suficientemente rápido, pero cuando lo hacemos, la respuesta es inmediata y tremenda”, asegura Waldman.

Los navegantes españoles y las 500 ballenas

Casi 500 años antes de que el oceanógrafo Jacques Cousteau lo llamara el “acuario del mundo”, los primeros navegantes españoles que surcaron el Golfo de California encontraron una diversidad marina apabullante. Los datos sobre la fauna marina no abundan en los diarios de aquellos conquistadores, quizá por su interés en otro tipo de riquezas. Pero los hombres enviados por Hernán Cortés a recorrer las costas del Pacífico mexicano –el Mar del Sur– y buscar la mítica California describieron escenas que, por fantásticas, resultan difíciles de creer.

El capitán Francisco Preciado dejó escrito en su diario “el gran miedo” que pasaron al doblar el extremo sur de Baja California, el Cabo San Lucas, cuando en tan solo una hora de navegación, se cruzaron con un torrente de “más de 500 ballenas”; “que eran tan enormes, como era maravilloso, y algunos de ellos se acercaron tanto a los barcos, que nadaron bajo los mismos de un lado a otro”, escribió sobre una expedición en 1540.

Años después, el fraile Antonio de la Ascensión, tripulante en un viaje de exploración por California en 1602, relató que encontraron “innumerables ballenas”, en un número “imposible de contar” y tan asombroso que “no lo creerás a menos que lo veas por ti mismo”. Aquellos viajes sirvieron para despertar una de las primeras 'fiebres' en la larga lista de expolios de los tesoros naturales del oeste americano: la búsqueda de perlas que se extraían de los inmensos arrecifes de ostras del Golfo de California, que se extendían por kilómetros y kilómetros en sus bahías y alcanzaban más de tres metros de profundidad.

Es una abundancia que se sigue reflejando en los diarios de otros misioneros, piratas o naturalistas que llegaron después a aquellas aguas. Los recopiló un equipo científico liderado por la ecóloga marina mexicana Andrea Sáenz-Arroyo para entender cuánta vida marina llegó a albergar el Golfo de California y poder aspirar a recuperarla. Hoy en día es uno de los lugares más ricos en biodiversidad de los océanos –allí crían y se alimentan ballenas azules, grises, jorobadas o cachalotes, un total de 30 especies de cetáceos de las 86 que viven en el planeta– pero sigue estando muy lejos de lo que fue. “Descalificar estos relatos como meras ”anécdotas“ descarta la única información de primera mano que tenemos sobre la historia natural de las especies del pasado remoto”, reflexionaron en su artículo. “Es importante evitar que nuestra perspectiva moderna nos lleve a creer, erróneamente, que los ecosistemas marinos solo han empezado a verse afectados por la acción humana recientemente”.

Bacalaos de tres metros y 100 kilos

Juan Caboto, el explorador genovés que llegó en 1497 a las costas de América del Norte al servicio de Inglaterra, describió un mar que hervía con peces, tantos que para capturarlos no hacían falta redes: bastaba con lanzar una cesta al agua. Es la primera noticia que llegó a Europa sobre los legendarios Grandes Bancos de Terranova, donde las aguas frías del Ártico se mezclan con la cálida corriente del golfo para crear uno de los caladeros más ricos del mundo.

Entre los muchos peces que surcaban aquellas aguas, uno era el rey. “Los Grandes Bancos eran la Tierra Prometida de los pescadores de bacalao”, relató el escritor y ecologista canadiense Farley Mowat en la obra que dedicó al saqueo de la vida del Atlántico, con el elocuente título Sea of Slaughter –en español, El mar de las masacres–.

El bacalao pronto se convirtió en la materia prima de una floreciente industria en Terranova y el Golfo de San Lorenzo, tanto para alimentar a las crecientes colonias como para exportar hacia Europa en toneles llenos de sal. Mowat recopiló anales pesqueros de finales del siglo XVI en los que se relata que cada tripulación desembarcaba 125.000 peces tras salir al mar. Bacalaos que llegaban a medir más de tres metros y pesaban hasta 100 kilos, frente a los tres kilos de media de los que se pescan allí hoy.

El primer aviso de que aquella abundancia de vida quizá no era infinita llegó en 1720. “Estas son verdaderas minas, pero son más valiosas y requieren muchos menos gastos que las de Perú y México”, escribió un jesuita francés sobre las aguas de la Nueva Francia. Y añadió que, aunque la pesca no había causado ninguna disminución perceptible, “no estaría de más interrumpir esta pesca de vez en cuando”.

Hasta dos siglos después, la pesca se mantuvo en niveles sostenibles, con unas capturas que llegaron hasta 200.000 toneladas en 1950 y que no amenazaban el futuro de la pesquería, según un análisis publicado por investigadores canadienses en 2021. Pero con la explosión de la pesca industrial, con enormes barcos de arrastre (muchos franceses, portugueses y españoles) que podían pescar sin límites en los Grandes Bancos, las capturas se dispararon hasta 810.000 toneladas en 1968. Aunque años después Canadá cerró esas aguas a las flotas internacionales, la pesquería colapsó en 1992. Tras 30 años de moratoria, el rey de esas frías aguas sigue sin recuperarse.

Tortugas en el Caribe: menos del 1% de lo que había

Cae la noche en una playa de las islas Caimán y una agitación se siente en el agua. Entre la espuma emerge una enorme criatura, moviéndose pesadamente sobre la arena. Poco a poco se va definiendo su forma a la luz de la luna: es una hembra de tortuga verde, de dos metros de largo y casi 150 kilos. Cada tres o cuatro años recorre cientos o incluso un millar de kilómetros para llegar aquí, a la misma playa donde nació. A unos cuantos metros del agua, empieza a cavar en la arena con sus enormes aletas traseras, para poner sus huevos, el motivo de su largo viaje. Tras ella hay otra, y otra, y otra, pues toda esta playa del Caribe –a medio camino entre Cuba y México– se encuentra a rebosar de tortugas marinas.

Pero no están solas esta noche. Un puñado de marinos llegados de alguna de las primeras colonias europeas en el Caribe las esperan en completo silencio, tirados en la arena. En cuanto escuchan caer los primeros huevos, los hombres se ponen manos a la obra. Una a una, van alzando a las gigantescas tortugas y las dejan panza arriba sobre la playa, pataleando inútilmente. En menos de tres horas ya han despachado a 50 enormes hembras y, por la mañana, llevarán el cargamento hasta su barco. La 'cosecha' se repetirá cada noche durante dos meses, hasta que las bodegas estén llenas hasta arriba de esas majestuosas criaturas, carne fresca para las colonias: una sola tortuga verde basta para alimentar a 50 personas un día.

La escena la describe un pastor protestante francés, Charles de Rochefort, que vivió en el Caribe en el siglo XVII y escribió una de las primeras crónicas naturalistas sobre aquellas tierras. Antes, en el segundo viaje de Colón, los marinos relataron haber encontrado el mar “cuajado de tortugas”, tantas que “parecía que los navíos se querían encallar en ellas”. Y en otras crónicas se cuenta que, tras perder el rumbo en días de bruma, los barcos que navegaban hacia las islas Caimán podían guiarse con solo seguir el ruido que hacían las tortugas marinas al nadar.

Cruzando relatos históricos sobre la caza de tortugas marinas de más de 150 fuentes con datos sobre las colonias de cría modernas, un grupo de investigadores de la Universidad de California en San Diego puso cifras a la aniquilación que sufrieron estos animales tras la llegada de los europeos: la población de tortuga verde y tortuga carey en el Caribe es menos del 1% de lo que fue. Los científicos comparan el papel en el ecosistema de esas decenas de millones de tortugas, segando las praderas marinas y manteniendo sanos los arrecifes, con el de las manadas de bisontes de las grandes llanuras de Norteamérica.

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