Los orígenes políticos de Canarias. Sufragio y administración en la Edad Moderna
Canarias, siglo XVI. El origen del gobierno insular
Tras la finalización del proceso de conquista de Canarias, el nuevo mapa que se dibujó en los albores del mundo moderno fue extraordinariamente heterogéneo. Una sociedad que aprovechó el repartimiento de tierras para ir condicionando una situación muy estratificada donde quienes más tenían, serían posteriormente los que gobernarían el territorio. Una población que hizo de la agricultura su modo de vida y de prosperar y que dejó a las Islas en una situación preferente en el comercio internacional.
Pensemos por un momento en cómo era Canarias en el siglo XVI. A nivel de derechos, estaba dividido en dos grupos. Las conocidas como Islas de Señorío (Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro) y las de realengo (La Palma, Tenerife y Gran Canaria). Esto es, las que eran de titularidad de un Señor, y las que pertenecían a la Corona. En el plano económico, durante esta centuria se advirtió el poder y las rentas que generaban el monocultivo de la caña de azúcar y así islas cono Tenerife, La Palma o Gran Canaria dieron con una sucesión de grandes ingenios instalados para su producción. Sin embargo, también trajo otra cosa importante: la llegada de grandes familias comerciantes de origen flamenco o genovés.
Pero en toda esta coyuntura social, perfectamente estratificada entre nobleza y clero, grandes comerciantes y labradores y pequeños propietarios, se advirtió además un sistema de gobierno muy particular pero bien definido.
Así, para mantener este concierto entre jerarquía social y económica comienzan a crearse en Canarias una serie de instituciones con un papel delimitado cuyo objetivo básico era organizar y administrar las comunidades de ámbito insular. Esta unidad básica de administración es la conocida como concejo o cabildo.
Durante toda esta centuria, la organización política se hizo a razón de un municipio por isla, por lo que el cabildo o concejo tenía jurisdicción para administrar todo lo concerniente al espacio territorial y así, de alguna manera, perviviría hasta las reformas que se producen en el siglo XIX, de ahí que hoy mantengamos el término ‘cabildo’ para la institución que tiene competencias en el gobierno de la isla.
La administración en el Señorío
Sin embargo, esta forma de gobierno no fue igual en todas las Islas. Acabamos de señalar la división entre Señorío y Realengo. Bien, en las primeras, para el cumplimiento del entendido como buen gobierno, se implantó una administración sencilla. Aparece en primer lugar la figura del gobernador, que de alguna manera hacía las veces de lugarteniente del Señor cuando este no estaba presente y que era su representante en el gobierno de la Isla.
Pero quizá el personaje crucial era el alcalde, juez y personaje público más importante. Él tomaba las decisiones y administraba los dictámenes emanados desde el poder inmediatamente superior. Junto a él aparecerán una serie de nuevos cargos como los alguaciles (ejecutor de las actuaciones del alcalde) y, finalmente, el escribano, nuestro actual notario y el encargado de dar fe de todas las resoluciones adoptadas.
Una vez organizado el cabildo, tenía su capitalidad en el lugar donde moraba el Señor y tenía jurisdicción sobre todos los pagos y tierras dependiente de este. De esta manera, se reunían de forma regular y estaban presididos bien por el propio Señor o por el gobernador o alcalde que lo representara y estaba constituido por un alguacil, regidores y jurados o personeros. Cabe señalar que estos cargos eran nombrados por el propio Señor entre las personas de su confianza y que, de la misma manera, eran cesados cuando fallaban o incumplían sus directrices.
La administración en el Realengo
Una vez conquistadas las islas de Gran Canaria, Tenerife y La Palma y, por extensión, éstas han sido pacificadas, se produce el establecimiento de una organización administrativa impuesta directamente por la Corona. Ello quiere decir que se implantan una serie de instituciones políticas, económicas y sociales netamente castellanas. En este sentido, islas como Gran Canaria, van a establecer su concejo en la capital, Las Palmas. Pero además, y como prebenda o comisión, a la persona encargada de concluir la conquista se le nombra gobernador y se le da poder para el reparto de las tierras y, a sus ayudantes, se les nombra oficiales de regimiento, jurados y otros cargos para que estos instauren un “buen gobierno” en la Isla.
Pero la Corona da un paso más y nombra a doce personas como regidores, un escribano del cabildo, un escribano público, dos jurados, un ejecutor y un alguacil mayor. Esto quiere decir que Castilla, de alguna manera, burocratiza la administración insular o cabildo y se otorga, en el caso grancanario, un fuero en 1494 para regular el gobierno: seis regidores, un personero, un mayordomo, un escribano, tres alcaldes ordinarios y un alguacil. Una situación a priori compleja, pero que se mantuvo durante los siglos posteriores.
La diferencia quizá más notable existente entre las islas de Gran Canaria y Tenerife en este momento fue quizá que mientras en la primera existía la figura de un gobernador tal y como hemos visto, en la isla occidental tendrá como representante a Alonso Fernández de Lugo, quien también será de la isla de La Palma por haber participado en ambas conquistas. Ello quiere decir que se le dio como prebenda un título vitalicio y honorífico como adelantado de Canarias.
Al frente del cabildo se situaba el gobernador y era el representante de la Corona ante los súbditos de esta. Su nombramiento era impuesto por los reyes y solían tener una duración de unos cuatro años y, al final de su mandato, se realizaba un “juicio de residencia” para evaluar su gestión, según explica el historiador canario Manuel Lobo. Junto a ello, su voto era decisivo y vinculante en caso de empate y, además, tenía poder en otros temas militares y judiciales. Es por ello que debía defender las ordenanzas militares y jurisdiccionales.
A partir de mediados del siglo XVII aparece una nueva figura política, el corregidor, una suerte de funcionario real con competencias en asuntos administrativos y judiciales. Además aparecen otros cargos públicos como el teniente de gobernador, quien era nombrado por confianza y solían recaer en hombres de leyes.
Otro de los cargos más importantes eran los alcaldes mayores, que eran cargos únicos en el cabildo y eran nombrados directamente por el gobernador. En caso de que el gobernador fallase, era él quien presidía el concejo y tenían atribuciones judiciales en causas, incluso, criminales.
Pero quizá el “cargo estrella” durante el Antiguo Régimen fue el de regidor. Al principio eran nombrados por el gobernador, luego por la Corona de manera directa. Ellos eran el grupo más numeroso y representado dentro del cabildo, es decir, de la administración insular. En sus orígenes eran 12 los regidores, aunque su número varió y se elevó llegando incluso, a finales del siglo XVII, a los 56 en la isla de Tenerife. Como no podía ser de otra manera, estos cargos eran ocupados por las principales familias, quienes tenían el poder económico y político para controlar la administración.
Ahora bien, ¿qué funciones tenía el cabildo? Eran muchas y variadas. Desde evitar el despoblamiento hasta abastecer a los vecinos de productos básicos o fijar el precio de los alimentos. Además, se ocuparon de crear normativas sobre limpieza e higiene o celebrar fiestas. Inclusive, llegaron a tener poder sobre la sanidad o la enseñanza. Para poder llevar a cabo esta misión, contaban con una serie de recursos tales como impuestos o el arrendamiento de bienes patrimoniales del concejo.
La reforma borbónica de la Administración Local
La llegada a la monarquía de los Borbones supuso un cambio sustancial en la forma de entender el proceso de gobierno en España y, por extensión, en todo su territorio, incluido el Archipiélago. Carlos III hizo una de las reformas más importantes dentro de la estructura local española y que supuso una auténtica innovación: por un lado aumentó la participación de los ciudadanos en el gobierno municipal mediante la creación de los cargos de Diputado del Común y de Síndico Personero y, por otro, se le dio más alas a la figura del corregidor que en la centuria anterior.
La reforma de 1766 establecía la existencia de dos Diputados del Común en las poblaciones de menos de 2.000 habitantes y de cuatro si superaban esta cifra y debían ejercer el cargo durante dos años. En el caso del Síndico Personero, se establecía el mismo procedimiento, aunque éste no tenía voto en el concejo o cabildo.
Junto a ello, se instó a la supresión provisional de los regidores perpetuos y se sustituyeron por regidores bienales, lo que supuso –a ojos contemporáneos—un intento de “democratizar” el sistema administrativo insular.
El alba del municipalismo: la Constitución de 1812
El principal cambio que trajo el siglo XIX fue, sin duda, la Constitución liberal de 1812. El proceso de reforma local buscaba un sistema de representación más democrático para los ciudadanos, así como advertir una división clara de poderes y mejorar al máximo la eficacia administrativa. En este sentido, observamos que con la Pepa se dio paso a la creación de dos instituciones de origen electivo en España: las Diputaciones Provinciales y los Ayuntamientos. Aunque si bien es cierto que Fernando VII y la vuelta del Absolutismo dio al traste con gran parte de este proyecto liberal, sirvió para establecer los parámetros de la situación político-administrativa del siglo XIX.
De alguna manera, podríamos decir que la Constitución de 1812 fue la primera gran Ley de Régimen Local en la que, por primera vez, se definen aspectos tales como elección de los Diputados a Cortes. Pero es sin duda el papel dado a una institución como los Ayuntamientos lo que abandera de manera real toda esta reforma. Había que dotar a España de una nueva estructura municipal y provincial y el criterio a seguir fue generalizar la creación de Consistorios.
Estos Ayuntamientos estaban conformados por el alcalde, los regidores y el procurador síndico “y que debían ser nombrados por elección de los pueblos”, según se refleja en el artículo 311 de la Constitución. Con ello se avanzó mucho en la representación popular y, además, había que constituir estos Consistorios en los pueblos que no lo tuviesen y eran además obligatorio en cualquier territorio con más de mil vecinos.
Pero sin duda, el impulso mayor se le dio al sufragio. La Constitución puso el punto y final a los antiguos ayuntamientos y al ceses de los cargos perpetuos y con delegación real, puesto que ahora, según el articulado 313 y 314, pasaban a ser sustituido por cargos electos. Una incipiente democracia que nació para quedarse y que es el marco con el que llegamos al siglo XX.
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