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Actualidad. Teatro del absurdo

Andrés Expósito

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El teatrillo del absurdo que disparata y converge en la actualidad en el panorama y paisaje político, atiende en símil tesitura y formato que cualquier obra de Miguel Mihura, o Eugene Ionesco, o Samuel Beckett. Sostenidos en la caracterización de forjar e improvisar situaciones y conductas poco realistas, atiborradas y propulsadas por metáforas, en la que el humor cabalga a lomos del día a día, del desahucio económico y social estancado e inamovible, los personajes de la actual campiña política permutan su estatus o personalidad haciéndolos absurdos, y sus tramas y argumentos trazan lugares o registros inoperantes, y todo puede quedar esbozado o representado como el vacío o la nada.

Ninguno de los grandes autores del teatro del absurdo hubiera elucubrado o hallado, con toda seguridad, una mina de tantos ricos avatares, y recursos, y protagonistas, para componer obras que nacen, brotan y se sostienen por sí solas: ministros ególatras y narcisistas que apelan y argumentan en su rostro y con sus palabras, que no es tanta la pobreza existente; expresidentas de Comunidad que atropellan a agentes del orden y se dan a la fuga, y que vayan a buscarla a su residencia si la necesitan; mandatarios que observan campos extensos e infinitos de brotes verdes, donde sin embargo, desérticas planicies amparan, cada vez más, desigualdades, desnutrición y desarreglo social; impuestos, ausencia de derechos y propuestas que facilitan la involución del ser humano, esparcidas en la ciudadanía cual campo de siembra a la espera de ahogos esclavistas, cabezas inclinadas, rebaños condenados en prietas y cortas cercas; leyes de justicia social y universal que condenaban y ajusticiaban la violencia de todo ser humano, ahora derruidas y negadas, atrofiadas y vilipendiadas, deshechas.

Los protagonistas salen y sacuden el escenario con sus grotescas, paradójicas y peripatéticas actuaciones, y luego, complacidos y ególatras, hacen “mutis por el foro”, se desvanecen hasta una nueva actuación, mientras el pueblo somnoliento, harto y compungido económica y socialmente, no entiende nada, no presta ni descubre o atiende razonamiento lógico y laudable, lo intenta pero no lo encuentra. Alberga, sin embargo, en su rostro, en el despeñadero de su semblante, “tres cun” por arriba del vértigo que denota y muestra la barbilla, el esbozo de una sonrisa producida por los inquietos labios, y más tarde, la incontenida carcajada. No encuentran realidad coherente ni humana los espectadores, el pueblo atosigado y desahuciado de sus vidas, en las representaciones caricaturescas y fachosas, que perciben sobre el escenario los múltiples actores del absurdo.

Y quizás todo esto sea eso, un lapsus en el transcurso de la existencia, en la evolución de la especie humana, un “kit kat”, un paréntesis, una tarde en la butaca de teatro y la realidad afuera, o una noche abandonado a las imágenes y al argumento que esboza una pantalla de cine, donde la ciudadanía se deleita en la bufonadas, de quienes no parece, sepan hacer otra cosa. El teatro del absurdo como presente, como acción y propuesta, verdad y único contexto, veinte cuatro horas al día. Y puede, ellos, solo sean capaces de ejercer y procurar la diversión y el entretenimiento, porque lo otro, para lo que se les ha encomendado, la dirección del estado, la erradicación de la violencia y el hambre y las desigualdades, y la consolidación de un pueblo y una sociedad libre y laudable, no sepan, o quizás, perdón, no quieran hacerlo. Y no le queda, entonces, a la ciudadanía, otra potable posibilidad que la carcajada y la burla de sus jocosas y paradójicas actuaciones.

Ocurre que, sin embargo, en múltiples casos, y también en el mío, y tras leer los desagravios inhumanos impuestos al pueblo una y otra vez en las noticias, traídas por los periódicos, o visionadas en los telediarios, o tras pasear por la calle y observarlas día tras día, más intensas y desarregladas las probabilidad de residir dignamente el ciudadano, o escuchar a amigos y conocidos, se me quiebra y desbarajusta la sonrisa, se me tiñe de gris el rostro, y los dedos se tensan y conforman el puño, que aprieta interminable y regio, y entonces lo tengo claro: no sirven para lo que fueron elegidos, pero tampoco para absurdos, aunque de vez en cuando nos extraigan alguna risotada.

No sirven para nada

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