El hambre como arma de guerra

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Matar de hambre es un método muy antiguo de exterminio. Se puede arrasar un pueblo o un país entero con una bomba bien enviada y certera. Se puede ganar una batalla al enemigo con armas diseñadas a tal efecto. Eso lo sabemos. Lo que muchos no saben por jóvenes, por inocentes, o por simple ignorancia, es que hay otras formas de acabar con un país, un pueblo o una raza entera sin gastar un solo céntimo en armamento: sitiarlos y liquidarlos por sed y por hambre. No es un invento moderno. Ya lo usaban hace siglos los gobernantes más crueles. Sitiaban ciudades enteras, reductos simbólicos, comunidades condenadas al exterminio por su forma diferente de hablar o vestir o comportarse, colectivos incómodos, rebeldes a la autoridad, diferentes a lo que las leyes consideraban normal en sus edictos y proclamas o, sencillamente, poblaciones cuyas tierras eran poseedoras de riquezas codiciadas por todos.

Lo clásico de un asedio es cortar el suministro de agua o alimentos y esperar que se derrumben cuerpos y almas de los que permanecen en el interior del lugar elegido previamente para llevar a cabo el exterminio. El hambre siempre da buenos sus resultados. Es un arma poderosa y efectiva además de barata, y el que ataca lo sabe. No hacen falta piedras ni flechas, ni tanques ni bombas de diseño. La gente se muere ella sola poco a poco dejando de caminar, dejando de luchar y, al final, dejando de vivir. Se van apagando lentamente, se debilitan, y después de pasar dolores terribles se derrumban y caen. Quizá se rinden ante el horror que contemplan a su alrededor, quizá se entreguen por un puñado de harina o por un cuenco de agua para sus hijos. Ya no resisten. El hambre debilita la lucha. En la lucha verdadera se resiste, en las grandes batallas se resiste, en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo uno conoce sus propias fuerzas y se resiste. Se resisten las bombas y el fuego. Pero el hambre no. Es inútil enfrentarse a ella. Ella gana como gana la sed o el frío.

Cerrar a un país al comercio de productos de primera necesidad, bloquear una nación entera y condenarla al hambre es un método que han seguido al pie de la letra dictadores, tiranos y autoridades de muchos regímenes incluso algunos que se denominan a sí mismos democráticos cuando han querido doblegar o “castigar” de alguna manera a otro régimen diferente al suyo o bien por desobediencia o, simplemente, por ser contrario a los ideales que se les propone. Lo ha hecho Estados Unidos con Cuba o Venezuela; lo hizo Roma ya en la antigüedad con poblaciones rebeldes y algo levantiscas como Numancia, por ejemplo. De eso no hay fotos. Testimonios escritos sí los hay, pero casi siempre tergiversados por los propios ganadores de batallas tan poco aleccionadoras. Pero ahora sí. Nos duela o no nos duela ahora tenemos testigos. ¿Recuerdan la hambruna terrible que azotó Sudán y la foto de un niño negro de dos años natural de Ayod arrastrándose por el suelo y un buitre enorme detrás de él esperando su muerte? ¿Recuerdan esas caravanas de madres cargando los cuerpos, ya sólo huesos, de sus hijos? ¿Han visto los ojos desorbitados de esos niños de barrigas hinchadas y brazos y piernas como afiladas cañas de bambú? ¿Las recuerdan? Yo sí. Y si quieren verlas hay 37.011 fotos almacenadas en internet. Basta con escribir “desnutrición” y verán de lo que somos capaces los seres humanos cuando nos importa muy poco la vida y la dignidad de los otros.

Estamos viviendo en directo un nuevo genocidio que utiliza el hambre como solución para aniquilar un pueblo entero. Palestina es ahora la meta de negociantes y multinacionales poderosas que buscan enriquecerse y apoderarse de tierras de enorme potencial. Y allí está Gaza y miles de seres humanos condenados a morir de hambre. Los niños mueren. Así de fácil. Cifras escalofriantes, declaraciones de médicos, soldados, periodistas, madres desgarradas, ancianos sin esperanza sentados sobre las ruinas de lo que un día fue su casa y la casa de sus nueve hijos muertos bajo los escombros. No salimos a la calle a protestar por ello. No decimos una sola palabra. Nunca decimos nada y hemos visto cadáveres en nuestras pantallas mientras cenábamos tranquilamente, y hemos visto sus cuerpecillos deshidratados y famélicos en portadas de periódicos y revistas. Y no decimos nada. Y no hacemos nada. Nos tapamos la cara para no verlos; nos tapamos la boca para no dejar escapar un grito a deshora, pero no nos movemos de nuestros cómodos sillones. Nada. Silencio. Si acaso una queja, una frase de rabia o de ira, un insulto contra aquellos que sabemos culpables, un comentario sobre algunos personajes de reconocido prestigio político o social para llamar su atención y obligarlo a pronunciarse, alguna canción de un conocido cantante, un poema, banderas que deambulan silenciosas o iracundas por calles, plazas y universidades del mundo… Plazas inundadas de gente, de gritos y banderas; ríos de seres humanos que caminan bajo el sol o la lluvia con un único mensaje: que pare esta matanza, que paren las armas, que se detenga el mundo y vuelva la cara hacia el lugar que queremos que mire. Y poco más. Ahí acaba todo. Nuestro mundo sigue caminando.

Y es amargo decirlo, pero no es suficiente.

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