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OPINIÓN | 'Aquella gesta de TVE en Euskadi', por Rosa María Artal

Juegos y jugadores

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El capital es un instrumento que genera riqueza según Karl Marx, y un claro ejemplo práctico sería una vinagrera. Es fácil comprender que el pasto en medio de un terreno no vale nada, pero si se aprovecha para alimentar al ganado que produce leche, se lograría hacer queso. Entonces se deduce que con más vinagreras se consigue más ganado y más queso, con lo cual es el trabajo del pastor el que ha conseguido que la vinagrera pasase a ser un instrumento de valor. Todo ello gracias al trabajo, definido como una forma de producir riqueza de la nada o, lo que es lo mismo, capital humano.

Siendo conscientes de que el trabajo es el único factor que logra obtener un capital económico, podría afirmarse que en cualquier sociedad hay emprendedores que buscan primero cubrir sus necesidades y luego acumular riqueza porque, entre otras cosas, es la naturaleza del ser humano. Esto podría afirmarse empíricamente si cualquiera contase sus experiencias jugando al “monopoly”, donde las sonrisas al principio del juego acaban convirtiéndose en frentes arrugadas, y el juego termina cuando toda la riqueza se concentra en un solo jugador.

En un lugar imaginario llamado isla Frangollo, hecho deprisa y mal, hubo una época en que se unieron capitales humanos que querían sembrar la tierra, y no había “monopolys”, pero sí barajas españolas y millos por “arrayar”. La iniciativa privada se organizó en comunidades para buscar agua en lugares donde aparentemente no había ni vinagreras, mientras que la iniciativa pública se limitaba a cobrar impuestos. Actualmente, el argumento de la organización pública es que un recurso natural debe estar a disposición del pueblo con el único propósito de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, protegiéndolos, supuestamente, de una mano privada que agarra un recurso público.

Es fácil criticar a la propiedad privada, sobre todo cuando las posesiones incluyen bienes o recursos que deberían ser de todos. Sin embargo, supongamos que la gestión pública del agua fuese lenta, dudosa y poco efectiva y que el único remedio fuese tomar la iniciativa de unirse entre vecinos para lograr traerla al pueblo, sembrar con ella y producir un producto. Si tan importante era para el bien común de todos los ciudadanos, habría que preguntarse por qué no fue la institución pública la que tomó la iniciativa de perforar galerías para prevenir futuros problemas. Posiblemente muchos trabajadores de la época no sabían quién era el padre del marxismo, pero seguro que comprendían que si alguien baja al río y coge un balde de agua para llevarlo a su casa, lo que tendrá no es solo agua, sino el valor del trabajo que costó ir a buscarla.

El debate no debe centrarse sobre si está bien o está mal que parte del agua esté en manos de pequeños accionistas, sino en comprender por qué se hizo, dado que quizás las comunidades de regantes con galerías, surgieron como respuesta a que por un lado estaba la “pasividad en la brega” de las instituciones públicas y por otro lado los tradicionales “aguatenientes” del siglo XVI que, intocables hasta hoy, controlaban el “cotarro” a su antojo. Hoy en día, la partida del “monopoly” en isla Frangollo se aprecia bastante turbia, porque los grandes se han hecho más grandes, los del medio aguantan la pegada y los de abajo no tienen otro remedio que rezar a “San Bombilino” para que la administración pública gane a la privada, le compense por la iniciativa que tomó en su momento y, durante el proceso, la gestión oficial sea tan transparente como el agua.

Una vez abierto el ojo y desparramado la vista, podría enderezarnos la peluca pensar que la gerencia pública sería la única esperanza que eliminaría los follones de las cajas de agua en donde los hubiera, los tejemanejes nocturnos de virar los “chorritos” para un lado o para otro, las infraestructuras obsoletas y, lo más importante, defendiese una normativa sujeta a las necesidades reales, que entienda que en muchos casos quien más cuida el agua suele ser el propio agricultor y no el gestor “encorbatado”.

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