Los viejos de mi tribu

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El destino de los hombres es siempre incierto. Lo sabemos. Lo que no sabemos es lo terriblemente insegura que es la muerte y cuando nos corresponde atenderla. Ahora esa inseguridad aumenta con las nuevas técnicas. El progreso parece que ha servido de bien poco a algunos y solamente le ha sido útil a una minoría que puebla una pequeña parte de la tierra beneficiándose del resto. Animales, cosas y personas a su medida es de lo único que saben y de lo único que procuran vivir. En el fondo de cada ser humano habita un lobo, una cruel alimaña y un boceto, a pequeña escala, de una nueva forma de nazismo. ¿Qué por qué lo digo? Porque lo temo, porque lo presiento, porque oigo, veo y leo opiniones y discursos que me hacen hervir la sangre; porque noto que aquello que nos enseñaron durante siglos profetas, padres de la iglesia, sabios del mundo, pensadores ilustres, magos y filósofos, para que aprendiéramos a ser mejores y más libres, más justos y más inocentes, no ha servido más que para aparentar ser o pertenecer a una sociedad que se denomina a sí misma “civilizada”.

Engañarme no me engaño. Yo también descubro en mí esos ramalazos de mala bestia de afilados colmillos sedienta de sangre y devoradora de carne ajena. Soy vengativa, cruel, envidiosa y avara. Lo soy, lo somos. Todos lo somos. Pero hay algo innegable: me educaron para no ser nada de eso y aprendí a ser buena, caritativa y generosa. Aprendí a base de palos, gritos, caricias, mandamientos y razones. Pero aprendí. Y si me quiero cargar a alguien, robar su hacienda o apoderarme de sus hijos, si lo que deseo es levantar la espada y cortarle la cabeza a alguien más indefenso o más ignorante o más triste que yo, procuro recordar las enseñanzas de mis antepasados y maestros. Y no alzo mi espada ni elimino al débil ni aniquilo al que es diferente a mi o piensa distinto a mí. Hablo, razono, dialogo y, a veces, grito, pero luego vuelvo al sosiego y al abrazo.

Y si me impacientan los niños o los ancianos o los enfermos de la tribu, depongo las armas y me humillo ante ellos para complacerlos o ayudarlos a vivir conmigo. Eso hago. No construyo cámaras de gas para acabar con aquellos que me dicen son una carga para el resto de la tribu. Los cuido y alimento hasta que crecen unos, encuentran acomodo otros o mueren, serenos y tranquilos, aquellos a quienes ha llegado su hora. Y eso lo traduzco en colegios y educación, refugios adecuados, ayudas inteligentes, centros de acogida, medicamentos, lugares apropiados, personas dispuestas a tomar en sus manos esos encargos. Ni elimino a los más débiles ni aparto a los diferentes ni precipito el final de los ancianos. Y es en este punto donde decido parar un momento para reflexionar. Porque cuando la asociación Defensor del Paciente asegura haber recibido quejas de personas mayores porque se les ha negado el tratamiento en la Sanidad pública por su avanzada edad, uno traduce tal situación en palabras mucho más duras: “los viejos tienen la obligación de morirse”. Y punto. La presidenta de dicha asociación, Carmen Flores, afirma que si el tratamiento es caro y el paciente tiene más de ochenta años parece que ya no vale la pena dárselo. En ocasiones se les niega el tratamiento porque el coste que eso supone a determinada edad es demasiado caro para la sociedad. En resumen: se les niega el tratamiento porque no son rentables.

¿Qué significa eso de que no son rentables? Pues que deben morirse cuanto antes para no ser una carga familiar o social. “A veces me siento sólo. Pero no quiero molestar” te dicen los viejos de alrededor. Piensan que están molestando, que son una carga para el grupo. La vejez se siente sola y abandonada. Esa es la cruel realidad. Nada tenemos que envidiar a los que conducían a sus abuelas a lo alto de una montaña para que fuera devorada por los osos. Incluso ellas, nuestras abuelas, eran las que así lo decidían para no molestar más, porque ya sin dientes no podían masticar las pieles que aislaban a la tribu del frío y servían para cubrir la casa y la familia. Ahora la vejez es un signo de decrepitud física y moral. “Tu cállate que eres vieja y no entiendes”, “Tú, ¡qué sabrás ya!” El nieto pequeño te mira las arrugas y te pregunta inquieto qué son esos caminitos que tienes en la piel y tú le explicas que son grietas de tanto caminar, pero ya presientes cómo esas grietas van minando tu alma. Y entonces, como si hubieras cometido el crimen de seguir viva, te sientas al sol, inclinas la cabeza y decides esperar el final de una larga y agotadora caminata. Al sol, mejor, dices. Dejadme al sol un rato más, por favor. Como si tuvieras que disculparte por seguir viva, por haber parido hijos incapaces de cuidarse por sí mismos, de haber traído hembras a un mundo poblado de guerreros y cazadores donde sobran las hembras y faltan espadas. Y nadie sabe o no recuerda lo rentable que fuiste, lo que diste durante más de medio siglo a los hijos, a la sociedad y al planeta en general. Nadie recuerda ya que tú colaboraste en construir una sociedad mejor y más justa que ésta en la que te ha tocado morir.

Elsa López

9 de noviembre de 2022

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