La Bajada que merecemos, crónica de un diagnóstico necesario: “No puede ser un festival en el que los actos tradicionales estorban”
La Bajada de la Virgen es, desde hace siglos, el latido profundo de La Palma. Una fiesta que no se mide en calendario, sino en biografías. Cada cinco años, la isla entera se reconoce en un mismo gesto: bajar a la Virgen de las Nieves, reencontrarse con la memoria y volver a sentir que existe una unidad emocional capaz de reunir a todo un pueblo. La Bajada no es solo tradición: es identidad, es orgullo, es manera de entender la vida. Por eso, cuando algo tan grande funciona a trompicones, duele más.
La Tertulia Tey celebrada el pasado 29 de noviembre, meses después de la Bajada de 2025, fue una especie de desahogo colectivo. Un “noviembre bajadero”, como dijeron algunos, donde por fin se podía hablar sin prisas, sin luces de escenario, sin carreras de última hora. Allí se reunieron responsables y participantes del carro, de los acróbatas, de las romerías, de los mascarones, de los gigantes y cabezudos, de la Pandorga, de los bailes coreados; también asociaciones civiles, colectivos culturales, ciudadanos y varios concejales, algunos de ellos que llevan décadas sosteniendo la fiesta desde un segundo plano. Todos, desde el veterano que ha visto cinco bajadas hasta el joven que participa por primera vez, coincidieron en lo mismo: la Bajada se sostiene en la entrega de la gente, pero ya no se sostiene en su estructura.
Fue una conversación honesta. Se habló de lo que funcionó —que es mucho—, pero también de lo que no funciona desde hace demasiados años. Se reconoció la fuerza del pueblo palmero, su capacidad infinita para reinventarse, trabajar, coser, construir, dirigir, arreglar, cantar y bailar. Pero junto a ese reconocimiento llegó la otra verdad, la que nadie quiere decir, pero todos conocen: las cosas salen bien por pura épica y por pura voluntad, no por un sistema que funcione. La Bajada de 2025 fue hermosa, brillante en momentos, emocionante siempre. Pero también dejó ver fallos estructurales que ya no pueden seguir ignorándose.
Uno de los temas que más se repitió fue la dependencia enfermiza del ciclo electoral. La Bajada ocurre cada cinco años, mientras que los gobiernos municipales cambian —o pueden cambiar— cada cuatro. Esa asincronía crea un agujero de responsabilidad en el que una corporación empieza algo, otra lo hereda a medias, y cuando quiere tomar decisiones apenas quedan meses para actuar. La fiesta más compleja que organiza Santa Cruz de La Palma queda así atrapada entre programas electorales, prioridades cambiantes y decisiones tardías. Y mientras los políticos llegan o se marchan, los números tradicionales quedan a la espera, sin saber si tendrán presupuesto, materiales o apoyo hasta el último momento. Es un modelo, dijo uno de los participantes, que “solo se sostiene porque la Bajada tiene más fe que estructura”.
De ahí surgió una idea clara y compartida: este sistema no funciona, no ha funcionado y no funcionará nunca. No se puede seguir improvisando en la fiesta que más define a La Palma. No puede depender todo de la buena voluntad de un concejal que, además de su trabajo político, tiene otras áreas enormes que atender. La Bajada es demasiado importante para ser la tarea secundaria de nadie. La fiesta necesita una dirección profesional.
Un director artístico de verdad.
Un gerente con poder real.
Y la estabilidad administrativa que permita planificar cinco años, no cinco semanas.
Se insistió en que la Bajada debe tener una dirección artística unificada, con autoridad sobre el conjunto de actos y con la obligación de dar coherencia a la narrativa de la fiesta. Esa figura no puede ser el alcalde, ni un político en activo, ni alguien sujeto a las urgencias y presiones del día a día municipal. Debe ser un profesional designado por consenso, alguien capaz de trabajar a largo plazo, de coordinar sensibilidades, de escuchar a los directores de cada número y de marcar un camino artístico claro. Un director artístico no para figurar en el programa, sino para sostener la creatividad de la Bajada y garantizar que cada acto —desde el Carro a la Pandorga— dialoga entre sí y con la tradición.
Junto a él debe trabajar un gerente con poder económico real, alguien que pueda mover dinero con anticipación, contratar con tiempo, asegurar materiales, gestionar logística y mantener un calendario que no dependa del retraso de un presupuesto municipal. Se dijo con claridad: no puede ser que los artesanos, costureras o directores estén esperando hasta el último minuto para saber si podrán comprar madera, tela, pintura o sonido. Ese es un maltrato institucional al corazón de la Bajada. No puede ser que la fiesta que mueve cientos de personas y millones de euros se organice con la misma fragilidad que una verbena local.
La Tertulia también dejó ver otro problema: los números tradicionales dependen, todavía hoy, de la buena voluntad personal. Se habló de los Acróbatas y de sus escaleras encargadas tarde, de los trajes que se cosían con urgencias, de decorados que llegaban cuando ya casi era el día de acto, de acróbatas improvisando, de mascarones que se rehacen una y otra vez con manos cada vez más envejecidas, de bailarines colocando la moqueta del escenario justo antes de empezar a bailar… La gente cumple; la estructura, no. Y esa falta de estructura se paga siempre con cansancio y con la sensación de estar salvando una fiesta a pulso.
Otro hilo conductor fue la desigual distribución del presupuesto. Muchos participantes señalaron que la Bajada ha ido inclinándose cada vez más hacia los macroconciertos, creando una ilusión de modernidad que, en realidad, está devorando el alma de la fiesta. Un carro, un número de enanos, una pandorga, un mascarón, un baile coreado… eso es lo que hace única a la Bajada. Eso es lo que podría aspirar a ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Y, sin embargo, año tras año, los recursos se inclinan hacia grandes escenarios, grandes sonidos, grandes artistas, grandes focos. Se dijo en la tertulia con un tono casi dolorido: “La Bajada no puede ser un festival en el que los actos tradicionales estorban”.
Frente a esa deriva, se defendió una idea rotunda: primero se financia la tradición; después, si queda dinero, los conciertos. Primero el carro, los enanos, los acróbatas, la pandorga, el minué, la batalla de flores, los mascarones... Porque esa es la esencia. Lo demás es acompañamiento.
La reflexión de fondo fue más profunda aún: la Bajada corre el riesgo de quedarse sin manos que la sostengan por falta de relevo generacional. Muchos de los oficios que mantienen viva la fiesta —costura, carpintería artística, talla, pintura escénica, dirección musical, coreografía tradicional— dependen de gente que ya lleva décadas trabajando y que no tiene sustitutos. Si no se incorpora a los jóvenes con programas reales (no de palabra, sino de acción), la Bajada puede quedarse sin oficio antes que sin emoción. Y eso es una amenaza seria.
Se comentó la necesidad de hacer compatibles la tradición y la capacidad de innovar y crear, que deben coexistir.
También se habló del agradecimiento, o más bien de su ausencia. Historias de personas con 30 o 40 años de servicio sin recibir siquiera una entrada, una placa o una carta. Colegios que prestan aulas para ensayar sin reconocimiento. Familias que hacen equilibrios para poder ver a sus hijos en un acto. Pequeños gestos que se repiten en negativo, acumulando una sensación de desamparo que no debería tener lugar en una fiesta de este tamaño. “La Bajada existe gracias a su gente”, se dijo. “Y a su gente hay que cuidarla”.
De todo esto nació la propuesta que vertebra la conclusión final: un organismo permanente interbajada. Un ente con vida propia, con continuidad más allá del alcalde de turno, con un director artístico, un gerente profesional, un equipo técnico y un marco de decisión capaz de garantizar que la Bajada se planifique como se planifica lo importante: con tiempo, con criterio y con respeto. Un espacio donde participen instituciones, asociaciones civiles, pero también debe incluir a los responsables de los números, los creadores y ciudadanía. Un lugar donde se hable, se acuerde, se planifique y se supervise. Donde no haya que esperar al año final para empezar a hacer lo esencial.
Ese organismo permitiría algo tan simple y tan necesario como asegurar la compra anticipada de materiales, fijar calendarios realistas, mantener un inventario profesional, cuidar el archivo de la Bajada, ordenar la memoria, distribuir recursos con inteligencia y, sobre todo, evitar que cada cinco años se repita la misma conversación desesperada: “Llegamos tarde”.
La Tertulia Tey dejó claro que esta Bajada, la de 2025, fue un triunfo del pueblo. Pero también fue el espejo donde vimos que ese triunfo llega siempre por la vía del heroísmo y la salud de los héroes. Y la Bajada no puede depender del heroísmo eterno de sus gentes. Tiene que depender de un sistema que las proteja, las reconozca y las acompañe.
La Bajada de la Virgen es una joya cultural, un tesoro sentimental, un patrimonio que late en el corazón de cada palmero. No merece improvisación. No merece depender del azar. No merece caer en manos del calendario electoral. Merece estructura. Merece respeto. Merece previsión.
La Bajada que tendremos en 2030 —y en 2035, y en 2040— dependerá de si somos capaces de construir hoy esa estructura sólida que no se tambalee cada cuatro años. Si comprendemos que el futuro de la fiesta no puede depender de una carrera final, sino de un trabajo sostenido. Dependerá, en definitiva, de si empezamos a tratar la Bajada no como un milagro que sucede solo, sino como lo que es: la gran obra colectiva de La Palma. Y una obra así, si se cuida, si se estructura, si se dirige con visión y con respeto, no solo puede salir bien: puede ser la mejor Bajada de la historia.
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