Espacio de opinión de Canarias Ahora
Fascistas nuestros de cada día
Acaso no haya en el vocabulario español actual voces tan socorridas para insultar al rival político como fascista y su hipocorístico facha (con la palatal /ch/ de su étimo italiano). Así, oímos constantemente en los medios de comunicación, en el parlamento nacional, en los parlamentos autonómicos, en la calle y hasta en los ámbitos familiares a gentes de izquierdas calificar de fascistas a las gentes de derechas a poco que estas se les ocurra defender sus propuestas conservadoras o neoliberales y a gentes de derechas hacer lo propio con las gentes de izquierdas en cuanto estas intentan llevar a la práctica sus naturales planteamientos progresistas, no necesariamente revolucionarios. ¿Por qué han llegado ambas voces a tal grado de manoseo y versatilidad semántica? Como siempre, para descubrir la madre del cordero, hay que recurrir a la historia de la palabra.
De sobra sabido es que fascista es denominación que surge en Italia a principios del siglo XX, con la significación concreta de “apegado activamente (que es lo que significa en español el sufijo -ista) a los fasci o militantes del régimen de extrema derecha (nacionalista, militarista, totalitario, antiliberal y anticomunista) instaurado por Benito Mussolini en el país”, que tenía como símbolo precisamente un haz (fascio, en italiano) de bastones rodeando un hacha. En este sentido la emplea Miguel de Unamuno, por ejemplo, que, al contrario de todos aquellos que lo han acusado absurdamente de fascista, fue uno de los primeros en denunciar el peligro que este tipo de ideología totalitaria representaba para la convivencia y la paz en el mundo, como se demostró posteriormente: “Acabo de ver en la Illustration Française algo que me ha entristecido y es una fotografía de una revista a la milicia fascista por Mussolini, en Roma”, escribe en un artículo de 1929 (cito por las bases de datos CORDE y CREA de la Real Academia); o el peruano José Carlos Mariátegui, que advierte en 1927 que “no se puede prever cómo respondería Europa a un súbito golpe de mano de la Italia fascista”.
A medida que la doctrina política designada se difunde por el resto de Europa (Alemania, España, Portugal, Grecia…) y la América hispana (Argentina, Nicaragua, República Dominicana…), la palabra que la califica va a adquirir el sentido de “apegado activamente a los regímenes políticos de extrema derecha”, sin más, por extensión semántica, prescindiendo, por tanto, de los matices particulares de “de Benito Mussolini” y “de Italia” que implicaba en origen. Es lo que se deduce de textos como los que citamos a continuación: “Y así estamos aquí, en ”a quién le pego?“, desde el fetichismo mágico pagano hasta el fetichismo mágico católico, desde la barbarie comunista hasta la barbarie fascista” (Miguel de Unamuno, 1936); “Estos no se llamaban aún así, sino Falange Nacional, un nombre horrendo adoptado bajo la impresión que les había causado el joven fascista Primo de Rivera” (Pablo Neruda, 1973); o expresiones como “la Alemania fascista”, que es la de Hitler, “la España fascista”, que es la de Franco, “la Argentina fascista”, que es la de Juan Domingo Perón, “el Portugal fascista”, que es el de Salazar, “la Nicaragua fascista”, que es la de Anastasio Somoza, “el Chile fascista”, que es el de Pinochet, etcétera, tan frecuentes a partir de entonces. En este sentido, consideran algunas personas que, a pesar de encontrarse encuadrados en sistemas democráticos, también pueden considerarse fascistas los idearios de ciertos grupos políticos actuales, como el de la Reagrupación Nacional, de Marine Le Pen, en Francia, el de Vox, de Santiago Abascal, en España, el de la Unión Cívica, de Viktor Orbán, en Hungría, el del Partido de la Libertad, de Geert Wilders, en Países Bajos, etcétera. Y no faltan analistas que califiquen asimismo de fascistas las políticas de Donald Trump, en el democrático Estados Unidos, de Bolsonaro, en el democrático Brasil, o de Milei, en la democrática Argentina. En este sentido particular, fascista se entiende como sinónimo de dictador, nazi, tirano, totalitario, etc., de derechas y como antónimo de comunista o revolucionario, como prueban el texto de Unamuno que se acaba de citar y otros que apuntamos a continuación: “Posición: ni comunista ni fascista, por supuesto. Pero, en esta guerra, considerando como mal menor el triunfo nacionalista, el deseo de que triunfe un régimen, que yo, en cuanto a mi vida personal, estimo inaceptable, y que habrá de eliminarse tarde o temprano. O sea: anticomunismo resuelto, y un mínimo de continuidad histórica” (Jorge Guillén, 1937); “Yo no soy fascista ni revolucionario. Mis principios católicos y españoles no me lo permiten” (Francisco Umbral, 1991); “Estamos viviendo en nuestro país un período de paso de un régimen dictatorial ”fascista“ a un régimen democrático donde se olviden las rencillas del pasado y se llegue a una auténtica reconciliación nacional” (prensa, 1980); “Puesto que luchó durante toda su vida contra los enemigos de la ”sociedad abierta“, sobre todo contra el totalitarismo fascista y marxista, es casi inevitable que se convierta en la referencia obligada del moderantismo de centro-derecha que se extiende, más o menos, por toda Europa” (Gianni Vattimo, 1995); “A la ligera, algunos especialistas, sin información y sin leer el dictamen aprobado por el Senado, han expresado calificativos como fascista o represiva al referirse a las reformas. Incluso, con sorprendente ignorancia hablan de Ley Contra la Delincuencia, cuando en realidad de esta ley ni siquiera se ha iniciado su estudio, asienta el dictamen senatorial” (prensa, 1996).
Las connotaciones altamente negativas que había desarrollado la voz que nos ocupa a estas alturas de los tiempos determinaron que los hablantes acabaran poniendo el acento más en la peculiaridad ultra del ideario político que en su orientación ideológica y pasaran a entenderla, también por extensión semántica, como antes, en el sentido de “apegado activamente a regímenes políticos ultras, extremistas o no democráticos”, independientemente de que estos fueran de derechas o de izquierdas. Se trata de una reorganización semántica que no tiene nada de sorprendente, puesto que la cabeza humana tiende a organizar la experiencia en términos binarios, lejos de cualquier complejidad semántica. En esta nueva onda conceptual, se encuentra expresiones como “UGT tacha de ”fascista y pueril“ la política de movilizaciones del Sindicato de Obreros del Campo” (prensa, 1996); “Cualquier persona que no respeta la palabra ni los métodos democráticos para hacer valer sus ideas es un fascista” (Cristina Almeida, 1996); “Personalmente, llevo tiempo resistiéndome, quizá por un excesivo rigorismo un tanto historicista, a aceptar el calificativo, muy extendido en mi entorno intelectual más inmediato, de fascista para las bandas armadas del estilo de ETA” (J. L. Gómez Llanos, 1996); “La Ejecutiva Nacional de EA calificó ayer el hecho de ”atentado antiabertzale, fascista y antisocial“ porque ”pretende intimidar y callar la voz de un partido abertzale, radicalmente pacífico y pacifista, con la intención de disuadir la comparecencia electoral de quienes no piensan como ellos“ (prensa, 1997); ”Y en Changsha decenas de miles de manifestantes congregados ante la sede del Gobierno provincial han gritado “¡Li Peng, fascista!” y “¡Deng, jubílate!” (prensa, 1989)); “Si Fidel tiene alguna identificación ideológica es con el fascismo, él es un fascista total” (prensa, 1996). Al parecer, los primeros autores en utilizar el neologismo “fascismos de izquierda” fueron el sacerdote y político italiano Luigi Sturzo, en el año 1926, y el intelectual alemán Jürgen Habermas, en la década de los sesenta del siglo pasado. Era lógico que las derechas intentaran aprovecharse oportunistamente de una palabra tan cargada de connotaciones negativas (y, por tanto, tan rentable en el discurso emocional de la descalificación), que ellos mismos habían alimentado con su violencia política e, incluso, militar. En esta nueva situación, la palabra fascista, podada ya del rasgo semántico ‘de derechas’, se entiende como sinónima de voces como reaccionario, antidemócrata, dictador o tirano y como antónima de voces como demócrata, revolucionario o progresista. Es evidente, que, llegados a este punto, no era ningún disparate hablar de fascistas de derechas y fascistas de izquierdas, como se comprueba en cualquier base de datos medianamente representativo de la lengua española. Desde este punto de vista, no son sólo fascistas las dictaduras de derechas, al estilo de la de Franco, Salazar, Somoza o Pinochet, sino también las dictaduras de izquierdas, al estilo de la Fidel, en Cuba, la de Maduro, en Venezuela, la de Daniel Ortega, en Nicaragua, la de Xin Pi, en China, o la de Kin Jom-un, en Corea del Norte.
Por último, más allá del discurso político, extiende nuestra voz su radio de acción al ámbito de la vida social, religiosa e incluso doméstica, y pasa a entenderse en el sentido más general de “apegado activamente a actitudes intransigentes”, como puede comprobarse en las muestras de la lengua hablada y escrita que menciono a continuación: “Según informaron a este periódico alumnos claustrales, los estudiantes gritaron ”fascista“ al rector cuando éste se disponía a abandonar la sala” (prensa, 1984); “La CIG calificó de ”fascista“ la medida y la Asociación de Padres de Alumnos del colegio afirmó que resulta beneficioso el sugerir a los estudiantes que modifiquen su vestuario” (prensa, 2001); “O sea que, para Academia de las Ciencias de la URSS, todo el mundo es fascista, desde Elliot hasta Platón” (oral, 1985). Es también el fascista que nos ocupa el fundamento de compuestos del tipo islamofascismo y cristofascismo, tan usados para designar los fundamentalismos o extremismos religiosos islámico y cristiano, respectivamente. En este sentido, es nuestra voz sinónima de términos genéricos como abusador, no dialogante, antidemócrata o, como dice la Real Academia, a la pata la llana, “excesivamente autoritario” o ‘reaccionario o contrario a los avances sociales rápidos’ (como define la forma facha), y antónima de voces como dialogante, demócrata, etc.
En conclusión: que la significación invariante o constante que corresponde a la voz fascista y su hipocorístico facha en el uso corriente del español actual es, básicamente, “apegado activamente a actitudes autoritarias o violentas” y que los contenidos de “apegado activamente al régimen de extrema derecha de Mussolini”, “apegado activamente a una doctrina política de extrema derecha, en general”, “apegado activamente a una doctrina política radical o extremista, sea de derechas o de izquierdas” y “apegado activamente a actitudes intransigentes o impositivas” que se aprecian tanto en el lenguaje político como en el religioso y en el de todos los días no son otra cosa que orientaciones de sentido de dicha significación invariante, determinadas por los contextos de uso y la naturaleza de los referentes, todas ellas igualmente legítimas desde el punto de vista de la lengua. Lo que quiere decir que, en el español de hoy, no existe razón idiomática alguna (aunque sí histórica, por supuesto) para dar prioridad a una de estas variantes semánticas o acepciones en detrimento de las demás. En efecto, en la sincronía actual de la lengua española, tan legítima es la combinación “dictadura fascista de izquierdas” como la combinación “dictadura fascista de derechas”; la combinación “nos encontramos ante la facción más fascista del catolicismo español” como la combinación “nos encontramos ante la facción más fascista de la derecha española”; y tan legítima la combinación “mi jefe es un fascista; no hay quien le rechiste” como la combinación “Hitler era un sádico fascista”. ¿Qué ha sucedido aquí? Pues lo que suele suceder en el caso de toda palabra técnica que pasa al lenguaje de todos los días: que ha esencializado o depurado su significación de partida para integrarse en la estructura semántica de la lengua. Es decir, para dejar de ser palabra monosémica, que es lo propio de las palabras terminológicas o marginales, y convertirse en polisémica, que es lo que caracteriza a las palabras medulares o centrales del idioma. Ya nos decía el maestro Saussure con su característica clarividencia que las lenguas no son nomenclaturas, sino estructuras. Y, para entrar en la estructura léxico-semántica de la lengua española, a la palabra fascista no le quedaba otro remedio que dejar al margen gran parte de su compleja estructura conceptual de partida y convertirse en una intuición semántica simple de naturaleza opositiva.
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