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Purismo lingüístico en Canarias: el rayo que no cesa

Marcial Morera

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Hay actitudes sociales y culturales que son incluso más dañinas que las diez plagas de Egipto, no sólo porque son tan devastadoras como ellas, sino, además, porque actúan de forma sibilina, presentándose como una especie de filantrópica cruzada contra infieles y malandrines. Entre ellas sobresalen las que propugnan el purismo lingüístico, que tiene mil caras y suele ejercerse de diversas maneras, desde fundaciones académicas, el sistema educativo, publicaciones impresas (libros de texto, libros de estilo, columnas periodísticas…) y programas de radio y televisión. Su objetivo es, en esencia, defender a capa y espada lo que suele llamarse “pureza del lenguaje”; es decir, impedir que “la lengua o los dialectos puros” se mezclen con “las lenguas o los dialectos impuros”, para evitar que sean contaminados y corrompidos por ellos. Con el objetivo de “limpiar, fijar y dar esplendor” se fundó hace ya más de tres siglos la Real Academia Española y con el de “purificar textos” o similares, muchas empresas que asesoran a editoriales y medios de comunicación y que no dudan en enmendar la plana a los mismos autores que caen en sus torpes manos. Algo así como los monaguillos corrigiendo los sermones o las homilías de los señores obispos o del mismo papa. ¡Pobre de Bernal Díaz del Castillo, Juan Rulfo o Rafael Sánchez Ferlosio si hubieran tenido la desgracia de caer en manos de estos fumigadores idiomáticos! Es muy probable que sean estos señores de la limpieza de la lengua los responsables en buena medida de la tan denostada ampulosa, retórica y vacía prosa española.

¿Y cuál de las tantas lenguas y dialectos que existen en el mundo es para los puristas la lengua o el dialecto puro? Pues concretamente la lengua o el dialecto de la burguesía, único que, dicho sea de paso, suele escribirse. El objetivo de los puristas no es, pues, preservar las lenguas o los dialectos puros (cosa que no existe) de la corrupción, sino imponer al pueblo las formas de hablar de las clases medias, evitando préstamos de otras lenguas y las palabras, pronunciaciones y construcciones propias de los dialectos populares; que todo el mundo hable como los que ostentan el poder. Es decir, uniformar a los hablantes para que se comporten como tropa idiomática, que para mandar está el capitán. Esto es en realidad lo que pretenden los señores puristas, que, en algunos casos, hasta tienen la desfachatez de presentarse como “progresistas de pro” e incluso “revolucionarios”.

Es una razón (por no decir amenaza) práctica la que esgrimen los fanáticos de los dogmas lingüísticos para defender su actitud negadora de la lengua o las formas de expresarse de los demás: la razón práctica de que toda persona que no dominara las formas de hablar oficiales quedaría automáticamente excluida del sistema de privilegios (trabajo, educación, ocio, negocio, ascenso social, etcétera) que el mundo de la burguesía ofrece. Así que a todo aquel que aspire a gozar de eso que suele llamarse “éxito y privilegios sociales” le conviene abandonar las formas de hablar que mamó con la leche de su madre y le permite interpretar el mundo y entenderse con su gente y adoptar las burguesas, aunque sólo sea para aprobar unas glamurosas oposiciones. Lo que pone de manifiesto que el prestigio de que gozan las expresiones supuestamente puras es un prestigio subjetivo, no un prestigio objetivo, “un engaño, ilusión o apariencia con que los prestidigitadores emboban y embaucan al pueblo”, como dice la Real Academia en la cuarta acepción del artículo que dedica a esta voz en su famoso Diccionario.

El tipo de crítica lingüística y social que comentamos es claramente pernicioso al menos por ocho razones más o menos evidentes.

La primera de ellas es que tergiversa la realidad idiomática, elevando arbitrariamente a la condición de pura, ejemplar o correcta una lengua o modalidad lingüística determinada, que no pasa de ser otra cosa que una forma más de emplear el idioma, por mucho que sea la que usa la clase social más encumbrada, que es quien controla el dinero, el sistema productivo (las empresas), el poder represivo (la policía y el ejército) y el sistema simbólico: la escuela, los medios de comunicación, etcétera. Pero no porque los hablantes de la norma académica tengan más poder que el resto de hablantes del idioma deja de ser su forma de hablar un dialecto o realización histórica más de la lengua de todos.

La segunda es que empobrece enormemente el caudal expresivo de las lenguas naturales, porque destierra soluciones que constituyen verdaderos hallazgos idiomáticos, como el endenantes con que se expresa en Canarias la anterioridad inmediata, inexistente en el español general; o las formas llegamos, lleguemos y lléguemos con que se expresan respectivamente de manera inequívoca, asimismo en el habla insular, el presente de indicativo, el pretérito indefinido y el presente de subjuntivo, al contrario que la norma estándar, que los expresa de manera más ambigua, porque sólo dispone de dos formas: la forma llegamos, para el presente de indicativo y el pretérito indefinido, y la forma lleguemos, para el presente de subjuntivo. No hay palabras “puras” y palabras “impuras”, sino palabras, sin más, todas igualmente legítimas antes la ley de Dios, porque todas ellas sirven para organizar el mundo y comunicarnos con los demás.

La tercera es que aleja el llamado “bien hablar” de la lengua del pueblo, que es la verdaderamente viva. Por eso decía Machado que lo poético no es el engolado “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, sino el modesto “Lo que pasa en la calle”. No constituye ninguna exageración afirmar que en realidad las hablas populares son más “puras” que las burguesas, porque son las que surgen del contacto directo con la experiencia viva del campo, la ganadería, la pesca, la artesanía y el trato social espontáneo. Como sostiene Dostoievski, la verdad reside en la gente humilde. Por eso, “no hay que tener miedo al pueblo sencillo ni tampoco a los criados, contra los que tratan de prevenirnos algunas figuras públicas”.

La cuarta razón que hace pernicioso el purismo lingüístico es que deslegitima una de las fuentes de enriquecimiento léxico más fecundas de las lenguas naturales, que son los préstamos extranjeros. El fenómeno del préstamo lingüístico no es ninguna degeneración idiomática, como sostienen los puristas, sino una tendencia natural del hablante a aprovechar, adaptándolo a los patrones fónicos, gramaticales y léxicos de su lengua, lo que el ingenio y el talento humanos han creado en otras. El vocabulario del mundo lo hace todo el mundo, en mayor o menor medida. ¿Qué sería de la lengua española sin los miles de palabras que tomó en préstamo del árabe, el francés, las lenguas germánicas, las lenguas amerindias, el inglés, etcétera? ¿Qué del español de Canarias sin los cientos de voces bereberes, portuguesas y árabes que constituyen sus diversos campos semánticos, de los que sus hablantes se encuentran tan orgullosos? La mezcla y la contaminación de palabras de una lengua con palabras de otra no constituyen, pues, degeneración o empobrecimiento del idioma, sino todo lo contrario: enriquecimiento de sus inventarios léxicos.

La quinta es que, al excluir o eliminar las soluciones consideradas “no puras”, el purismo impide la posibilidad de entender y explicar las “puras”, puesto que las lenguas naturales sólo se encuentran completas en su diversidad social, histórica, territorial y estilística. Dicho de otra forma: las familias de palabras en que se organiza el léxico de las lenguas naturales únicamente están completas en la diversidad de sus dialectos, porque todos ellos contribuyen a desarrollarlas de una u otra manera con soluciones propias. Negando el español de Andalucía, de Canarias o de América es imposible explicar el español de Castilla, porque este importante dialecto del español está constituido no sólo por palabras castellanas, sino también por palabras andaluzas, canarias y americanas; como el español de Andalucía está constituida no sólo por palabras andaluzas, sino también por palabras castellanas, canarias y americanas; el español de Canarias, no sólo por palabras canarias, sino también por palabras castellanas, andaluzas y americanas; y el español de América, no sólo por palabras americanas, sino también por palabras castellanas, andaluzas y canarias. La mezcla y la combinación de palabras, formas de expresión y construcciones gramaticales de modalidades lingüísticas afines no constituyen, pues, una anomalía o una perversión idiomáticas, sino un hecho natural en la formación de los dialectos, que surgen de la lucha dialéctica entre todos ellos.

La sexta razón que hace enormemente pernicioso el purismo lingüístico es que impide el desarrollo sano y natural de las lenguas históricas, que se basa en la libertad de expresión. Sólo fluyendo de forma libre, puede cumplir el lenguaje con su objetivo de ser vehículo de expresión de la vida. A las lenguas naturales no se las puede fijar, porque la vida social y emocional, como la biológica, es dinámica; un dinamismo de gente diversa. La lengua es patrimonio de todos los que la hablan y no de un grupo social determinado o de las instituciones académicas, por muy encumbrados que uno y otras se encuentren. Se hace desde abajo, no desde arriba. Y la participación de todos en la construcción del idioma conduce, como es natural, a la diversidad del habla dentro de la unidad de la lengua. El hablante tiene que ser libre para crear todo aquello que necesite y pueda según su ingenio y talento, sin más limitaciones que las que le imponga el conjunto de invariantes fónicas, gramaticales y léxicas de la lengua que habla. Unas creaciones idiomáticas que luego podrá imponer a los demás en pugna dialéctica con ellos. La lucha civil para imponer las soluciones propias es fundamental en el desarrollo de las lenguas naturales. Y, cuando el uso necesite regularse, ya se regulará por sí mismo, sin necesidad de ayuda externa. Las lenguas se gobiernan solas bajo la ley del entendimiento. Por eso, querer fijarlas en una determinada modalidad (social, histórica, estilística, geográfica o lo que sea), como quieren los puristas, es una temeridad, porque significaría su muerte. Con razón se pasan los escritores por el arco del triunfo los imperativos académicos. Y bien les vale, porque, si no lo hicieran así, su obra no pasaría del apergaminamiento, adocenamiento y mediocridad del discurso de Perogrullo. En síntesis, que el purismo es perverso, sobre todo, porque es antivital. Analizadas bien sus naturaleza y condición, más que un mecanismo de defensa de la lengua, como dicen sus promotores, es un mecanismo de defensa de intereses particulares. En concreto, se trata de una manifestación de esa tendencia primaria de los animales que suele llamarse instinto de conservación. En este caso, instinto de conservación de los privilegios de clase. Y lo malo de este instinto de gusanos es que ha encontrado defensores hasta en el mundo académico (tanto más sectario cuanto más ignora los avances de la ciencia), donde ha alcanzado un grado de sofisticación realmente inquietante.

La séptima razón es que resulta enormemente difícil combatirlo porque acapara todos los instrumentos de propaganda del Estado para imponer sus dogmas. Tan contumaz y persistente es la doctrina lingüística purista, que, cuando se cree haberla cortado de raíz, surge de nuevo con fuerza, como la hidra, sin que haya Hércules que pueda erradicarla del todo. Por eso hay que estar siempre vigilante ante ella. La misma Academia Canaria de la Lengua, que se creó para combatirla, porque negaba la legitimidad del habla de los isleños, corre el serio riesgo de convertirse en una Real Academita de la Lengua si pierde de vista sus principios fundacionales.

Y la octava razón que hace que el purismo lingüístico sea tan pernicioso es que subordina el ascenso social de la gente al dominio de las formas de hablar de las clases medias, excluyendo de él al resto de la ciudadanía. Pero el tópico de que el ascenso social sólo es posible con las formas de hablar de la burguesía en las manos es un vulgar sofisma. Ningún impedimento expresivo hay para que pueda ascenderse socialmente con los recursos expresivos de las clases populares, a condición de una cosa: a condición de que se elimine el perverso prejuicio de que la única forma correcta de expresarse es el habla académica y se rehabilite el resto de las modalidades del idioma, incluso en la lengua escrita.

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