Cientos de rumanos llegaron a La Aldea de San Nicolás por el tomate; ahora se están marchando también por ello: “No se cobra como antes”

Robert, rumano con unos años ya en La Aldea de San Nicolás, recogiendo tomates situados a seis metros de altura

Toni Ferrera / María Rodríguez Santana

Las Palmas de Gran Canaria —

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Dory camina por las calles de La Aldea de San Nicolás, un pequeño municipio de poco más de 7.000 habitantes al oeste de Gran Canaria, mencionando a los compatriotas rumanos con los que ha trabajado, con quienes se cruza a los pocos segundos de citarlos. “Sí, Florin, a él lo conoce mucha gente… ¡Mira, ahí va!”, señala a un coche con su dedo lleno de anillos. Ocurre lo mismo con algunos empresarios y políticos. Y también con una compañera marroquí con la que trabajó, a la que ve justo después de nombrarla. “Ahí está, es ella”, dice entusiasmada. Dory asegura que es medio bruja, pero del mismo modo se podría afirmar que ya es una aldeana más. A su vez es traductora, guía turística, agricultora, cocinera, periodista, madre y ama de casa. Pero sobre todo aldeana. Aterrizó en esta localidad en 2006, con 25 años, donde cerca de uno de cada dos trabajadores está vinculado directamente al sector primario, y ya no se marchó.

La Aldea de San Nicolás es el municipio canario con una mayor comunidad de rumanos con respecto a su población; hay 408 por 7.508 personas censadas, un 5,43% del total, según el último dato del Instituto Canario de Estadística (ISTAC). La mayoría de ellos llegaron hace 15 años para trabajar en la zafra del tomate, el producto estrella de la comarca. Según cifras de comercio exterior, en 2019 Canarias exportó 36.880 toneladas de tomates. Solo en La Aldea se encuentra una cuarta parte de las hectáreas dedicadas a este cultivo en Gran Canaria.

El problema es que el tomate canario está en vía de extinción. En 2005, el primer año en que los rumanos llegaron a La Aldea, el Archipiélago exportó 185.504 toneladas de este producto, el segundo más valioso en las Islas solo por detrás del plátano; ahora vende cinco veces menos. Y aunque no existe una relación empírica, la población de rumanos en el municipio también está decayendo. En 2012 eran 919; casi diez años más tarde, ese registro se ha reducido más de la mitad.

Dory está a mil cosas. En el coche de camino a Las Tabladas, donde se encuentran los invernaderos del tomate, habla y guía a Alejandro, el conductor, como si tuviera ojos en la coronilla. Mientras, cuenta su historia, de cómo llegó a La Aldea después de escuchar que la cooperativa agrícola del pueblo, Coagrisan, estaba buscando empleados, de cómo fueron sus primeros días, de cómo aceptó el encargo sin rechistar: “¿Que por qué vinieron a Rumanía a buscar gente? A mí eso no me importaba. ¿Fueron porque yo soy Dory o porque la gente se estaba muriendo de hambre? No me di cuenta. Pensé: de puta madre”.

Hace cerca de una década, el presidente del Gobierno canario por entonces, Paulino Rivero (Coalición Canaria), censuró la política de contratación de Coagrisan de acudir al extranjero para inflar su plantilla. “El trabaja para los canarios”, dijo Rivero, llegando a sugerir que esta práctica “altera” la convivencia social del vecindario. El presidente de Coagrisan, Juan José del Pino, replicó señalando que hacían lo que hacían porque en La Aldea los desempleados locales “declinaban este empleo”, así que no les quedaba otra. Además, el barrio estaba perdiendo residentes. El saldo migratorio, esto es, la diferencia entre inmigración y emigración, en 2006 fue de -173 y en 2007 de -170. No ha habido valores más bajos en toda la serie histórica.

Así que los rumanos se asentaron en La Aldea porque fueron buscados y también porque no les quedaban muchas más opciones en su país de origen. Según un estudio reciente del Observatorio en Red de la Ordenación del Territorio Europeo (ESPON, en sus siglas en inglés), Rumanía presenta los registros de calidad de vida más bajos de toda la Unión Europea (UE) junto con Albania. Allí el sueldo medio suele rondar los 200 euros. En Canarias tenían garantizado un mínimo de 700. “Yo me dije: voy a España, hago un dineral y me puedo pagar las cosas”, explica Dory. “Cuando me eligieron para venir aquí fue una bomba. El dinero te da para el alquiler, para comer, para mandar a tu país… ¡Y te sobra!”.

Al principio, Dory y el resto de rumanos abrazaron su nueva vida con emoción. Estaban contentos: trabajaban de lunes a viernes (no todos, claro), con un contrato y un horario digno, así que trajeron consigo a sus familiares. “Ninguno de nosotros sabía cómo coger un tomate. Pero no pasa nada, te enseñan”, recuerda. Cuando Rumanía entró en la UE en 2007, el flujo se incrementó gracias a la agilidad del papeleo. Pero con los años llegó el lumbago, el dolor corporal generalizado, la cabeza a punto de explotar por los 35 grados bajo el sol, las manos hinchadas y el empeoramiento de las condiciones laborales. Por eso llevan desde 2013 abandonando poco a poco el municipio que les acogió por primera vez. Por eso, y por la caída libre del tomate.

“Antes te pagaban bien. Ahora trabajas mucho por el mismo dinero. No es rentable. Y encima si te vas a Rumanía, ¿qué haces? ¿Dónde trabajaste? Con 47 años (17 en las tomateras), ¿qué hacen conmigo?”, se pregunta Rodica, que llegó a La Aldea en 2004. “Trabajamos mucho, me siento como una esclava. ¿Sabes la telenovela de La esclava Isaura? Mientras trabaja, para no llorar, canta”. Y Rodica se pone a bailar. “Pues nosotros igual”, apostilla. Petre Daniel se une a la conservación. Y suelta el mismo discurso que ella. “Todos vinimos de Rumanía con una situación económica dura. Solo sabemos trabajar el tomate, no tenemos manos para escribir en una oficina. No regresamos porque sabemos que allí no vamos a ganar más de 500 euros y las cosas en ese país tampoco están hermosas”.

La vida paralela entre el tomate y los rumanos de La Aldea

Según un estudio elaborado por economistas de la Universidad de La Laguna (ULL), desde principios de siglo se ha alineado la incidencia de determinadas plagas que han terminado por matar extensas plantaciones de tomate, con las dificultades de financiación y el incremento de la oferta extracomunitaria de Marruecos, donde los costes laborales por hora trabajada no alcanzan el euro, frente a los cerca de cinco en las explotaciones canarias, aseguran los trabajadores.

No es que la demanda por el tomate canario haya bajado, sino que el exceso de oferta “empuja las cotizaciones a descender con frecuencia por debajo de los límites de rentabilidad que determinan unos costes en origen crecientes y unos elevados fletes en el transporte marítimo”. Los empresarios agrícolas canarios están perdiendo dinero y posicionamiento en el mercado comunitario europeo. Y eso lo sienten quienes se desloman cada día en el campo.

“Estos problemas con el tomate han hecho que cada vez veamos a menos rumanos y ya no solo eso, sino que los que está aquí se están yendo. No se cobra como antes. Ahora trabajas de lunes a lunes, entre 10 y 11 horas”, lamenta Benino, que al poco rato de comenzar a hablar sugiere volver al ruedo. “Muchos se han ido a Inglaterra y a la Península porque les ofrecen más dinero. Muchos otros no se pueden ir porque ya tienen a su familia aquí. Yo quería volver a Rumanía, pero no puedo porque el trabajo me ha dejado enferma”, apunta Rodica.

Cuando aterrizaron en La Aldea, los rumanos debían cumplir una exigencia no escrita pero sí clave para acceder al empleo. “Te cogían si te veían cara de pobre”, destaca Corina. Algunos de ellos, como Rodica, confiesan que rebañaron sus uñas por el suelo antes de la entrevista para aparentar que su vínculo con la tierra era cercano. Otros, como Benino, restregaron sus manos por las suelas de los zapatos y luego se las pasaron por la cara. “Cuando nos iban a coger, ellos te miraban la cara”, señala Rodica, mientras se acerca para enfatizar su mensaje. “Si a ellos les parecía que eras agricultor te cogían. Y no podemos decir nada porque si no te interesa te dicen: vete”.

Cuando los rumanos competían entre ellos

Alina lleva 17 años en La Aldea. Se encontraba en Rumanía recién divorciada de su primer marido y estaba viviendo en una misma vivienda con su hijo, su madre y su hermano, aunque ahí no acaba la cuenta. “Éramos muchas personas en una casa”, rememora. Escuchó por la radio que “empresarios españoles iban a ir a Rumanía a seleccionar personas” y no titubeó. Junto a ella, tres guaguas con 300 rumanos hacinados aparcaron en La Aldea. No sabían ni dónde estaban. “Llegamos sobre las tres de la madrugada. Salimos, miramos para el frente y vimos que solo hay montañas. De aquí no salimos vivas”, pensó. Más tarde llegó “el empresario”, como se refiere ella a quien les guio por primera vez a los invernaderos. “Nosotras, desaladas [Alina, al igual que Dory, hace un uso magistral de las palabras canarias], nos preguntamos: a ver si este hombre nos engañó. Luego vimos los tomateros plantados en piedra”.

El relato de Alina es el mismo que el del resto de sus compañeros. Los primeros capítulos de su historia en La Aldea fueron buenos. “Nos pagaban doble las horas extras”, recuerda un tanto nostálgica. Luego llegaron las vacas flacas. “Las condiciones a lo largo de estos años han empeorado. Al principio no te pedían experiencia, te enseñaban. También había un sindicato, pero se dejó por el miedo de los rumanos a perder el trabajo”.

Alina también achaca el empeoramiento de sus jornadas a sus propios compatriotas. Según argumenta, habitantes de Rumanía de un pueblo “muy muy pobre” comenzaron a colonizar La Aldea y a tocar en las puertas de los empresarios. “[Estaban] desesperados. Lo que hacían estos rumanos era decirle [a los jefes]: no importa, págame tres euros la hora. A nosotros nos pagaba cinco o seis, pero ellos se ofrecieron a trabajar por menos. El empresario no dudó y ahí fue cuando se empezó a normalizar los salarios bajos”.

“Se juntaron dos factores”, continúa Alina, que habla con un tono sosegado bajo los pocos rayos de luz que atraviesan el invernadero. “La decadencia del sector tomatero y los rumanos que se pisaban para conseguir los puestos. Muchos de ellos también se daban más prisa a la hora de trabajar para que el empresario viera que eran más rápidos. Había competencia, peleas”. Alina aporta un dato: en la recogida de la zafra de este año, ella tiene encomendado sacar unos 1.200 sacos de tomates en ocho meses. Este grupo de rumanos, agrega, solían sacar alrededor de 2.000.

¿Fractura social? No lo parece

“Yo tuve un novio rumano y mi mejor amiga es rumana”. Para los aldeanos es ya un habitual que haya, al menos, un rumano en sus vidas. Una joven cajera del supermercado del pueblo asegura que son parte de la comunidad y que están perfectamente integrados. “No hay problemas de convivencia, ellos hacen vida con nosotros, incluso han formado familias”, unas afirmaciones que tumban las declaraciones que llegó a hacer Paulino Rivero en su momento en las que aseguraba que se crearía una “fractura social” por traer mano de obra foránea.

Casi al lado del supermercado está Arabita, que con sus 90 años se sigue sentando en la acera con su silla. “¡Adiós, mi niña!”, le grita con fuerza a una vecina a lo lejos. Esta gran conocida entre los aldeanos, que asegura que su nombre viene “de los árabes”, también reconoce haberse llevado bien siempre con los que han venido de Rumanía a buscarse la vida. “Nosotros admitimos a todo el que venga, ¡hay hasta ingleses!”, exclama dicharachera.

A unos metros de las carcajadas de Arabita está el bar donde trabaja Arminda, quien asegura que todos los que viven cerca de ella son rumanos y “son buenísimos”. Los lazos de unión son tales que la camarera es casi una experta en la gastronomía rumana. Para hacer la carne de cochino ahumada “le hacen agujeros, le meten carbón y la tapan con tierra”, explica entusiasmada. Sin embargo, se le cambia la cara cuando reconoce que muchos de ellos se han ido en los últimos años y lamenta que con ellos se fue, inevitablemente, “parte de su familia”. 

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