Cuatro jóvenes en riesgo de exclusión social, salvados de pasar la pandemia en la calle: “Con o sin estudios, merecemos una oportunidad”

Santi y Ana, dos de los jóvenes en riesgo de exclusión acogidos por la asociación Nahia.

Natalia G. Vargas

Las Palmas de Gran Canaria —

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Claudia (nombre ficticio) podría haber pasado el confinamiento durmiendo en el sofá de un piso patera. Sin embargo,  el destino de esta joven tinerfeña en riesgo de exclusión social dio un giro. Poco tiempo antes de que estallara la crisis sanitaria de la COVID-19, las puertas de un piso tutelado gestionado por la Asociación Nahia, dedicada a la inserción sociolaboral de jóvenes con su perfil, se abrieron para ella y tres personas más, salvándolas de enfrentar el virus en la calle y sin las necesidades básicas cubiertas. En el caso de Santi (nombre real), de 19 años, la suerte se hizo de rogar, pues no fue hasta el 10 de marzo, cuatro días antes de que se decretara el estado de alarma, cuando consiguió su plaza. No poder salir se les vuelve cuesta arriba en ocasiones, pero la pintura, la música, la escritura o el deporte les han permitido superar con nota este mes y medio de confinamiento. Siempre con la vista puesta en su futuro. “El sistema no puede olvidarse de ellos. En seis meses o en un año, nosotras no podemos cambiar su historia”, subraya Laura Sosa, presidenta de la asociación. 

La entrada de Santi a este servicio ha supuesto un respiro económico para él y para su hermano mayor, Kevin, con quien ha vivido desde que tenía 15 años y quien se hacía cargo de los gastos. Ambos pasaron su infancia en un centro de menores, huyendo de una familia desestructurada. “Siempre hemos estado muy unidos. Ahora lo echo mucho de menos, aunque hablamos todos los días”, cuenta.

Para Ana, también de 19 años, estar en el piso es una “tranquilidad”. “Vivía sola en La Laguna, me arruiné la vida y me desahuciaron”, cuenta. Después, pasó a vivir durante seis meses con un hombre al que llama “padrino”, que decidió acogerla tanto a ella como a otros jóvenes sin redes familiares. “Él es como un padre para mí, pero es verdad que en cualquier momento podríamos haber tenido una discusión y podría haberme echado. Y yo, aparte de a él, no tengo a nadie más”, explica. La suerte que ella ha tenido, también la desea para otros jóvenes: “Tanto el que tiene el bachillerato como el que pasa el día en la plaza tienen derecho a una oportunidad”, defiende. 

Ahora tienen comida y un techo garantizados, pero su lucha por la estabilidad no cesa. Un combate que libran al borde de una nueva crisis socioeconómica que hace más incierto aún el resultado y que vuelve a ubicar a los jóvenes en el lado vulnerable de la balanza. El Informe Foessa sobre exclusión y desarrollo social en España de 2019 destaca que el hundimiento que experimentó la población tras las crisis de 2008 fue diferente por grupos de edad: “Los jóvenes se desesperan en la espera, los jubilados dan sorbos pequeños para disfrutar la vida que les queda. Y los maduros se derrumban entre el silencio de los medios y dedican su energía a mantenerse a flote”, narra el documento.

Los menores de 18 años cuentan con la tasa más alta de exclusión severa (12,6%), seguidos de las personas de entre 18 y 29 años (10,8%). El único elemento común entre todos es “la quiebra de la confianza en las instituciones”. El informe sitúa a la juventud en una situación de inseguridad e integración precaria: “Los jóvenes sin carrera laboral, sin expectativas, no acaban de conseguir agarrarse a la fracción de la sociedad soberbia que corre frenéticamente en la dirección equivocada”.

Los traumas que este colectivo arrastra del pasado reaparecen en el presente en forma de obstáculos que intentan sortear, a veces, con el único impulso de las ONG. “Ellos son muy conscientes de que el presupuesto  con el que contamos es limitado y siempre controlan mucho el gasto por miedo a que acabe el servicio y tengamos que echarlos. Estos últimos meses hemos sobrevivido gracias a una subvención directa de la Consejería de Derechos Sociales, y abril y mayo por un remanente que teníamos”, explica la presidenta de Nahia. El piso en el que Ana y Santi viven actualmente fue cedido y amueblado por Caja Siete. También sostienen su actividad gracias a un proyecto de inserción laboral con LaCaixa, LaborArte, cuyo objetivo es adquirir y modificar conductas para desenvolverse en el escenario laboral. 

Laura Sosa comprende que exista un máximo de tiempo en el que los jóvenes puedan beneficiarse de este tipo de servicios (hasta los 25 años) para que “no se acomoden”, pero insiste en que cargan a su espalda con una mochila difícil de vaciar. “Nosotras trabajamos de forma individual con cada uno, porque cada persona tiene distintas habilidades, necesitan un proceso diferente o un empleo diferente”, señala Sosa. Ana se dedicaba a la limpieza de una tienda de ropa, pero con el cierre de los comercios ha tenido que pausar su actividad, aunque confía en poder retomarla. Santi llevaba cerca de un año sin trabajar y su objetivo es terminar la ESO y culminar un curso de peluquería que tuvo que interrumpir por falta de recursos económicos. 

Arte para sobrellevar la ansiedad

Una de las dificultades a las que se enfrenta Ana en este confinamiento es a la ansiedad, que arrastra a causa de traumas de la infancia. Sin embargo, ha aprendido a gestionarla. “Si quiero llorar, lloro. Si quiero gritar, grito. También recurro a la lectura, la escritura o al deporte”, señala. Para Santi, la música o la pintura también son claves. Laura Sosa, que además de dirigir la ONG es psicóloga, ha puesto distintos recursos a su disposición, como el teléfono gratuito de atención psicológica habilitado por el Gobierno de Canarias: “Les insisto en que tengan en cuenta también lo positivo y el aprendizaje que pueden extraer de estas semanas”. 

La experiencia de la psicóloga le ha permitido comprobar que en un 90% de los casos, los jóvenes en riesgo de exclusión suelen tener alguna adicción a sustancias tóxicas. Una “moda” que se convierte en una bomba de relojería. “He visto a chicos con 18 y 19 años con trastornos bipolares por consumo excesivo, o a niños con adicciones desde los 9 y 10 años”, revela. En el caso de Ana, durante su estancia en el piso, ha logrado abandonar todo tipo de consumo. “Muchas veces lo usan para evadirse, pero cuando se les pasa el efecto, los problemas siguen estando ahí”, insiste Laura Sosa.  

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