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Cómo montar una (cutre) oficina electoral en Calvo Sotelo
Diría uno, ingenuamente (como se dicen las cosas sin tiento), que un puesto público como el de encabezar la Delegación del Gobierno de la Nación en una comunidad autónoma —pongamos la de Cantabria— supone una alta responsabilidad, un fuerte pulso institucional y un saber estar para todas y todos los ciudadanos, por encima de intereses particulares o partidistas. Insistiría este uno ingenuo en que el —o la— responsable de coordinar la acción de los cuerpos de seguridad, de gestionar la relación del territorio con el muy centralista Estado central, de avisarnos de las catástrofes y de gestionar en este pedazo de país las políticas que llegan desde el Consejo de Ministros y Ministras —también conocido como el Consejo de Candidatos y Candidatas— y de otras minucias varias —no sé… terrorismo, multarnos según la Ley Mordaza, permitir o no las manifestaciones…— debería estar un poco por encima del bien y del mal, debería generar una confianza inequívoca en su compromiso con el Estado, las libertades y la legalidad vigente —aunque a veces se dude tanto de esa legalidad—.
En caso de que la ingenuidad sea ilimitada, también se pensaría que en este país hubo una transición democrática, que nos gusta que personas ejemplares habiten el listado de altos cargos públicos, que hay una lógica institucional en la elección a dedo de los cargos que son para nombrar a dedo y no una omertà partidista. Pero resulta que seguimos viendo como se eligen delegados y delegadas del Gobierno como se hacía con los gobernadores civiles en la época de la dictadura. Se premian lealtades partidistas o se catapultan carreras políticas con salarios pagados con nuestros impuestos.
Lo de la Delegación del Gobierno en Cantabria no tiene nombre. Bueno, sí tienen nombres pero todos son más que dudosos. La última operación, la de nombrar a Pedro Casares como Delegado del Gobierno para que salga en todas las malditas fotos, es de traca. Imita a su ahora enemigo Pablo Zuloaga, que para darse a conocer a las masas tras salir del plácido Santa Cruz de Bezana, se regaló unos meses en la oficina de Calvo Sotelo para salir hasta el hartazgo en los medios —recuerdo cuando presentó el dispositivo policial de las fiestas de Torrelavega una vez terminadas las dichosas fiestas—. En medio, han pasado por dicha oficina dos delegadas que respondían a cada uno de los sectores del PSOE en disputa y alguna de ellas, como Ainoa Quiñones, pasó de ahí a un jugoso retiro-activo mediante la magia de las puertas giratorias que la situó como delegada especial del Estado en el Consorcio de la Zona Franca de Santander con unos ingresos brutos anuales que rondan los 120.000 euros. El destino o el no destino de Eugenia Gómez de Diego aún se desconoce.
Dice la presidenta del Gobierno autonómica que Casares va a utilizar la Delegación como “trampolín electoral” y, este ingenuo votante agotado, debe darle la razón. La operación de Zuloaga fue más imprevista y efectiva; la de Casares apesta a repetición y no puede pillar desprevenido a nadie.
Pero el problema no lo veo yo —que tengo tan mala vista— en Casares —pobre hombre como todos aquellos con vista afectada de electoralitis— sino en el Consejo de Ministros y Ministras, que es el que hace estos nombramientos. Mientras La Moncloa sea un puesto de pilotaje político —sea ocupada por quien sea—, el respeto y la ejemplaridad de estos cargos estará en duda. Lo mismo ocurre con algunos/as directores generales del gobierno autonómico o responsables de empresas públicas: la lógica de la omertà funciona a las mil maravillas en contra de los intereses ciudadanos.
Mientras, la meritocracia siga siendo una ‘meríocracia’ en nuestros sistema político, la lectura de Ortega y Gasset estará prohibida en los institutos.