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Vida de hoy, vida de antes

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En uno de esos maravillosos artículos que está firmando Diego Cobo en este mismo medio, el que nos habla de Fidel González, el rabelista de Proaño, se puede sentir casi en carne propia lo que era 'la vida de antes'. Una vida, seguro, a menudo muy dura, entre vacas, pastos, inviernos fríos y madrugones cotidianos, pero una vida, en el caso de Fidel, en la que se impuso su pasión por la madera y, entre otras artes o artesanías, llámesele como se quiera, la construcción de rabeles que él mismo tocaría y a cuyo son, incluso, ha cantado y aún canta. Fidel ha gozado de un lujo del que pocos pueden disfrutar hoy, con un mercado laboral despiadado y una ética del trabajo indecente: ha faenado en tareas de esas que uno, que una, entiende, y cuyo fruto y utilidad se puede incluso tocar con las manos en un mundo en el que, a golpe de esfuerzo, creatividad y constancia, podía uno, podía una, aspirar a una vida mejor en cualesquier profesiones.

Y comparo la vida de Fidel con la de tantas personas que conozco y que padecen trabajos alienantes hasta límites insoportables. Teleoperadores, televendedoras, repartidores de comida a domicilio o esclavas de la llegada a tiempo de nuestros paquetes, esos y esas que tienen que repartir a más velocidad de lo que una jornada normal y un cuerpo —con su correspondiente alma— aguantan, y si no llegan, además de la cantinela de la productividad entonada por el supervisor de turno —en masculino, que en muy pocas ocasiones es mujer—, tienen que aguantar la estupidez espoleada por la incontinencia de clientes con ética y personalidad Amazon capaces de indignarse hasta el cabreo porque no han tenido en casa en 24 horas exactas su air fryer de oferta: ni que estuvieran pidiendo el antídoto a un veneno. De ciudadanos pasamos a ser clientes, y hoy somos clientes, además, egoístas y hasta infantiles, con niveles de exigencia acordes a un consumismo que nos está robando la humanidad y nos está convirtiendo en caricaturas de seres humanos.  

De ciudadanos pasamos a ser clientes, y hoy somos clientes, además, egoístas y hasta infantiles, con niveles de exigencia acordes a un consumismo que nos está robando la humanidad y nos está convirtiendo en caricaturas de seres humanos

Pero no hace falta ponerse en el caso de esas profesiones, que llamaría extremas, para sentirse a años luz del mundo de Fidel, un mundo en el que la alienación propia del capitalismo indudablemente se sufría, pero no con el rostro de la actual precariedad y la falta de horizontes que decenas de miles, incluso millones de personas sufren cotidianamente. Cuántas personas habrá ya, cercanas a la cincuentena, con pocos años cotizados tras encadenar trabajo tras trabajo con nula proyección. Hijos e hijas de los tiempos en que se consagró la temporalidad de la mano de las ETT, del discurso de la movilidad o, últimamente, la murga del emprendimiento. Víctimas de una cultura productiva financiarizada, desmaterializada, en que las personas cada vez cuentan menos, en la que aquella vieja ambición de “prosperar” en tu trabajo, cualquiera que fuese, se reduce a muy pocas profesiones. 

Al tiempo que leía la historia de Fidel, me venía a la cabeza la historia de un buen amigo, al que llamaremos Juan. Juan, hombre de ciudad, empezó, por cosas de la vida que no vienen a cuento, a trabajar a los 13, y desde entonces no ha parado de hacerlo. Inquieto y trabajador, siempre se ha dejado el alma allá donde le dieron faena pero, al dedicarse a labores que no requieren título universitario, de camarero a carpintero, pasando por encargado de limpieza y hombre para todo —“chapuzas”— en diversas empresas, se ha encontrado, las más de las veces, con jefes y jefas que no conocen ni de lejos lo que es ganarse el pan a fuerza de sudar y que, criados en la lógica capitalista, esa que ganó la partida hace cinco siglos a las opciones comunales, más igualitarias, viven convencidos de su derecho a cobrar sustancialmente más por el regalo de haber recibido durante cuatro o cinco años formación universitaria. Del clasismo que soporta Juan por realizar tareas como la limpieza mejor ni hablo.

La cuestión es que mientras él ya se ganaba la vida, los jefes o jefas de Juan estudiaban, sí, pero también iban a fiestas universitarias, y subidos en esa convención social que prima el trabajo con la mente sobre el que pone el cuerpo, muy pocas veces se les ha pasado por la cabeza reconocer su eficiencia y capacidad de esfuerzo, su aportación a las empresas ni su compromiso: poco de palabra y nada en el sueldo. Sigue, a sus 50, cobrando algo más de 1.000 euros con las pagas extra prorrateadas. Mantiene la ambición, que lo levanta cada mañana, pero sabe de sobra que hoy en día eso que en el pasado se llamaba “prosperar” apena ya existe, y que los trabajos como el suyo, siendo imprescindibles, son cada vez menos valorados.

Juan es hombre, pero su realidad, vinculada hoy al mundo de la limpieza por cosas de la vida, es una realidad feminizada. Para muestra, el botón de las 1.800 trabajadoras de la limpieza de Lugo a quienes les caducó el convenio en 2021, y llevan 49 días en huelga indefinida porque la patronal les ofrece una renovación que dejaría sus nóminas mensuales por debajo del salario mínimo interprofesional. Juan y ellas forman parte de esas profesiones que en la época de pandemia toda persona de bien reconoció como esenciales, ¿recuerdan?

El mundo lleva siglos siendo injusto, pero lo cierto es que el universo del trabajo va de mal en peor. Por eso, historias como la de Fidel, el rabelista de Proaño, son tan bellas y, a la vez, tan envidiables. Aunque van surgiendo, y es una importante labor contarlas, —algo que está haciendo Sandra Castañeda en La Negocianta—, historias que ponen luz a esta oscuridad laboral con otras formas de ganarse la vida, como la de María y Lucio en La Lejuca, ganadería criada libre en montes comunales, o Sarah, Aitor y la comunidad que apoya La Lleldiría y sus fermentos que “miran al futuro sin olvidar las raíces”, es imprescindible, para que la vida sea reconocida como el tesoro valioso que es, que el mundo laboral cambie. Que cada cual ponga su semilla. 

En uno de esos maravillosos artículos que está firmando Diego Cobo en este mismo medio, el que nos habla de Fidel González, el rabelista de Proaño, se puede sentir casi en carne propia lo que era 'la vida de antes'. Una vida, seguro, a menudo muy dura, entre vacas, pastos, inviernos fríos y madrugones cotidianos, pero una vida, en el caso de Fidel, en la que se impuso su pasión por la madera y, entre otras artes o artesanías, llámesele como se quiera, la construcción de rabeles que él mismo tocaría y a cuyo son, incluso, ha cantado y aún canta. Fidel ha gozado de un lujo del que pocos pueden disfrutar hoy, con un mercado laboral despiadado y una ética del trabajo indecente: ha faenado en tareas de esas que uno, que una, entiende, y cuyo fruto y utilidad se puede incluso tocar con las manos en un mundo en el que, a golpe de esfuerzo, creatividad y constancia, podía uno, podía una, aspirar a una vida mejor en cualesquier profesiones.

Y comparo la vida de Fidel con la de tantas personas que conozco y que padecen trabajos alienantes hasta límites insoportables. Teleoperadores, televendedoras, repartidores de comida a domicilio o esclavas de la llegada a tiempo de nuestros paquetes, esos y esas que tienen que repartir a más velocidad de lo que una jornada normal y un cuerpo —con su correspondiente alma— aguantan, y si no llegan, además de la cantinela de la productividad entonada por el supervisor de turno —en masculino, que en muy pocas ocasiones es mujer—, tienen que aguantar la estupidez espoleada por la incontinencia de clientes con ética y personalidad Amazon capaces de indignarse hasta el cabreo porque no han tenido en casa en 24 horas exactas su air fryer de oferta: ni que estuvieran pidiendo el antídoto a un veneno. De ciudadanos pasamos a ser clientes, y hoy somos clientes, además, egoístas y hasta infantiles, con niveles de exigencia acordes a un consumismo que nos está robando la humanidad y nos está convirtiendo en caricaturas de seres humanos.