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Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.

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El bañista

La limpieza en las riberas de los ríos es una de las actividades

Miguel Ángel Curiel

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Antes de que el sol rompa su yema de luz cegadora sobre T., después de zambullirse en el río, el bañista regresa a su apartamento en la Ronda. Las persianas permanecen bajadas todo el verano, en invierno están levantadas y las ventanas abiertas. En T. lo conocen como el bañista, no tiene nombre. Un hombre sin nombre es un fantasma. Baja muy temprano al río en verano, deja el albornoz de Szechenyi sobre la arena y se da un baño. Es el último, nadie ya se baña en este río de aguas ponzoñosas y paradas.

Quizás ya esté muerto y sólo sea una luz y una sombra que camina hacia las aguas negras para darse un baño lisérgico por todos nosotros. Una alucinación que rompe el espejo negro del río en pedazos de imágenes coloridas y sofocantes. Se zambulle y bucea. Posiblemente el río le diera todo y aún él se deba al agua, a la corriente de su propia vida; una cosecha de veranos, el primer amor, el miedo a la muerte, el ahogado y sus largos brazos agarrados a la luz llamándole por su nombre. Lo que el río le quitó  a veces parece dárselo de nuevo. Esa es la magia que el bañista transmite, parece vivo estando muerto, y muerto incurre en lo fantasmagórico, como si esto fuera finalmente una posibilidad de vida, de renacer bajo esta luz fuerte en la que las sombras de los que no están se proyectan en el suelo transparente de la memoria.

Él ha muerto y desde su muerte baja cada mañana a bañarse en el río. No se trata de una ceremonia o sacrificio, el ritual carece de todo ornamento, no imaginemos ahora un bautismo en las aguas sucias, ni a un hombre que quiso ser el primero y el último en bañarse. Quizás en su larga y fructífera vida nunca saliera de T., más que una vez para ir a Madrid hace ya mucho.

Ayer le oí hablar a la entrada del puente de Santa Catalina. Decía que la verdad es transparente, y que en esa transparencia líquida siempre había un fondo de limos oscuros. Las palabras de la verdad son difíciles de leer en esa transparencia, pues son la transparencia misma, lo dejan ver todo. A mi lado ahora oigo conversaciones insignificantes, palabras que salen de la boca hacia ningún lado; los animales hablan por los ojos con la muerte y el infinito sin soltar la lágrima venenosa del humano. Ninguno de los que habla ahora puede ver al bañista. Solo los que están limpios lo ven. Es la luz fuerte del verano que te hace ver lo que no se ve; la sed de uno mismo, el loco se arrodilla en la arena llena de latas y plásticos, aparta la mierda, coge agua del río con las manos y se la bebe.

“El fin no era otro que la propia vida, la sola costumbre de la vida”

¿Veis? Dice, es posible la vida ahora, no me voy a morir por apagar la sed aquí. Aún puedo refrescarme, nadar y ahogarme en mí mismo. Estos baños en el río obedecían a lo otro, a eso que no se sabe y nada lo desentraña. El fin no era otro que la propia vida, la sola costumbre de la vida, la vida que no se confronta con nada que pueda negarla. Sólo fluye de manera natural hacia sí misma. La propia palabra vida se asociaba a otras palabras líquidas, como fluir, corriente, manar, lluvia, canal. Vi esta mañana al bañista venir del río con el viejo albornoz blanco del balneario de Szechenyi, le perseguía una columna de mosquitos. En su memoria de viejos lodos y avenidas de agua queda intacta aquella lejana tarde de junio en el que se lanzó al río para salvar a un niño gitano que se ahogaba en los arenales. No consiguió sacarlo, el río se lo tragó. Yo estaba allí.

Tengo ese tiempo en la mano como la punta de flecha encontrada en un lugar apartado y de difícil acceso. A partir de la punta de la flecha se comienza de nuevo a reconstruir el tiempo perdido; con palabras bien pulidas y afiladas contra el poder, que a la vez se perderán en un lugar inaccesible de la conciencia. Bastaría con la reconstrucción exacta de la flecha, utilizando la misma punta ya bien afilada y un arco bien tensado con el que disparar la flecha al sol. Esta flecha vuelve a caer. Ya perdida para siempre, en un lugar apartado hay que volver a encontrarla. De nuevo la labor de estas palabras es la oscuridad, un apunte precario en un cuaderno, unos signos, las palabras rotas de otro tiempo. No puedes reconstruirlas forzando el significado; ahora que carecen de vida, les das la tuya, tu silencio mortal. El bañista sin embargo sostenía otra cosa, nadaba para seguir vivo, y si pudiera haber hablado ahora, habría callado lo que pensaba.

Demasiadas palabras le cansaban, incluso se había acostumbrado a ver la televisión quitándole el volumen para leer los labios de los personajes. También escuchaba de noche una vieja radio Marconi dejando su mano sobre el lomo del aparato. Le interesaba la vibración sorda del lenguaje, creía que la verdad llegaba a través de las vibraciones. De la misma manera que al bañista había perdido su nombre, en T. al río le llaman el río, no tiene otro nombre. Es la primera palabra de todas las posibles y la última.

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