Daniel Vázquez Sallés (Barcelona, 1966) es un periodista y escritor que soñó con ser director de cine hasta que asumió que François Truffaut había contado ya lo que él quería explicar. Es un tipo que rompe tópicos, por ejemplo el de que es mejor no conocer a un escritor y quedarse solo con sus libros. El último que ha publicado es Los felices ochenta (Folch&Folch), una mezcla de crónica personal y generacional. La de un ‘nepo baby boomer’, como él mismo se define con humor y acierto, porque es Vázquez por Manuel Vázquez Montalbán y Sallés por Anna Sallés.
La suya ha sido la vida de un burgués, que no pijo. Un joven que con sus huidas a Londres o Nueva York descubrió la libertad, alejado del teléfono que en casa de sus padres sonaba a todas horas. En esas ciudades y otras se olvidó de los prejuicios por unos apellidos y se acercó, demasiado, a las drogas. No fue hasta los 52 años que entendió que era un adicto y ahora hace ya siete que está limpio.
Vázquez Sallés ha disfrutado mucho, pero ha sufrido como solo alguien que ha perdido a un hijo puede entender. Es una “putada” para la que no hay respuestas. Marc tenía 10 años cuando murió, aunque sigue presente en conversaciones como esta.
Dice que no es comunista, en algunas causas se considera un izquierdista irredento y, en otras, un derechista que defiende sus propiedades con la vehemencia de un latifundista. ¿Eso es algo parecido a ser un equidistante?
No, no soy equidistante. Soy militante de mis causas y siempre he tenido la sensación de que no pertenezco a ningún sitio. Mis abuelos eran de origen obrero, mi padre fue el único de su promoción escolar que entró en la facultad y yo he hecho vida de burgués. Vivía en Vallvidrera pero mis abuelos en el barrio chino, porque querían. Siempre he sido consciente de mis orígenes y a la vez no me he sentido de ninguna parte.
Hay mucha mitificación sobre el burgués catalán.
Sí, seguramente ni todos los que se señalan como burgueses lo son ni muchos de los que lo son aparecen como tales. Aquí, en Catalunya, había gente que había hecho mucho dinero y quería ser burguesa, pero no era aceptada porque no tenía pedigrí. Yo, seguramente, era un ’parvenu’.
A veces me decían que era un pijo, por el tipo de vida que hacía. Yo les contestaba: ‘¿Ustedes conocen a los pijos de verdad?’ Mi padre explicaba que los pijos son muy simpáticos, pero cuando les tocas el bolsillo se arman en guerras civiles. Son gente que tiene un concepto de la vida superficial. Vivieron bien con el franquismo y vivirán bien con la democracia. La diferencia conmigo es que si un día llegase una dictadura, a mí me desmontarían la vida. Y cuando era pequeño, se hubieran llevado a mis padres.
Su verdadero aprendizaje existencial lo obtuvo en lo que reconoce que eran huidas al extranjero. Empecemos por Londres, la ciudad que le enseñó a ser libre.
Sí. Llegué allí con 18 años. Pasé un año en total, pero dividido en tres partes, porque estudiaba aquí o lo simulaba. Nosotros ya teníamos esa idea de una Barcelona cosmopolita cuando en realidad era una ciudad muy provinciana.
Llegué a un Londres en plena crisis, con Margaret Thatcher, su política neoliberal, la huelga de los mineros... Pero junto a esto estaba todo el boom de la ‘new wave’. Era andar por la calle y encontrarte una obra de teatro con Glenda Jackson como protagonista. Era una ciudad que me abrió un mundo. Tuve la primera relación sexual, cosas cotidianas como probar el primer kebab o descubrir qué era un Pizza Hut.
Es donde también descubrió qué era ser “un jodido polaco”.
En realidad lo había descubierto en Francia cuando a los 12 años mis padres me enviaron allí, pero no fui consciente de ello. Fue por un tipo que, con toda tranquilidad, se presentaba como miembro de un grupo que se llamaba ‘Fuerza Joven’. Un día explicó este ‘chiste’: “¿Por qué en América hay negros y en España catalanes? Porque en América escogieron antes”.
Después, cuando llegué a Londres me empezaron a llamar polaco, ‘polacoloco’, y me lo tomé bien, porque yo estaba como una cabra. A mí me divertía, porque como buen adicto, la vida debía ser una especie de Dragon Khan.
No soy equidistante. Además, soy militante de mis causas. Lo que pasa es que siempre he tenido la sensación de que no pertenezco a ningún sitio
Saltamos a Nueva York. ¿Qué queda de esa perversidad libertaria que describe en el libro?
Pues estuve en el 2019 y me decepcionó tanto... Era Nueva York, pero podría ser Barcelona. Evidentemente, nunca te cansas de mirar los edificios, pero las ciudades deben conservar aquello que las hacen únicas. Nueva York es una ciudad violenta, con un punto de malignidad. Cuando llovía era terrible y cuando hacía sol era fantástica. Una ciudad con muchas contradicciones y eso era lo que me gustaba.
En el libro explica que la ciudad le despertaba sentimientos bipolares.
Yo fui a desagrado. En una de esas crisis periódicas que tengo, con 23 años, me planteo muchas cosas. No me gusta la vida que tengo y mis padres me dicen que tengo que marcharme. Mi padre me da tres opciones para hacer cine. Una es Polonia, pero no lo veo. La otra es París, pero me gusta demasiado París. Y escojo la tercera, Nueva York, porque cuando había ido con 17 años me había provocado una sensación muy extraña, la de una ciudad dura y con muchas contradicciones. Con Nueva York tuve una relación de amor-odio.
Ahí también descubrió qué fácil era comprar cocaína.
Sí. ¿Te acuerdas de la figura del practicante? Pues era como un practicante porque también venía un tío a tu casa, aunque en vez de joderte con una inyección traía un muestrario. Era una maleta negra, te la abría y te decía qué quieres. Y ya está.
En Nueva York no quise tener teléfono porque en casa de mis padres sonaba constantemente. Quería un punto de distanciamiento de todo. Allí, si no tenía teléfono a mano llamaba un amigo mío por mí.
¿La enfermedad de la adicción, que es como usted la resume, le ha obligado a estar siempre en alerta?
Yo no era consciente de que era adicto hasta los 52 años. Cuando entro en el centro de adicciones lo hago porque estoy en un pozo. Me bebía una botella de vodka cada noche y si no tomaba cocaína. Era consciente de que me estaba autodestruyendo, pero no era consciente de lo que me pasaba. Por ejemplo, cuando me temblaba la mano por el síndrome de abstinencia, pensaba que era porque estaba nervioso.
Mi amiga Cristina Gelonch me acompañó al médico, que me dijo ‘eres un enfermo’. Fue entonces cuando me ingresé. En esos cuatro meses hice mucha terapia, siete horas diarias de terapia grupal, algo que está muy bien porque no puedes engañar a nadie. Está premiado delatar a tu compañero si ha hecho las cosas mal y en esas sesiones descubrí muchas cosas de mí mismo y tuve que reordenar mi forma de vivir. Consciente de que seré un adicto toda mi vida, hace siete años que no bebo pero tengo que vigilar muchísimo. Me di cuenta de que me había curado cuando al volver a la casa de mis padres un día descubrí el sabor de una tortilla francesa. Al salir también me convertí en un mejor padre y pude vivir la muerte de mi hijo de manera más consciente.
Afrontar la muerte de un hijo debe ser la cosa más dura que probablemente se pueda vivir.
Por suerte, su muerte la viví después de haber pasado por el centro de adicciones, porque sino no lo hubiese soportado. El aprendizaje que hice ahí dentro me permitió hacer un duelo que fue muy duro. Cada uno vive el duelo como puede. Yo me fui de casa porque allí no podía. Me marché lejos, a un lugar pequeño, donde lloré mucho, caminé, y en ese proceso escribí un libro [‘El príncipe y la muerte’]. Apliqué las cosas que me habían enseñado en el centro. Por ejemplo, cada día cuando me levanto hago la cama. Es una manera de reordenar la vida, a veces con cosas muy sencillas.
Es su crónica personal pero también la de un país. Aparecen nombres de la historia reciente, muchos de moda de nuevo estos días en que se debate sobre la llegada de la democracia. Le cito algunos. El primero sería Felipe González. ¿Le cae tan mal como le caía a su padre?
Al principio no era así, lo que pasa es que nunca me he fiado de él y con el tiempo se convirtió en un jarrón chino pesadísimo. No me fiaba de él y tampoco de Alfonso Guerra. González es la máxima expresión de las puertas giratorias.
En las elecciones del 82 prefirió a Suárez.
Voté al CDS un poco para tocar las narices y también porque me lo creía.
Dice que seguramente su padre llevó mejor ese voto que uno al PSOE, un partido que consideraba que había traicionado a la izquierda.
Mi padre me contó que Suárez, una vez, pasando revista a los militares, se encontró con uno que no lo saludó. Él le pidió que lo hiciese, el militar se negó, él se puso duro y finalmente el militar le saludó. Entonces, Suárez ordenó arrestarlo. A mí eso me gustó.
Su padre tampoco soportaba a Samaranch. Probablemente, uno de los nombres cuyo pasado franquista más se ha blanqueado en este país.
Era de ese tipo de personas que tiene la capacidad del corcho, la de flotar siempre. Pasó de José Antonio a Josep Antoni, pero aunque lo han intentado, no se ha cumplido su sueño de tener una plaza con su nombre.
A José María Aznar le define como un acomplejado con poder.
Es un tipo preocupado por la pose, por morder la patilla de las gafas cuando toca porque cree que eso le da la imagen de persona culta. Tiene un discurso, unas construcciones sintácticas, pobrísimas. Hay mucha gente que se engaña con Aznar, pero si rascas un poquito es un discurso vacío.
Otro nombre, de nuevo muy de actualidad, es el de Jordi Pujol.
No he sido nunca antipujolista pero eso no significa ser pujolista. Es algo que a menudo se confunde. Sobre la famosa ‘deixa’ del abuelo, yo creo que lo que pasó es que dejó hacer a sus hijos y a la ‘mamá Dalton’, como se bautizó a Marta Ferrusola. Pero sí creo que fue un estadista y más si lo comparas con algunos de los políticos actuales.
De los políticos que hay ahora, ¿salvaría a alguno?
El presidente Sánchez es un superviviente en ese ecosistema que es Madrid. He vivido años allí y es una selva. Cuando volvía a Barcelona tenía la sensación de respirar, con un ritmo distinto. Madrid es una ciudad nerviosa donde la imagen, el aparentar, es muy importante. Barcelona es más como Milán, donde la riqueza está dentro, no se exhibe. Los burgueses de Barcelona también se casan entre ellos, pero no salen en el ‘Hola’.
Su padre decía que no tenía mucho sentido que Madrid fuese una comunidad autónoma.
Lo escribió en un artículo en ‘El País’ y entonces Joaquín Leguina le regaló un buen vino para intentar convencerle de lo contrario. Supongo que se necesitaba un poder centralizador frente a las nacionalidades, pero no tenía identidad propia.
Pues se ha convertido en un gran poder, una gran centrifugadora.
Sí, aunque a la vez es muy endogámica. Se ha creado la sensación de que fuera de Madrid hay un páramo cultural. Eso también es culpa nuestra porque a Convergència nunca le interesó Barcelona a nivel cultural. Aquí cuesta mucho arrancar las cosas, siempre estamos con planes, reuniones, es muy desesperante para cualquiera que quiera crear. Aquí hay mucho talento pero a menudo tiene que buscarse la vida en Madrid. Además, allí nunca falta dinero.
Los burgueses de Barcelona también se casan entre ellos, pero no salen en el ‘Hola’
Se define como un ateo devoto de la vida de los Papas. ¿Tiene alguno preferido?
La muerte de Juan XXIII fue lo que consiguió que mi padre saliera de la cárcel por la ley de amnistía. He pasado de ser un ateo a un agnóstico espiritual. La muerte de mi hijo me ha cambiado la perspectiva vital. Intento encontrar respuestas. ¿Por qué se ha muerto un hijo con 10 años? Cuando entro en una Iglesia le dejo una vela. Marc no está escondido en nuestra familia, viajo siempre con él. Que se te muera un hijo con 10 años es una putada, sobre todo para él. Padecía una enfermedad rara, pero tres semanas antes de ingresarlo habíamos comentado con su madre que era un niño imparable. Murió a los cinco días de entrar en el hospital.
He pasado de ser un ateo a un agnóstico espiritual. La muerte de mi hijo me ha cambiado la perspectiva vital. Intento encontrar respuestas. ¿Por qué se ha muerto un hijo con 10 años?
¿Ha sido difícil ser hijo de Manolo Vázquez Montalbán y Anna Sallés?
Sí, sobre todo por los apriorismos. Yo desembarco en este mundo de la escritura por accidente. En la facultad dije que no quería ser periodista, me decanté por la publicidad. También veo que como cineasta voy a ser malo y como tengo tendencia a escribir, mi padre me dice ‘escribes bien, tienes que escribir’. Lo que pasa es que publico el primer libro y él muere al cabo de seis meses. El problema es de uno mismo. Soy capaz de reconocer que soy un ‘nepo baby’ porque soy un privilegiado por los padres que he tenido. Y lo de 'boomer' lo añado porque me hacía gracia.
La muerte de mi hijo me ha dado mucha tranquilidad porque hay un punto de libertad, de me la suda todo. Bueno, todo no, porque soy muy fiel a mis amigos. Me refiero a que con este libro quiero que haya debate. He tenido unos padres muy discutidores. Y si hay gente que no está de acuerdo me parecerá muy bien porque hay cosas objetivas pero muchas otras son subjetivas.
Mi parte favorita del libro es el final, ese listado a modo de epílogo, de las ‘tribulaciones de un adolescente crónico’. ¿De todos esos odios que confiesa, cuál es el más doloroso?
El tiempo cura muchas cosas, pero yo he sufrido mucho por amor.
¿Porque era muy enamoradizo o porque lo daba todo?
Mira, hay una película que me gusta mucho, ‘À bout de souffle, made in USA’, en la que Richard Gere, que hace de Belmondo, en una de las escenas baja por una liana, va a la piscina, coge la chica y le dice ‘ya sabes que es todo o nada’. Y la vida para un adicto es un poco así, o todo o nada. Después te das cuenta de que para encontrar cierta tranquilidad tiene que haber grises. Me ha costado mucho encontrarlos. Soy muy sentimental pero nada nostálgico. En lo sentimental también está recordar las cosas malas.