Si el ácrata se posiciona frente al Estado, y el aristócrata se siente por encima de este, el burócrata se instala en el núcleo mismo de sus tramas. Y si la vida pública pudiera ser leída desde los protocolos del drama griego –con su planteamiento, su nudo y su desenlace-, la burocracia sería el ámbito por excelencia de esa trabazón intermedia que se sitúa entre el planteamiento de nuestros problemas y el desenlace de sus soluciones.
Evidentemente, no hay Estado sin burocracia. Lo mismo en la antigüedad que en los imperios coloniales, bajo el comunismo o las monarquías feudales, en la expansión del ferrocarril o en la eclosión de Internet. Pero sí hay burocracia más allá del Estado, cuando esta traspasa los poderes públicos y se aloja en otras formas de organización de la vida económica, social y cultural de una comunidad. Allí donde se convierte en un estilo, una conducta que se filtra en nuestros procederes e incorporamos como algo “sustancial” en cada uno de nuestros pasos.
Max Weber no duda de que hay una burocracia estatal que funciona como autoridad, del mismo modo que hay una burocracia privada que opera como administración. Este es el motivo por el cual el empresario moderno se percibe a sí mismo como “primer funcionario de su empresa”, de la misma manera que Federico II de Prusia se sentía “el primer funcionario del Estado”.
Así pues, la idea de que “a menos Estado, menos burocracia” se tambalea cuando observamos el poder militar, el tráfico de armamentos o la guerra misma. El complejo militar industrial, por ejemplo, funciona en Estados Unidos como un ente privado que sólo alcanza su sentido en las decisiones públicas. Si repasamos la historia de los actuales oligarcas rusos, comprobamos que estos no emergen gracias a las herencias de antiguas familias del zarismo defenestradas por la revolución bolchevique, sino debido al aprovechamiento corrupto de los restos del Estado soviético. Aparecen como la casta intrínseca a una máquina burocrática que tuvo su origen en el Estado para acabar, finalmente, en el mundo privado de la élite financiera.
Otro espejismo sentencia que “a más tecnología, menos burocracia”. Hasta la era digital, más que como contrarios, burocracia y tecnología funcionaron como un tándem. De hecho, la tecnología había sido la punta de lanza de una burocracia que Weber equiparó a una máquina que juega con ventaja en un mundo no maquinizado. A estas alturas del siglo XXI, es cierto que el uso de las nuevas tecnologías vulnera uno de los templos de la burocracia –el gobierno de nuestro tiempo-, pero también es verdad que, al mismo tiempo, Internet fortalece su control sobre nuestros archivos. La ciber-burocracia es la sublimación del Gran Hermano imaginado por Orwell.
Con críticos tan curiosos como Karl Marx y el Che Guevara, o teóricos del calado de Hegel o Robert Michels, la burocracia se comporta como un mecanismo de alienación al que, paradójicamente, estamos ligados desde el primero hasta el último día de nuestra vida. Y mientras las teorías han intentado su racionalización, el arte se ha enfocado, precisamente, en su irracionalidad. De ahí su presencia en la literatura del absurdo y el surrealismo. En los desvelos de Berlanga o Buñuel, Kurosawa o Tomás Gutiérrez Alea, los hermanos Marx o Ingmar Bergman. Sobre todos ellos, Kafka. Y esos personajes sometidos a un ente misterioso que controla sus vidas desde oficinas que aniquilan toda posibilidad vital.
Vista desde esa perspectiva, nuestra vida es una odisea burocratizada que va desde nuestra aparición ante “la parte contratante” hasta el momento que alguien nos pone “el último sello”.