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Opinión - Ir al grano. Por Rosa María Artal
Cuatro temporeros en una casa ocupada en La Granja d'Escarp (Lleida)

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El pasado mes de mayo publicamos en elDiario.es un extenso reportaje en el que una vez más se advertía de la pésima situación en la que se encontraban muchos temporeros en Lleida. Todavía en estado de alarma, habían llegado más que en otros años y eran más durmiendo en las calles. “Lo de este año podría calificarse de tormenta perfecta”, admitía ya entonces Roger Torres, jesuita y presidente de la asociación Arrels Sant Ignasi de Lleida, que decidió habilitar su parroquia para acoger a una docena de temporeros sin hogar. 

No era la primera vez que en elDiario.es informábamos de las lamentables condiciones en las que malviven muchos de estos trabajadores y cualquiera que conozca la zona sabe que no hay que remontarse demasiado en el tiempo para recordar cómo a primera hora aparecían furgonetas de agricultores en las plazas de algunas de las poblaciones de la comarca del Segrià y contrataban sobre la marcha incluso para un solo día a los trabajadores. Administración, sindicatos y muchos productores intentaron poner orden con medidas como la contratación en origen, una fórmula pensada para evitar que centenares de personas se desplacen hasta esta zona de Lleida sin ninguna opción de poder trabajar en la campaña de la fruta. 

El año pasado se realizaron 15.000 contrataciones vinculadas a la producción agrícola, un 84% correspondían a trabajadores extranjeros, tanto de la UE como de fuera de este espacio. El resto, según los datos de la subdelegación del Gobierno en Lleida, eran contrataciones en origen, todos ellos de personas procedentes de Colombia. Hasta aquí los datos oficiales. 

La realidad, temporada tras temporada, es mucho más compleja y la pandemia ha conseguido visualizar una situación que muchos medios y políticos preferían no ver. Aunque España estaba en estado de alarma y estaban prohibidos los desplazamientos, a Lleida cada semana llegaron decenas de personas dispuestas a trabajar en la recolección de fruta pese a que muchas de ellas no tenían contrato. Ha sido la imagen habitual de cada primavera en la estación de autobuses de la ciudad. Muchos no tenían dónde ganarse un sueldo ni tampoco alojamiento. Gobierno central, Generalitat y ayuntamientos, otra vez, se han acusado de ser responsables de una situación aún más complicada de lo habitual. 

 “La regulación de los temporeros por parte del Estado es una reclamación justa”, insiste el alcalde de Lleida, Miquel Pueyo (ERC). Y no le falta razón. Centenares han cruzado media España o han subido desde la Comunidad Valenciana sin tener asegurado el trabajo mientras uno de los argumentos para mantener el estado de alarma era el control máximo de la movilidad. En plena pandemia, el Gobierno italiano regularizó a 250.000 inmigrantes que estaban en el campo o en el servicio doméstico. “Hoy los invisibles lo serán menos. El Estado es más fuerte que la criminalidad y los explotadores”, argumentó la ministra de Agricultura, Teresa Bellanova. En Portugal se regularizó a todos los inmigrantes pendientes de residencia. Fue una medida pensada para aquellos que ya la habían solicitado y a los que así se garantiza el derecho a la Seguridad Social y el paro. La mayoría de ellos son trabajadores agrícolas y de la construcción. El ministro de Administración Interna, Eduardo Cabrita, defendió la decisión apelando a la necesidad de ayudar a los más débiles: “En estos momentos resulta más importante garantizar los derechos de los más débiles, como es el caso de los inmigrantes. Asegurar el acceso de los ciudadanos migrantes a la salud, a la Seguridad Social, a la estabilidad en el empleo y la vivienda es un deber de una sociedad solidaria en tiempos de crisis”. En España, ni se plantea una medida parecida pese a que esta misma semana la ONU ha condenado que aquí se permita unas condiciones de trabajo para los migrantes que no se toleraría para los españoles. “Los poderes públicos han fallado mayoritariamente”, se afirma en el informe.

Han fallado todos. La Administración central pero también la Generalitat, los ayuntamientos y también aquellos agricultores que no respetan los más mínimos derechos humanos de sus trabajadores. No son la mayoría pero todavía los hay y las oenegés que trabajan sobre el terreno saben que denunciar las condiciones pésimas puede ser sinónimo de represalias contra los temporeros. 

La Generalitat descartó el año pasado la construcción o remodelación de albergues para trabajadores porque estaba funcionando con presupuestos prorrogados. Los agricultores, encargados por ley de garantizar el alojamiento, habían insistido en pedir ayudas económicas para la adecuación de viviendas. La imagen de temporeros durmiendo en la calle no es nueva pero este año a raíz de la pandemia la situación se ha agravado. Había días en los que había más de 200 pasando la noche en la calle. No se abrió un pabellón en la Fira de Lleida hasta el 1 de junio, cuando hacía ya semanas que decenas de ellos deambulaban por la ciudad sin un sitio en el que poder dormir. Otros se han hacinado en pisos insalubres del centro histórico de Lleida. La incompetencia también se comprueba en la dejadez de esta parte de la ciudad donde, a falta de intervenciones urbanísticas valientes, desde hace también años se ha dado por hecho que el barrio antiguo solo puede ser ya un gueto al que es mejor no acercase. 

Si Gobierno central, Generalitat, ayuntamientos y empresarios no asumen de una vez que no hay personas invisibles, que hay que adecuar la oferta y la demanda en las contrataciones, que deben reforzar las inspecciones laborales para evitar las ilegalidades (o a día de hoy algo tan elemental como que los trabajadores dispongan de mascarillas), y que los alojamientos, individuales o colectivos, deben ser dignos, las calles de la comarca del Segrià volverán a llenarse el año que viene de personas que lo único que piden es poder trabajar con dignidad. 

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