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La cuarta crisis de la prensa escrita

Josep Carles Rius

La crisis que sufre la prensa escrita en España es trascendente en la medida que afecta directamente al ejercicio libre e independiente del periodismo y, en consecuencia, a la calidad democrática del país. El impacto de Internet, la temeraria apuesta por grandes grupos multimedia y la Gran Recesión son las tres crisis culpables y confesas. Pero existe una cuarta crisis que, posiblemente, fue la primera en llegar. Una crisis sin la que resulta imposible entender por qué determinados personajes dirigieron grandes periódicos de este país. Y cuáles fueron las circunstancias que llevaron a su relevo.

De alguna forma podemos hablar de una ‘crisis ética’, entendida como deontología colectiva y no como moral individual. La ética que establece un conjunto de requisitos razonables y racionales en favor del bien común, a partir de los valores y códigos sociales en una democracia. La ética que, en definitiva, tiene el objetivo práctico de establecer si una actitud es socialmente responsable. En este sentido, la inmensa mayoría de la prensa occidental jugó un ‘papel ético’ clave en la consolidación de los valores democráticos y en el progreso social tanto en Europa como en Estados Unidos. Un papel que ahora, en muchos casos, la prensa está desempeñando en los países emergentes.

Los ciudadanos percibieron esta misma ‘aportación ética’ de los periódicos españoles durante la Transición. Pero este ‘vínculo positivo’ ha entrado en crisis. Una crisis de confianza y de credibilidad que está en el origen de los males de la prensa escrita. Durante el siglo XX una parte de la prensa escrita consiguió un binomio virtuoso. Fue un negocio muy rentable y, a la vez, prestó un servicio público a la comunidad. La prensa encarnaba esta dualidad, la suma de una gran influencia social y a la vez una notable vocación de participar en el bien común. Era la prueba de que la rentabilidad económica y la social eran compatibles. Pero el binomio virtuoso ha sido sustituido por la lucha de grandes grupos mediáticos por unos recursos cada vez más escasos. Grupos que, en apariencia, tienen una gran influencia, pero son extremadamente frágiles y vulnerables ante los poderes políticos y económicos.

En este marco los periodistas perdieron el poder, pero la derrota de los editores no fue menos cruenta. Perdieron el control de sus propias empresas, atrapados por la debilidad financiera y por un modelo económico que se hundía ante sus ojos. Atrapados por sus propias cúpulas directivas; por los poderes políticos que usan las subvenciones y la publicidad institucional como armas de control, por los poderes financieros que cubren sus inmensas deudas. Pero los periodistas como profesión no somos ajenos al descalabro. Esta degradación ha sido posible porque muchos periodistas interiorizaron que eran ‘soldados’ de un grupo mediático y no profesionales libres con una función básica en democracia, la de ser garantes del derecho a la información. La poca conciencia de la ‘función social’ del periodismo ha agravado la crisis. La precariedad laboral y el miedo al despido han hecho el resto.

Y esta ha sido una derrota colectiva. Médicos, maestros, jueces… han sabido defender su función social. Los periodistas, no. Muchos se creyeron empresa o defensores de causas políticas. Y olvidaron que eran garantes de un ‘bien público’, como la sanidad, la educación o la justicia. Los periodistas en su conjunto fuimos incapaces de plantear reivindicaciones colectivas y salimos derrotados sin ni siquiera plantar batalla. En la prensa escrita quedan los combates individuales. El compromiso y el coraje de muchos periodistas que ejercen su labor a contracorriente. Y en muchos casos, está entre líneas. Y tal como ocurría en otras épocas, es necesario descubrir a periodistas que han logrado crearse sus propios espacios de libertad en las páginas de los diarios.

Lo verdaderamente esencial de lo que está ocurriendo no es la pervivencia del papel como soporte informativo, sino de las redacciones tal como las habíamos entendido durante las últimas décadas. Es decir, como un punto de encuentro de periodistas con diversas trayectorias profesionales y de diferentes generaciones. Donde se ejerce el debate intelectual y el maestrazgo de la experiencia. Un espacio de libertad que propicia el marco para ejercer un periodismo crítico, independiente, honesto y obsesionado por la veracidad. Un periodismo que sabe que su papel es el de ejercer de contrapoder al servicio de los ciudadanos.

Muchas redacciones, diezmadas y atemorizadas por la crisis, se han convertido en pequeñas dictaduras, no sólo al servicio de las empresas editoras, sino, en muchos casos, de cúpulas directivas que responden sólo a sus propios intereses. Cúpulas que tienen el poder (formadas por ejecutivos y también por periodistas que renunciaron a los valores de la profesión) pero se ven desbordadas por la magnitud de los desafíos a los que se enfrenta la prensa escrita y toman decisiones que tienen una víctima muy concreta: la credibilidad.

Los diarios son un extraordinario soporte para el conocimiento, para la reflexión, para formarse opiniones, para el periodismo en profundidad, para intervenir en la vida pública, para plantar cara al poder… Y tienen futuro. Pero, antes, tendrán que hacer su propia regeneración ética y democrática, la que reclaman a la clase política y que nadie pide para las empresas de comunicación y para aquellos periodistas que han liderado el desastre, la pérdida de la credibilidad y la confianza de los lectores.

Los periódicos, para sobrevivir, tendrán que devolver la libertad a sus redacciones y renovar su compromiso ético de servicio a la sociedad. Deberán superar una época que hizo posible que determinados personajes dirigieran grandes periódicos de este país. Que hizo posible, también, las penosas circunstancias de su relevo.

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