Catalunya Opinión y blogs

Sobre este blog

Els carrers reials

La remoción del busto de Juan Carlos I que presidía el Salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona ha sido muy útil para polemizar en una estación escasa de noticias. Sin embargo, lo más interesante de la cuestión es la idea de analizar el nomenclátor monárquico de la ciudad para efectuar una operación republicana. Y no, no lo escribo con ningún tipo de ironía, a la Historia me remito: en 1931 el nuevo Régimen, como hacen casi todos, modificó los nombres de las calles alusivas a los Borbones y les confirió otros nombres. Al cabo de ocho años los vencedores de la Guerra Civil repitieron el cambio de placas y añadieron más nombres coronados sin olvidarse de eliminar cualquier recuerdo catalanista u obrero mediante la destrucción de edificios, El Palau de Belles Arts donde se fundó la CNT, liquidación de monumentos, el monumento al Doctor Robert de la plaça Universitat que hoy contemplamos en la plaça Tetuán, o recortes nominales para cancelar colores desagradables como fue el caso del pobre Molino Rojo, sí, El Molino.

Está claro que cada cambio de tercio intenta barrer para casa. En un artículo de hace algunos meses abogaba por un nuevo turismo para el ciudadano que se fijara en todos los sucesos históricos acaecidos en Barcelona sin privilegiar ninguno como sucede desde que estalló la fiebre soberanista. Mis palabras de entonces sirven también para el nomenclátor, que al ser política pura y dura es muy difícil de controlar, pero si se equilibra significa una victoria conjunta desde la expresión de todos los matices que concentra la capital catalana.

Por eso me parece algo absurdo liquidar todos los nombres monárquicos. Al fin y al cabo si lo hiciéramos deberíamos diseccionar muchas plazas y calles con títulos nobiliarios en su nombres y rozaríamos el ridículo, sobre todo si se considera que en algunos de los jardines de las manzanas del Eixample se ha optado por nombres femeninos para equilibrar el predominante machismo de las placas, y este intento de paridad se ha generado con muchas princesas, duquesas y mujeres relacionadas con Monarquías.

Pero si, lo sé, aquí hablamos de Los Borbones. El passeig Joan de Borbó cambiará su nombre por el passeig Nacional y esta medida fue aprobada por el anterior pleno en 2013. Lo mismo debería hacerse en Gracia con la plaça de la Vila de Gràcia. Los del barrio seguimos llamándola Rius i Taulet por mucho que el nuevo nombre se aprobara hará cosa de cinco años en un extraño referéndum.

Sigamos con más calles reales. La actual plaça de Joan Carles I sí merecería recuperar sus antiguos alias en homenaje a la Barcelona popular, y no importa si se elige el clásico Cinc d’oros, por los cinco círculos que debía tener la plaza según su concepción inicial, o el Llapis por el obelisco que en 1940 los franquistas coronaron con un águila imperial que los barceloneses denominaban el loro hasta que las autoridades, cansadas de tanta burla, decidieron retirarla. Por una vez la risa venció al fascismo. El cambio sería un guiño a la capacidad de la ciudadanía para bautizar sus calles, como ya sucedió con el Paralelo, cuyo verdadero nombre fue durante décadas Avenida del Marqués de Duero.

Muchos de las calles monárquicas del nomenclátor recibieron su nombre el siete de marzo de 1939, un mes después de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. El carrer Princesa era el de Pablo Iglesias. Cambiarlo no es posible porque el fundador del PSOE tiene su calle en Nou Barris, pero tendría su gracia si pensamos en el líder de Podemos, pero si nos ponemos serios creo que deshacerse de la Princesa sería grotesco porque la calle es emblemática y la mayoría de ciudadanos la conocen bien y el canje sólo generaría un lío inmenso. No pasa lo mismo con otras calles decorativas, muchas de ellas en la zona alta, parcela de poder de los vencedores tras la caída de la República. Podríamos cargarnos sin muchos problemas el carrer de la Reina Victòria, mujer de Alfonso XIII, la calle de la Infanta Isabel, hija de Isabel II, el carrer de Maria Victoria, mujer de Amadeo de Savoia y si me apuran la de la Reina Cristina, dedicada a la mujer de Fernando VII y presente con ese nombre desde el 19 de agosto de 1947, al igual que la calle de Reina Amàlia, otra que no mutaría porque ya se existía en el siglo XIX y dio nombre a la prisión que ocupaba el actual espacio de la plaça Folch i Torres i que anteriormente albergó el convento de Sant Vicent de Paul. En esa misma cárcel estaba el pati de Corders, donde se ejecutaba a los condenados a muerte. Como mucho podríamos arriesgar y rebautizarla como carrer del Llantiol por el popular teatro que es la referencia ciudadana en esa zona. El último de esta lista antes de centrarnos en algunos casos muy particulares es la avinguda María Cristina, que hasta tiene estación de metro y muchos asocian con el Barça.

Quedan dos más. El primero es el de la avinguda d’Isabel II, prescindible que el passeig Colom ocupara todo ese tramo. La calle que si podría excluirse sería la de Alfonso XII. Se llamó así durante la Restauración y durante la República pasó a ser la calle de Bélgica. En ella vivió y murió Joan Maragall, una figura que no me canso de reivindicar en estos tiempos que corren por su equidistancia y sentido crítico. El abuelo del alcalde y president fue un ejemplo. Cuando correspondía atacó a España con su Oda de 1898 o durante los años de Solidaritat Catalana con su célebre No és un montón señor Maura, és un alçament, és la terra que s’aixeca. Al año siguiente escribió su poema Viva España y en 1909 corroboró su objetividad subjetiva con su artículo La ciutat del perdó que fue censurado por Prat de la Riba, a quien no debió gustarle el grito racional del intelectual para reconciliar las sempiternas dos Barcelonas tras los hechos de la Semana Trágica.

En la casa donde murió una placa lo recuerda, y unos metros más allá, en la plaça Molina, un busto muestra el rostro de un hombre providencial y siempre necesario. Josep Pla lo homenajeó con un estupendo ensayo y ahora nosotros podríamos hacerlo dándole el nombre de la calle donde escribió sus textos y convivió con su numerosísima familia. Sería un acto de justicia en la apuesta por una sociedad equilibrada capaz de generar voces admonitorias con unos y con otros. Joan Maragall, que tiene un larguísimo paseo en la frontera de muchos distritos y barrios, merece este honor para hermanar el pasado con el presente y permitir que este mire hacia el futuro.

La remoción del busto de Juan Carlos I que presidía el Salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona ha sido muy útil para polemizar en una estación escasa de noticias. Sin embargo, lo más interesante de la cuestión es la idea de analizar el nomenclátor monárquico de la ciudad para efectuar una operación republicana. Y no, no lo escribo con ningún tipo de ironía, a la Historia me remito: en 1931 el nuevo Régimen, como hacen casi todos, modificó los nombres de las calles alusivas a los Borbones y les confirió otros nombres. Al cabo de ocho años los vencedores de la Guerra Civil repitieron el cambio de placas y añadieron más nombres coronados sin olvidarse de eliminar cualquier recuerdo catalanista u obrero mediante la destrucción de edificios, El Palau de Belles Arts donde se fundó la CNT, liquidación de monumentos, el monumento al Doctor Robert de la plaça Universitat que hoy contemplamos en la plaça Tetuán, o recortes nominales para cancelar colores desagradables como fue el caso del pobre Molino Rojo, sí, El Molino.

Está claro que cada cambio de tercio intenta barrer para casa. En un artículo de hace algunos meses abogaba por un nuevo turismo para el ciudadano que se fijara en todos los sucesos históricos acaecidos en Barcelona sin privilegiar ninguno como sucede desde que estalló la fiebre soberanista. Mis palabras de entonces sirven también para el nomenclátor, que al ser política pura y dura es muy difícil de controlar, pero si se equilibra significa una victoria conjunta desde la expresión de todos los matices que concentra la capital catalana.