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Ilegalidad y deslealtad

Marcha a favor de la Unión Europea en Berlín. Foto: Parlamento Europeo

Diana Asín

Es un hecho que la Unión Europea lleva años enfrentándose a la deslealtad de algunos de sus estados miembro, sin disponer apenas de un mínimo margen de maniobra para evitarlo, lo que es consecuencia tanto de la escasa normativa al respecto como de su excesiva benevolencia a la hora de imponer firmeza entre sus socios.

De nada han servido las continuas advertencias de la Comisión a lo largo de los últimos años a Hungría, Polonia y República Checa, entre otros, ya que han sido sistemáticamente desoídas, evidenciando un claro cuestionamiento de su autoridad.

El famoso mecanismo de coacción comunitaria del artículo 7 del Tratado de la Unión Europea, que nunca hasta ahora había tenido que ser utilizado, se ha convertido en la única salida de una situación que se encontraba estancada desde hace meses.

Este artículo establece que los estados podrán decidir cuándo uno de sus miembros comete una violación grave de los valores constitutivos de la UE, procediendo, en su caso, y siempre que se adopte la decisión por mayoría cualificada del Consejo, a la suspensión de algunos de sus derechos comunitarios.

Pura ambigüedad que condena a Bruselas a requerir de la unanimidad de todos los países miembro, además de tener que concretar el alcance y consecuencias de un modelo de castigo completamente indefinido, cuya mera activación entraña ya de por sí una enorme complejidad.

En el caso de Polonia, la UE ha llegado al límite de su paciencia tras varios años soportando humillaciones de todo tipo; la última, la adopción de una modificación por la que prácticamente se prohíbe el aborto en el país.

Además, se ha aprobado una ley por la que se considerará delito cualquier afirmación sobre la participación de Polonia con el régimen nazi. Consideraciones históricas a parte, la nueva norma es un disparo en la frente a la libertad de expresión en un país que ha llegado a prohibir por homofobia hasta las retransmisiones televisivas de los teletubbies.

Este alejamiento de los principios más básicos del Estado de Derecho se ha manifestado también en decisiones como las reformas en el Tribunal Constitucional, el Consejo Nacional del Poder Judicial y los tribunales ordinarios, las restricciones a la libertad de prensa o los recortes generalizados de los derechos de las mujeres.

Pero los reiterados desplantes a la hora de cumplir con las cuotas de solicitantes de asilo han sido quizá la disputa más grave con Bruselas durante los últimos meses.

En el caso de Hungría, Orban siempre ha mantenido una actitud extremadamente beligerante con Europa y sus instituciones, manifestando una y otra vez que no cumpliría con el acuerdo de ninguna de las maneras. Recordemos, sin ir más lejos, el fallido referéndum organizado en 2016 con la intención de echar un pulso a Bruselas.

La República Checa por su parte, también se ha mostrado muy beligerante en los últimos tiempos, a pesar de haber mantenido un perfil más bajo que sus socios de cruzada. Además del rechazo absoluto a aplicar las cuotas de reparto, el país se negó a cumplir con las órdenes comunitarias de recuperar las toneladas de residuos trasladadas ilegalmente a Katowice. 

Prueba de este distanciamiento es que su recién elegido presidente, Andrej Babis, se ha presentado al mundo como un convencido anti-europeísta, lo que complica la posibilidad de restaurar unas relaciones fluidas con las instituciones comunitarias.

Desde un punto de vista estrictamente legal, resulta incomprensible que la UE no haya sido más contundente en su respuesta ante tan graves incumplimientos. El socavamiento al Estado de Derecho es una línea roja que no puede sobrepasarse nunca por un estado miembro, o de lo contrario el modelo comunitario queda despojado de su sentido.

Sin embargo, Bruselas se ha encontrado atada de pies y manos, resultado de su escasa autoridad práctica para imponer decisiones y límites a sus miembros. Y es que, más allá de las pertinentes advertencias y de la activación del artículo 7 del Tratado de la Unión Europea, poco más puede hacer a nivel legal. Quizá por esa razón la Comisión ha tratado de evitar durante meses quemar su último cartucho, ese que evidencia precisamente la debilidad para imponer una solución más firme.

Tengamos en cuenta, por un lado, que se necesita unanimidad de los socios para privar a un estado miembro de alguno de sus derechos comunitarios y sería previsible que varios estados votaran en contra. Por otro lado, no se puede despreciar el coste político que supone mostrar que Bruselas no tiene autoridad ninguna sobre los estados.

Ante este desolador panorama, lo cierto es que la UE debería haber actuado antes, ya que no sólo está en juego la defensa de su autoridad, sino también la protección del interés de los ciudadanos europeos y la garantía del sistema democrático.

Nunca deberíamos haber llegado a este punto, pero quizá gracias a él podamos obtener importantes lecciones para el futuro. La UE no solo debe dar un toque de atención severo a sus socios cuando incumplen sus obligaciones económicas. También ha de estar muy pendiente de sus obligaciones democráticas y del estricto cumplimiento de la normativa comunitaria.

No puede permitirse que los estados que componen el proyecto europeo convivan con la ilegalidad, y no respeten los principios más básicos de separación de poderes, la garantía de los derechos y libertares de sus ciudadanos y el cumplimiento del estado de derecho.

Los desafíos constantes de Hungría, Polonia o República Checa constituyen una flagrante violación del modelo democrático que no se debe permitir y contra la que hace falta tomar medidas de mayor calado. Nos jugamos la credibilidad, la honestidad y la supervivencia del modelo a largo plazo.

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