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CV Opinión cintillo

Emergencia democrática

Ana García Alcolea

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Las pasadas elecciones autonómicas y locales del 28 de mayo han supuesto un durísimo varapalo para la izquierda política en prácticamente la totalidad del Estado español. Un vuelco electoral en toda regla difícil de prever y complicado de asimilar.

La precipitada convocatoria de elecciones generales ha postergado cualquier análisis sosegado de las razones que pueden explicar la debacle electoral de las opciones de progreso. La argumentación más extendida viene a achacar que el debate local y autonómico ha quedado un tanto desdibujado. El propio adelanto de los comicios ha venido a validar la idea generalizada de que los asuntos de Estado han difuminado las cuestiones de ámbito autonómico y municipal. El mismo presidente parece justificar sus cuentas electorales en la idea de aceptar el fracaso electoral como un órdago, como si el 28 de mayo se hubiera tratado de un plebiscito a las políticas de su Gobierno en general, y a su figura en particular. Sea cual fuere en última instancia las verdaderas razones del inesperado adelanto de las generales, podría explicarse en el intento de amortiguar los efectos de un desgaste que de aquí a diciembre solo podía ir en aumento. La diferencia en número de votos, el grado de personas indecisas y el efecto Sumar pueden ser variables que a corto plazo pudieran derivar alguna sorpresa. En el peor de los casos, en clave partidista, este adelanto podría ser una estrategia para minimizar aritméticamente los efectos del desastre.

Aun dando por buena la idea de que las elecciones autonómicas y municipales pudieran haber sido condicionadas por la política nacional, lo cierto es que como explicación tampoco parece dar respuesta a la paradoja que supone que los partidos que han gestionado con acierto las administraciones durante la crisis, hayan sido castigados duramente en las urnas. Jamás se han encadenado en tan corto espacio de tiempo dos crisis tan potentes como la sanitaria y la ocasionada por el tsunami inflacionista, desencadenada por el aumento de costes de materias primas, la interrupción de la cadena de suministros y la guerra de Ucrania. Y jamás las políticas públicas implementadas para combatirlas han sido más eficaces. El cuantioso paquete de ayudas en fondos europeos ha posibilitado cambiar el paradigma de las políticas anticíclicas de la UE. Medidas expansivas que han permitido, entre otros logros, cambiar ERE por ERTE, salvando más de tres millones de empleos y a miles de empresas; equilibrar la negociación en las relaciones laborales; sustituir la temporalidad por la estabilidad en el empleo; actualizar un SMI de miseria a términos acorde a las recomendaciones de la Carta Social Europea; o contener el empobrecimiento y la desprotección a corto y largo plazo de nuestras pensiones a través de la revalorización y el fortalecimiento de nuestro sistema público.

¿Cómo explicar lo ocurrido? ¿Qué ha hecho que las políticas públicas implementadas en las distintas administraciones no se hayan puesto en valor por la mayoría social de este país en las urnas?

No es una respuesta sencilla, al menos a mí se me escapa. Incluso ante una gestión más que aceptable de una situación más que compleja, pese a la realidad innegable de haber salido del cúmulo de desastres con el mayor número de personas afiliadas a la Seguridad Social de la serie histórica, se impone la penalización de la acción de gobierno ante una coyuntura económica adversa, aunque tenga un origen tan evidentemente exógeno. La consolidación de la irrupción de la extrema derecha en el tablero político parece indicarnos que el habitual manual de recetas de la derecha, el de la ortodoxia liberal en materia económica, ya se sabe, reducción de impuestos, adelgazamiento del sector público, retroceso en los niveles de protección social o privatizaciones, ha sido aderezado por ideas mucho más primarias que han ocupado la centralidad en el relato. Misivas que apelan en primera y casi última instancia a la defensa de las señas de identidad patrias como todo programa político. Este fenómeno, el de la extensión de los idearios desacomplejados de la derecha totalitaria, ha colonizado en buena medida los espacios políticos de la derecha moderada. Su capacidad de penetración nos debe hacer saltar las alarmas, porque si antes permanecía acotado en ámbitos más marginales, ahora hasta buena parte de quienes constituyen sus víctimas propicias, aquellas personas que peor lo pasan, se han visto seducidas por este discurso. Unos mensajes de apariencia primaria, asentados en bulos y simplezas, que apelan a dar la batalla ideológica y cultural contra los consensos en los que se ha cimentado nuestra convivencia y, por definición, nuestra democracia.

La radicalización de la derecha ha convertido estas elecciones prácticamente en una enmienda a la totalidad de los avances sociales que han caracterizado el último lustro. Justo ahora que con la ayuda de los fondos europeos y con una normativa laboral más acorde para crear empleo decente encarábamos retos de futuro, como la digitalización, la reindustrialización, el refuerzo de los servicios públicos, el desarrollo de las políticas de cuidados o la transición verde. La enorme permeabilidad de los discursos totalitarios es una amenaza de carácter global que ya está deteriorando los valores de muchos estados de este y otros continentes con trayectorias democráticas tan o más consolidadas que la nuestra. Se cierne una amenaza contra la propia convivencia ante la que corresponde activar mecanismos de respuesta. Por ello, como hicimos en las pasadas elecciones, desde CCOO PV llamamos a la participación de la mayoría social el próximo 23J y al respaldo de las opciones políticas de progreso. Tal y como parece dibujarse la correlación de fuerzas, la movilización de las personas trabajadoras ya es mucho más que una cuestión de defensa de los intereses de clase, es una emergencia democrática, una cuestión de supervivencia.

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