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¿Horizonte republicano o implosión del horizonte monárquico?

El rey emérito Juan Carlos I. EFE/JuanJo Martín/Archivo

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En declaración a InfolibreE (7/08/2020) la ministra Irene Montero afirma de manera rotunda que España se encuentra ante un “horizonte republicano clarísimo”. 

Mi impresión no es esa. Añadiría que ojalá nos encontráramos ante un tal horizonte, ya que ello indicaría que hay una alternativa republicana sólidamente construida y con un apoyo social mayoritario. No se darían todavía las condiciones para que esa alternativa pudiera traducirse en un cambio constitucional, pero la sociedad española contaría con una suerte de diseño de ese posible cambio. No es así.

Estamos asistiendo a otra cosa: al desmoronamiento lento pero implacable del sistema político cuya construcción dirigió la monarquía restaurada por el general Franco tras la muerte de este último. Las señales de este desmoronamiento cada vez son más numerosas y visibles. Pero dicho desmoronamiento no va acompañado de la prefiguración de una alternativa republicana. No todavía.

El rey Juan Carlos I, una vez que sucedió al general Franco en la Jefatura del Estado, hizo uso de los poderes exorbitantes de los que dicha Jefatura del Estado disponía para poner en marcha un proceso de transición de las Leyes Fundamentales del Régimen a la Constitución de 1978.

Solamente él, con los poderes que las Leyes Fundamentales le reconocían, podía poner en marcha dicho proceso. Mantuvo a Arias Navarro como presidente del Gobierno tras la muerte del general Franco, obviando de esta manera tener que esperar la propuesta en terna por parte del Consejo del Reino que las Leyes Fundamentales exigían. Con esta decisión de que su primer presidente de Gobierno fuera el último del general Franco, evitó que se abriera un debate sobre el “después de Franco ¿qué?”, del que todo el mundo estaba pendiente. De momento, nada. Había que ganar tiempo para diseñar la hoja de ruta.

Destituyó a Arias Navarro de forma anómala unos meses después a través de unas declaraciones a la revista News Week, en las que calificó la trayectoria del Gobierno de Arias Navarro como un “desastre sin paliativos”. No hubo un acto formal de destitución del presidente del Gobierno, sino una desautorización pública a través de una revista norteamericana, que generó inicialmente un desconcierto en España, pero que terminó de la única manera que podía terminar: con la dimisión de Arias Navarro. 

También fue anómala la designación de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. En la terna que le remitió el Consejo del Reino, Adolfo Suárez ocupaba el tercer lugar, tras Federico Silva y López Bravo y, sin embargo, el rey alteró el orden y designó a Adolfo Suárez.

En ese momento, empieza a urdirse la trama político-constitucional de lo que hemos acabado denominando Transición a la Democracia, que acabaría expresándose normativamente en la Constitución de 1978.

El tándem constituido por el rey Juan Carlos I y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez es el que dirige la operación. Se trata de transformar lo que ha sido una restauración de la monarquía en una transición a la democracia. No estamos ante la segunda restauración de la monarquía borbónica, sino ante la primera instauración de una monarquía democrática, aunque en la persona de una miembro de la dinastía histórica. Ese es el mensaje que se trasmitió. Con éxito indudable, hay que añadir.

La monarquía es el punto a de partida y el punto de llegada de la operación. La democracia es el instrumento para conseguirlo. La garantía de la permanencia de la Restauración es el objetivo. La democracia que se acabe constitucionalizando será el instrumento para conseguirlo. Entre el principio de legitimidad monárquico y el principio de legitimidad democrático hay una relación instrumental. Sin alguna forma de reconocimiento del principio de legitimidad democrática, no es posible la supervivencia de la Restauración, pero la forma de reconocimiento de dicho principio tiene que hacerse de tal manera que no se ponga en cuestión la monarquía restaurada.

En esto consistió la operación que se ejecutó a través del “singular” proceso constituyente que acabó en la Constitución de 1978. Y digo “singular”, porque no hubo convocatoria alguna de Cortes Constituyentes, sino convocatoria de unas elecciones ordinarias de acuerdo con lo previsto en la última de las Leyes Fundamentales, la Ley para la Reforma Política. Sería el resultado de dichas elecciones celebradas el 15 de junio de 1977, el que convertiría a dichas Cortes en constituyentes.    

La Ley para la Reforma Política fue (continúa siendo) la clave de toda la operación. La reacción constitucional que se produce en España tras la muerte del general Franco se inspira en la reacción constitucional que se produjo en 1833 tras la muerte de Fernando VII.

En la década de los años 30 del siglo XIX, tras la sustitución en Francia de la monarquía restaurada en 1814 por la monarquía liberal en 1830, tras la aprobación de la Constitución belga de 1831, tras la reforma electoral inglesa de 1832...no cabía la menor duda de que la monarquía absoluta, el trono y el altar, no podía ser una forma política aceptable en Europa. La monarquía tenía que pasar a ser una monarquía constitucional. 

La transición hacia la monarquía constitucional se orquestará a través del “Estatuto Real” de 1834. Una norma que apenas tuvo vigencia, pero que fue la que definió el “perímetro” dentro del cual podría moverse la monarquía constitucional. El principio monárquico expresado en el Estatuto Real es el límite para la monarquía constitucional. 

Dicho principio monárquico sería desbordado en 1836 con la restauración de la Constitución de 1812 y la reforma (sustitución, mejor dicho) de la misma mediante la Constitución de 1837, que recupera el principio de soberanía nacional, pero se reafirmará con la Constitución “moderada” de 1845, con la que se inicia la construcción jurídica de la arquitectura constitucional de la monarquía española.

Sería nuevamente desbordado con mayor intensidad en 1868/69, pero sería recuperado con la Constitución de 1876 mediante la que se produce la Restauración de la monarquía en la dinastía borbónica. 

La monarquía española, que así es como definían las constituciones a la monarquía, no fue nunca capaz de superar el “perímetro” establecido en el Estatuto Real y transitar hacia una monarquía “parlamentaria”. Cuando se intentó hacerlo en 1923, Alfonso XIII optó por la dictadura de Primo de Rivera. 

La Ley para la Reforma Política es el Estatuto Real del siglo XX. Cuando muere el general Franco, España es el último país de Europa occidental que no está constituido democráticamente. Tras la recuperación de la democracia en Grecia y, sobre todo, tras la “Revolución de los claveles” en Portugal, era inimaginable que España no se constituyera democráticamente. La democracia en los años setenta del siglo XX era el equivalente de la monarquía constitucional en los años treinta del siglo XIX. No hay alternativa a la democracia.

De esto era plenamente consciente tanto el rey Juan Carlos I, como la élite política del régimen del general Franco. Puesto que la democracia es inevitable, hay que organizar la “transición”, delimitando el “perímetro” dentro de la cual el Estado democrático tendrá que desenvolverse.    

Esto es lo que hizo la Ley para la Reforma Política. En ella se fija la composición del órgano que tendrá que aprobar la futura constitución, integrado por un Congreso de los Diputados y un Senado, cuyos miembros serán elegidos en circunscripciones provinciales en ambos casos. Mediante un decreto-ley aprobado por el Gobierno presidido por Adolfo Suárez se definiría el sistema electoral, en el que se impondría una “desviación calculada” del principio de igualdad para la elección de los diputados y una negación pura y simple del mismo para la elección de los senadores. La finalidad de toda la operación era fomentar un bipartidismo dinástico con tendencia a escorarse a la derecha. 

La operación se saldó con éxito. En las Cortes elegidas el 15 de junio, aunque el porcentaje de votos de los partidos de izquierda fue superior al de los partidos de derecha, estos últimos tuvieron mayoría absoluta de escaños en el Congreso de los Diputados, que era la mayoría exigida para aprobar la Constitución en la Ley para la Reforma Política. El debate constituyente se hizo con esa premisa. En último extremo, UCD y AP podían imponer su voluntad a todos los demás, aunque estos últimos, contando a lo nacionalistas, fueran muchos más.

En estas circunstancias, no puede extrañar que la Constitución que se acabara aprobando reprodujera los elementos esenciales de la Ley para la Reforma Política completada por el Real Decreto-ley de normas electorales. La monarquía, la composición del Congreso de los Diputados y el Senado y el sistema electoral de la Constitución de 1978 son los de la Ley para La Reforma Política y el Real Decreto-ley de normas electorales. Formalmente, todos esos elementos los han aprobado las Cortes Constituyentes de 1977/78. Materialmente las Cortes los hicieron suyos, tal como estaban en la Ley para la Reforma Política, prácticamente sin debate de ningún tipo a lo largo del iter constituyente. 

Las Cortes Constituyentes se limitaron a añadir una suerte de cláusula de intangibilidad de la monarquía en el artículo 168, diseñando un procedimiento de “revisión” de la Constitución imposible de recorrer en la práctica.

Habrá democracia, pero con una monarquía “intangible” y con unas Cortes Generales “devaluadas”. Este es el “perímetro” que se definió por el tándem constituido por el rey Juan Carlos I y el presidente Adolfo Suárez para transitar de las Leyes Fundamentales a la Constitución. 

El “perímetro” sigue estando operativo, aunque con muchas fallas. La sociedad española de este siglo XXI no puede hacer una síntesis política de sí misma para poder dirigirse democráticamente dentro del marco que se estableció en 1978. Desde hace cinco años con seguridad, aunque en mi opinión, desde algunos más, resulta obvio que necesitamos una reforma constitucional, pero que resulta imposible hacerla. 

El sistema político español construido en 1978 puede ser descrito como una enorme vasija en la que la Corona ocupa el lugar del tapón que la cierra. La vasija se ha ido cuarteando con el transcurso de los años, pero el tapón hace que no se desmorone por completo. Al mismo tiempo, dicho tapón es lo que impide hacer reformas. 

El tapón está a punto de saltar. Pero no porque haya un horizonte republicano que esté presionando en esa dirección, sino por la incapacidad de la democracia española de 2020 de escapar de los límites que se impusieron en 1978. Como le pasó a la monarquía constitucional de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX con los límites que se le impusieron en 1834. Más que ante un horizonte republicano es ante una implosión del horizonte monárquico ante lo que nos encontramos.

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