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Vamos tarde y jugando con fuego

Un hombre se somete a las pruebas PCR dentro del Plan COVID-19 de la Comunidad de Madrid. EFE/Mariscal/Archivo

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Desde cualquier punto de vista con el que se mire la evolución de la emergencia asociada a la propagación de la COVID-19, está claro que España como país está fracasando. Y no tenemos excusa. Todavía en el mes de marzo, con el conocimiento que se tenía del virus no solamente en España, sino prácticamente en todo el mundo y con los recortes en nuestro sistema sanitario y de protección social como consecuencia de la política de austeridad continuada durante casi una década, se podía entender que se produjera la propagación descontrolada que se produjo. Pero que, después de la declaración del estado de alarma y de que de la aplicación de las medidas adoptadas durante el mismo se redujera el nivel de contagios de la forma en que se produjo, plenamente equiparable al de los países europeos que mejor estaban haciendo frente a la pandemia, hayamos asistido a una explosión descontrolada a continuación, no resulta comprensible.

En marzo es comprensible que no se tuviera seguridad en lo que había que hacer y que se tardara unas semanas en reaccionar con el coste inmenso que cada día de retraso comporta, pero a partir de marzo ya no existía la menor duda de cómo había que combatir el virus para aplanar la curva primero, confinamiento, y para impedir que se volviera a disparar después, pruebas para detectar los nuevos casos y equipos de rastreadores que siguieran la pista a los contagiados para evitar que pudieran propagarlo.

Todo esto se sabía. Se sabía que en cuanto se pusiera fin al confinamiento y se reiniciara la vida en sociedad se detectarían nuevos casos y se sabía que, de no reaccionar con celeridad, nos podríamos encontrar ante una situación tendente a la que habíamos vivido en marzo, abril y mayo. Se ha dispuesto, por tanto, de tiempo para diseñar una planificación de las pruebas a realizar y para preparar a los equipos de rastreadores que tuvieran que hacer el seguimiento de los contagiados.

También se sabía que en nuestra fórmula de gobierno la gestión de la sanidad y de la protección social es competencia “exclusiva” de las comunidades autónomas. La transferencia de la sanidad y de la educación a las comunidades autónomas que habían accedido a la autonomía por la vía del artículo 143 de la Constitución mediante los Segundos Pactos Autonómicos de 1992, con Felipe González de presidente del Gobierno y José María Aznar como presidente del PP, se presentó como la culminación de la estructura descentralizada del Estado, posibilitada pero no definida por la Constitución. La transferencia generalizada de la sanidad y la educación suponía en cierta medida el “cierre” del Estado Autonómico. Esa ha sido, al menos, la interpretación del PP desde entonces. De ahí su oposición a las reformas de los estatutos de autonomía de País Vasco en 2003-2004 y de Catalunya en 2006. El Estado de las Autonomías está cerrado. Cualquier reforma exige reforma de la Constitución.

No debía existir la menor duda de que, una vez puesto fin al estado de alarma por exigencia en buena medida de las comunidades autónomas, serían ellas las que tendrían que haber definido la fórmula a través de la cual se iba a hacer frente a los brotes que pudieran surgir. Las comunidades autónomas no habían dejado de tener la competencia exclusiva sobre hospitales y residencias de mayores ni siquiera durante el estado de alarma, si bien el Ministerio de Sanidad podía ejercer una vigilancia sobre ellas y tomar decisiones cuyo cumplimiento se imponía a todas.

Pero una vez finalizado el estado de alarma, las comunidades autónomas volvían a ejercer la competencia como lo hacían antes de la declaración del mismo. De manera total y excluyente. Este era el momento en que se iba a poner de manifiesto si la estructura del Estado construida con base en la Constitución de 1978 aguantaría la embestida del virus o no la aguantaría. O la aguantaría de mala manera.

Y esto último es lo que está ocurriendo. La estructura del Estado no se ha desmoronado por completo, pero las grietas que se han abierto son enormes. La transición del Estado unitario y centralista al Estado políticamente descentralizado, que fue la operación “materialmente constituyente” de 1978 y que ha sido presentada durante decenios como el gran éxito de la democracia española constitucionalizada en 1978, está poniendo de manifiesto a la hora de la verdad, es decir, cuando hay que hacer frente a una gran crisis, unos defectos de diseño que pueden acabar destruyéndola.

El retorno a la escuela y a los institutos de niños y adolescentes, que también es materia de competencia exclusiva de las comunidades autónomas, es el próximo reto al que van a tener que enfrentarse. Tampoco aquí se puede decir que les coge por sorpresa. Por lo que se va sabiendo, las cosas no pintan bien.

Es obvio que ahora mismo no se pueden hacer grandes reformas, pero no debe serlo menos que de esta experiencia deberíamos extraer enseñanzas que nos permitieran evitar que nos vuelva a pasar lo mismo. Ya vamos tarde y estamos jugando con fuego.

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