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El vía crucis de las inmatriculaciones: una aberración jurídica

El Gobierno ya ha enviado al Congreso el listado definitivo de las inmatriculaciones de la Iglesia - Religiondigital
25 de enero de 2022 22:31 h

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Como el lector habrá advertido, el título del artículo no es mío, sino de Raúl Rejón, que detalló este pasado martes cómo el Gobierno de José María Aznar, mediante el Real Decreto 1867/1998 por el que se modifican determinados artículos del Reglamento hipotecario, habilitó a la Iglesia católica para registrar inmuebles con la sola firma del obispo de la diócesis como prueba de su propiedad.

Dicha habilitación supone una innovación del ordenamiento jurídico de una trascendencia extraordinaria. Lo que no se podía hacer en ningún caso antes del Real Decreto, se ha podido hacer después de su publicación y entrada en vigor. En decenas de miles de ocasiones la Iglesia católica no ha necesitado nada más que la firma del obispo de la diócesis para acreditar la propiedad de un determinado inmueble y poder proceder a inscribirlo a continuación en el Registro de la Propiedad. 

Esta facultad que se atribuye a la Iglesia católica no deriva de los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede de enero de 1979. No encuentra su fundamento tampoco en ninguna Ley aprobada por las Cortes Generales. Es una facultad que crea ex novo una norma de naturaleza reglamentaria, que carece de rango normativo para poder hacerlo.

Se trata de una aberración jurídica, que subvierte el sistema de fuentes del derecho vigente en nuestro país desde la entrada en vigor de la Constitución. En realidad, desde siempre, desde que existe en España el Estado Constitucional. Incluso en la época del General Franco. 

Únicamente las Cortes Generales pueden innovar el ordenamiento jurídico del Estado. El monopolio de creación del derecho a favor de las Cortes Generales es la brújula que permite al jurista, y al no jurista también, orientarse en la selva de disposiciones en que el ordenamiento del Estado de nuestros días consiste. Siempre que se encuentre ante una disposición de carácter normativo el jurista tiene que hacerse la siguiente pregunta: ¿se innova con ella el ordenamiento jurídico, hay creación de derecho? Y si la respuesta es afirmativa, tiene que formularse inmediatamente otra. ¿Dónde están las Cortes Generales? Si estas no aparecen, esa creación del derecho es anticonstitucional.

Esto es lo que ocurre con el Real Decreto 1867/1998, con base en el cual la Iglesia Católica ha procedido a inscribir en el Registro de la Propiedad decenas de miles de inmuebles. Es obvio que otorgar a la firma del obispo de una diócesis el valor de prueba acreditativa de la propiedad de un bien inmueble supone una innovación del ordenamiento jurídico español. En ningún momento de la historia del Estado Constitucional español han dispuesto los obispos de tal facultad. Jamás se la ha ocurrido a las Cortes Generales contemplar siquiera tal posibilidad.  

Quiere decirse, pues, que todas las operaciones de registro de bienes con base exclusivamente en la firma del obispo de la diócesis correspondiente tienen que ser consideradas nulas de pleno derecho. El Estado no tiene que negociar con la Iglesia católica respecto a qué debe hacerse con tales bienes. Son las Cortes Generales las que tienen que tomar la decisión de lo que debe hacerse. Sin negociar nada. De manera unilateral, como titular que es de la potestad legislativa en régimen de monopolio. 

A la Iglesia católica no hay ni siquiera que oírla, aunque las Cortes Generales pueden decidir que aleguen lo que estime pertinente. Pero no porque tenga derecho a ser oída, sino porque las Cortes Generales graciosamente así lo deciden. 

Habría que retrotraer el status de todos los inmuebles registrados por la Iglesia con base en el Real Decreto 1867/1998 al que tenían antes de que tal Real Decreto fuera dictado. Una vez corregida la aberración que ha supuesto la publicación de dicho Real Decreto y su aplicación posterior, se estaría en condiciones de decidir de manera jurídicamente correcta qué es lo que debe ocurrir con cada uno de tales inmuebles. 

Un mínimo de dignidad democrática impone que los órganos constitucionales del Estado actúen de esta manera.

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