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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Notre Dame sigue ardiendo

Bomberos trabajan en la extinción del incendio declarado el pasado lunes en la catedral Notre Dame en París, Francia.

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En la noche del 15 de abril de 2019, mientras los bomberos de París intentaban frenar el fuego que devoraba Notre Dame, cientos de parisinos se agolpaban a orillas del Sena para rezar y cantar el Ave María ante la destrucción de su catedral. Muchos lloraban, algunos arrodillados, al ver cómo las llamas acababan con una de las joyas mundiales del gótico, símbolo de Francia y de la cultura europea. Sabían perfectamente que con sus rezos no podrían parar la tragedia, pero la calidez del cántico en común les reconfortaba. Quizá no haya en los últimos años una metáfora tan impactante, como la de aquellas imágenes, que muestre la extrema fragilidad que rodea a lo humano y que comienza a presidir un horizonte cada vez más oscuro. Las catedrales fueron construidas para perdurar por los siglos de los siglos, pero en apenas unas horas el emblema de Notre Dame se consumió en medio de la impotencia y la resignación. Lo que se creía sagrado, ajeno a los embates del tiempo, se perdió sin remedio.

Nuestro mundo es hoy como la catedral francesa horas antes del incendio. El informe del IPCC de las Naciones Unidas sobre el cambio climático ha sido contundente: si no transformamos ahora, y de manera radical, nuestros patrones energéticos y de consumo, la humanidad estará abocada en los próximos años a una catástrofe continua. ¿Seremos capaces de frenarla? Para ello, se nos advierte, hemos de parar inmediatamente la máquina del sistema económico capitalista que devora sin cesar recursos escasos, energías contaminantes y vidas cada vez más invivibles. Es decir, avanzar hacia un nuevo contrato social que de momento no tiene visos de materializarse por la resistencia del gran capital, la ausencia aún de un movimiento político global que lo fuerce o la emergencia de las nuevas potencias, como la India, que exigen ahora los beneficios de una industrialización que ellas no pudieron disfrutar en su momento. Pero hay otros dos problemas de fondo, estructurales, en los que querría ahora detenerme, ya que sin afrontarlos creo que tampoco podremos superar el mayor desafío de nuestro tiempo. 

Primero, y a diferencia posiblemente de quienes rezaban ante Notre Dame, el materialismo de la sociedad contemporánea ha conseguido ocultarnos nuestra débil condición humana. La antigua lección de los clásicos se ha olvidado: somos seres finitos, que habitamos por poco tiempo un planeta finito, y nuestras glorias y ambiciones pronto pasarán y no serán recordadas. La única esperanza que tenemos, como la que tenían quienes construyeron la catedral, es la de que nuestras obras y acciones perduren. Pero ahora, pertrechados con smartphones, el hombre y la mujer del siglo XXI parecen vivir en una constante y agotadora rueda de hámster repleta de consumo, inmediatez, rapidez, mudanzas y falta de tiempo y sosiego. Es la inconsciencia continua de quienes, sonámbulos de la realidad, no se percatan de la fragilidad de todo lo que les rodea. Si la temperatura media del planeta se incrementa 3 grados, nos advierte la comunidad científica, la mayor parte de España será prácticamente inhabitable. Nosotros, hámsteres laboriosos e hiperconectados, ¿nos imaginamos que un día nuestros descendientes no puedan disfrutar de las casas, las calles y las plazas en las que hemos vivido hasta ahora?  ¿Podremos seguir extasiándonos con las obras de Vivaldi si perdemos la noción de las estaciones del año? Aquello que antes creíamos sagrado, que durante poco tiempo, en la infancia quizá, todavía veíamos como eterno, puede desintegrarse como hicieron las bóvedas de Notre Dame. Si esa posibilidad no nos preocupa es porque, henchidos de un materialismo individualista atroz, no somos capaces ya ni de entonar un cántico en común de lástima y condena.

Segundo, un porcentaje cada vez mayor de esa legión de sonámbulos desarrolla íntegramente su existencia en un contexto urbano protagonizado por grandes ciudades en las que el contacto con la naturaleza es inexistente. Se hace muy difícil concienciar sobre el valor de la biodiversidad y su fragilidad a quienes ni siquiera la conocen, a los que nunca disfrutan de un paseo por el campo o de las aguas de los ríos y se creen que con un aparato de aire acondicionado no hay ola de calor extremo que no pueda sobrellevarse. Si no sabemos cuándo se recoge la aceituna o la uva, no podremos apreciar la verdadera gravedad de que cada año las cosechas se tengan que adelantar progresivamente. Si, habitando el infierno de hormigón en el que se han convertido las megaurbes, no se percatan siquiera del cambio de estación en el follaje de los árboles y en el canto de los pájaros, ¿seguirán comprendiendo aquella obra de Vivaldi?  La sensibilidad ambiental de algunas minorías urbanitas, sin duda loable, muchas veces se ve reducida por el poco compromiso que pueden desplegar en los territorios rurales (la inmensa mayor parte de nuestros países), los cuales ven cómo año tras año la población, los capitales, los medios y las preocupaciones sociales se concentran únicamente en unos pocos kilómetros cuadrados de asfalto y bloques de piso. 

Luchar contra el cambio climático, el reto que hoy nos amenaza con fiereza, debería también implicar un cambio por completo de nuestra forma de vida en común, donde se abandone el predominio absoluto de la razón económica y material para que podamos llevar una vida más humana, una vida más viva y armoniosa con la naturaleza. Para ello hemos antes de superar los dos problemas apuntados, el excesivo materialismo que oculta nuestra fragilidad, y el paradigma de la hiperconcentración urbana autorreferencial que se olvida del país y del entorno natural en el que habita. Renunciada por la mayoría la vía de humildad y de sacralidad de lo que nos rodea que constituían la religión y la idea de trascendencia, se hace necesario reelaborar un nuevo humanismo que nos conciencie, constantemente, sobre nuestros límites y el valor de todas nuestras catedrales, ya sean los esbeltos edificios góticos o el limonero en el que jugábamos cuando éramos niños. Aquí el conservadurismo político tendría también que desempeñar un papel relevante si de verdad está preocupado por la conservación de la cultura, de la tradición y del legado de quienes nos precedieron, hoy más amenazado y contingente que nunca. Y, alentado por esa consciencia de lo efímero, necesitaríamos ya repensar los modelos de “desarrollo” urbano para abandonar la irracional hiperconcentración en las grandes ciudades que amenaza con acabar, antes incluso que el cambio climático, con la poca cohesión que aún mantenemos en algunos países. El tiempo apremia y las esperanzas menguan. Rezar ante Notre Dame ardiendo no puede ser la única salida lo que tengamos. 

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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