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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Contra los ordenadores en el aula

La universidad pública pierde más de 77.000 alumnos desde 2012
13 de enero de 2023 06:02 h

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En los últimos días se ha hecho “viral” una opinión compartida por el profesor Daniel Arias-Aranda sobre el supuesto engaño a que estamos sometiendo a los estudiantes universitarios cuando acuden a las aulas, ya que la universidad misma habría perdido su razón de ser en medio de un alumnado anémico, indiferente, incapaz de concentrarse y de atender en clase, cuanto menos de comprender lo que se le está explicando o lo que debe leer. Algunas de las reflexiones del profesor Arias-Aranda me parecen muy pertinentes, correctas y reales, aun cuando tengamos siempre que alejarnos de los manidos y reiterados prejuicios sobre la juventud o sobre la calidad de la enseñanza. Abandonando el beatus ille de los tiempos en los que uno mismo se formó, que siempre parecen mejores y de mayor calidad que los actuales, lo cierto y verdad es que tenemos un problema muy grave, serio y generalizado con la calidad de la educación en España y con la misión misma que nuestro sistema universitario debiera desempeñar. Quisiera ahora detenerme, en el análisis de esta crisis educativa, en el papel que juegan las nuevas tecnologías en las carreras humanísticas y de ciencias sociales.

El profesor Arias-Aranda, en su ya famoso escrito de denuncia, se queja constantemente de la falta de atención de los alumnos en clase al estar más pendientes de lo que sale en las pantallas de sus ordenadores que de lo que explica el profesor desde la tarima. Y propone como una de las soluciones que no se permita ningún gadget tecnológico en el aula. No solo estoy de acuerdo con esta posible solución, sino que la comparto y la llevo a cabo como profesor universitario. Desde hace ya dos años, en mi clase está terminantemente prohibida la utilización de cualquier dispositivo tecnológico. La razón que doy es simple, y aunque parezca mentira, los estudiantes la entienden desde el primer día: fuera del aula, el resto de horas, ya tienen suficiente distracción. Y desde hace dos años he comprobado cómo el alumno de palabra atrofiada ha ido poco a poco desplegando la lengua, cómo el debate se ha intensificado y cómo la atención ha mejorado sustancialmente. No son afirmaciones meramente subjetivas que se desprendan de mi experiencia personal, pues hay bastante evidencia científica que ya lo respalda. Sin pasar lista en clase, sin sancionar a quien no viene y sí, sin permitirles el ordenador para ver continuamente Instagram o vídeos de gatitos, la alta afluencia a clase se ha mantenido. Las nuevas tecnologías pueden ofrecer grandes oportunidades para complementar los conocimientos, para obtener información adecuada o para completar visualmente las explicaciones, pero deben ser utilizadas con cautela y para tales objetivos, no como sustitutivos de la transmisión de conocimientos. Si fuera de la universidad el estudiante se enfrenta a un mundo de ruido, de permanente conexión y conectividad, de emoticonos, notificaciones, aplicaciones, TikToks y demás, ¿por qué no convertimos las aulas en espacios de desconexión para facilitar el razonamiento tranquilo, la argumentación sosegada y, sobre todo, la concentración?

Porque para aprender se necesita concentración. Justo lo contrario de lo que las miles de aplicaciones que pululan en las pantallas de los móviles y los ordenadores del alumnado favorecen. Siempre he pensado que la idiotez neopedagógica de los jueguitos tecnológicos en aulas universitarias tiene como único objetivo la degradación de la educación y la infantilización de los ciudadanos y ciudadanas que se sientan enfrente y alrededor del profesor. Porque son ya ciudadanos de pleno derecho, no solo estudiantes universitarios. ¿A qué viene tanta infantilización? Pueden votar, elegir a sus representantes, ser padres y madres, casarse, heredar, cambiarse de sexo, beber alcohol a raudales, tatuarse hasta en las plantas de los pies, ¿pero no se les puede mandar la lectura de un texto un poco largo y complejo que les fuerce a la comprensión y el debate? 

Unas aulas universitarias exentas de ordenadores y móviles y solo puntualmente complementadas por las nuevas tecnologías, debidamente conducidas por el docente, pueden ser una oportunidad magnífica para la participación, la desintoxicación informativa y para la desconexión de la instantaneidad que nos acosa. Es más, pueden ser (y deberían ser) espacios libres de toda condición (la “universidad sin condición”, dice Derrida) en los que todos aprendamos de todos, sí, pero a través del uso consciente de la palabra, del debate razonable y la discusión razonada, alejándonos de la unidireccionalidad y acercándonos a dinámicas participativas y responsables. Con ello podríamos ser capaces de superar los compartimentos estancos de las redes sociales y sus posicionamientos algorítmicos aprendiendo del que tiene otra visión, otra perspectiva o no piensa como uno mismo. Algo que favorecería también el enriquecimiento del lenguaje oral y escrito, hoy por los suelos en la mayor parte de estudiantes. Como pone de manifiesto Sherry Turkle en sus investigaciones, se ha depreciado tanto la conversación, la utilización presencial del logos, que la palabra se ha degradado y la riqueza lingüística ha tocado fondo. Acostumbrados a la mensajería instantánea y coloquial, a la disponibilidad permanente, el estudiantado termina por desconocer el potencial de su propia lengua y por reducirlo a unos cuántos códigos simplistas, entre los que el conector “en plan” arrasa como fórmula mágica para enlazar frases sin sentido.

Apostar por una visión tan conservadora como la que aquí expongo puede y será calificada por algunos como “reaccionaria” o “paternalista”. Pero el buen conservador es el que precisamente “conserva” lo bueno que ha de ser protegido y que debe perdurar, y de las pocas virtudes que nos ha legado la historia como certezas una sobrevive imperecedera: que el conocimiento es la única riqueza que, al transmitirse presencialmente, no se pierde. Intentemos no hacerlo e intentemos, alumnado y profesorado, no engañarnos a nosotros mismos.

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