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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Las lecciones de Pasolini

Pasolini en una imagen fechada en 1960.

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Ante la orfandad que padecemos de referentes intelectuales, podemos buscar y encontrarlos en el pasado reciente, en aquellos cuyas reflexiones fueron tan válidas para su presente como lo son hoy para el nuestro. Una de las figuras que supo ver con clarividencia y una extraña fuerza profética los problemas estructurales y sistémicos del mundo actual fue, sin duda, el gran Pier Paolo Pasolini, el último renacentista y “el creador de izquierdas más polifacético que ha dado Europa”, como lo ha definido Miguel Dalmau en su monumental biografía del genio italiano.

Cineasta, productor, poeta, escritor, filósofo, periodista, pintor, músico, erudito y, sobre todo, profeta para un mundo que comenzaba a difuminarse en sus antiguas líneas de certeza por la acción del individualismo, de la sociedad de consumo y del desaforado sistema económico deshumanizador. Pasolini lo vio primero, quizá el primero: el capitalismo, en sus tendencias de concentración y urbanización de la vida, implica una homogeneización que termina laminando y eliminando toda diferencia, todo valor propio, único. La escala humana, la de las pequeñas cosas y las relaciones no mercantilizadas, comenzaría a perderse en medio del crecimiento sin límites de las ciudades de ladrillo y hormigón, de la razón instrumental y el falso desarrollismo. Por eso siempre distinguió entre “desarrollo”, económico y basado en términos brutos de crecimiento cuantitativo, y el “progreso”, esto es, el avance de la humanidad y de sus comunidades de copertenencia en todos los ámbitos del actuar y de la cultura con criterios de justicia, equidad y libertad. La “modernización” que el poeta contemplaba extenderse por las ciudades de Italia, arrasando con los entornos naturales, creando guetos y barrios horrorosos, imponía una uniformidad gris alienante y reducía todo objetivo vital a la competitividad y a la adoración fetichista de las mercancías. Él lo sabía bien, pues lo vivía en las “borgate”, en las barriadas y bajos fondos por los que se movía y donde disfrutaba jugando al fútbol y conviviendo con sus gentes, con esos “ragazzi de vita” desarraigados, de rostro campesino trasplantados a la máquina impersonal de la ciudad de masas. Por ello combatiría siempre lo que, en sus propias palabras, era “la desaparición de todas las formas que hasta ahora han protegido la historia y la tradición”, denunciando en la prensa, en sus obras y en el activismo, el giro deshumanizador que estaba cobrando un siglo XX que a él ya le había infligido profundos surcos y daños: la pérdida de su hermano, asesinado en las luchas internas de la resistencia comunista; el dolor de la guerra en Italia, con un padre fascista y renegado; el rechazo social a su condición de homosexual, que le lastraría hasta el final y se grabaría profundamente en su psicología.

El miedo a perder el mundo de certezas que se derrumbaba, las formas antiguas de la gente y las identidades arraigadas en una tradición que comenzaba ya a empaquetarse como producto turístico, le llevó a grabar y producir su “trilogía de la vida” y una serie de documentales y reportajes en los que retrataba y recogía, para posteridad, las vetustas costumbres del campo italiano o del mundo rural de la India. Como dice Dalmau, en su etapa de madurez intelectual, Pasolini estuvo imbuido de una “fiebre maníaca que le impulsó a preservar todo aquello que intuía en vías de extinción”. 

El rechazo a la contemporaneidad urbana y capitalista le llevó a la nostalgia por la tierra de origen de parte de su familia, la que le acogió en sus largos veranos de la infancia y la adolescencia, el Friuli rural y bucólico de Casarsa. La defensa del mundo rural, de sus tiempos tranquilos y no enloquecidos por el consumo y el capital, era la otra cara de su repudio absoluto frente a la frialdad de los tiempos líquidos, fragmentados y veloces que ya había reflejado el fascismo en sus ensoñaciones futuristas. Por eso Pasolini decía que “debemos arrancar a los tradicionalistas el monopolio de la tradición”, porque sería insensato que solo la derecha, falsamente además, se convirtiera en baluarte para las formas previas, antiguas, de vida, cultura y socialización. Algo que una parte importante de la izquierda, especialmente en España, sigue sin ver: que las tradiciones, las relaciones no mercantilizadas, las viejas costumbres y el mundo de certezas son una línea de defensa, de resistencia, frente a las implicaciones más aberrantes del sistema económico actual. El desprecio por lo rural, por la cultura campesina, por las formas religiosas y comunitarias de convivencia, parece a veces ser inherente a una izquierda metropolita que se obceca con batallas moralistas desde sus torres urbanas de pretendido marfil e impostura intelectual. El poeta lo vio claro muy temprano y sus críticas al moralismo de la izquierda italiana de entonces, “peor que el clerical”, son tan oportunas para nuestro tiempo como para el suyo ya preterido. 

He aquí la gran paradoja de Pasolini. El artista rupturista, controvertido, polémico y vanguardista, el poeta inicialmente comunista que amenazaba la hipocresía social de la época con el escándalo consciente, era a la vez un extraño conservador de izquierdas, un antropólogo que encontraba en la tradición, en los pueblos, en la religión, los últimos resquicios de un mundo antagónico a la deshumanización capitalista. Porque Pasolini fue, al fin y al cabo, un humanista integral, que bebía tanto de Grecia y Roma como del cristianismo más transformador. No es extraño que hasta para el Vaticano (¡para esa Iglesia que tanto lo persiguió y lo difamó!) la mejor versión cinematográfica de la vida y pasión de Jesús sea el “Evangelio según San Mateo” de Pasolini, del comunista y homosexual Pasolini. Él vio el verdadero mensaje cristiano en los campesinos, en las gentes humildes que habían sido abandonadas por las élites de uno y otro signo en los altares del “desarrollo” urbano y que retenían, en sus ojos negros, en las arrugas de su piel tostada, en el esfuerzo secular de sus manos y en el cansancio de siglos de sus hombros, la idea original de Jesús. Aún hoy impresiona ver la escena en la que el español Enrique Irazoqui, que representaba a Cristo, declama en primer plano, en un plano tan cerca que casi parece chocar sus labios con la pantalla, el sermón de la montaña y la regla de oro. Que Pier Paolo presentara la obra junto a obispos católicos y Jean Paul Sartre en Notre Dame de París, en enero de 1965, nos habla también de la naturaleza tolerante y del ímpetu divulgador del cineasta, así como de la decadencia de nuestro actual horizonte de debate y reflexión, que expulsa las ideas contrapuestas y el encuentro de las legítimas posiciones contrarias. 

Sigamos leyendo a Pasolini, viendo sus películas y documentales, devorando sus poemas, conociendo su vida y honrándolo tras su cruel asesinato. Y, sobre todo, sigamos desde la izquierda aprendiendo que el conservadurismo en lo antropológico y social no tiene por qué ser opuesto a nuestros ideales de justicia e igualdad, sino en ocasiones su más firme apoyo y base de acción. Quien tan prematuramente denunció las derivas urbanocéntricas de las élites, la sociedad de consumo volcada en el individualismo nihilista y la deshumanización de las relaciones vitales, nos sigue interpelando desde los campos y pueblos del Friuli de su infancia. No por nada recordaría siempre, como el momento más feliz de su vida, aquellos días largos de verano en los que se tiraba piedras con sus amigos por encima de las lindes de una tierra que, sedienta de libertad e igualdad, ahora acoge sus huesos.

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