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'Elle', manual de pasiones

Rubén Lardín

Al director de Instinto básico, Robocop, Desafío total o Delicias turcas sólo le faltaba una cosa para molar más: ponerse francés. Pese a su trayectoria internacional, Paul Verhoeven sigue siendo holandés y para rodar la que ha sido su primera producción gala estuvo tomando clases porque el inglés le resultaba insuficiente. Quizá haya cuestiones que fluyen mejor en la lengua de Sade, Apollinaire, Pierre Louÿs o Bataille.

Si descontamos Tricked, el desopilante telefilme-experimento cuyo guión dejó en manos del público y por el que después se disculparía, han transcurrido diez años desde que Verhoeven dirigiera su última película, la estupenda El libro negro. En este tiempo ha estado intentando llevar al cine su propio ensayo sobre la figura de Jesús de Nazaret o una adaptación del videojuego The Last Express, ambos proyectos abortados en fases muy tempranas.

Sin embargo la ambición del cineasta se mantiene inmune y ahora parece encomendarse a Freud, Krafft-Ebing y otros gigantes de la fantasía para presentar un nuevo tratado antropológico de los que se le conocen, un thriller instilado de humor o una comedia secante con el thriller, esto lo deja al gusto del espectador, y en cualquier caso una película profundamente francesa en su concepción filosófica, lúdica y pajarera del erotismo.

Calefacción de suelo radiante

Declinaron la propuesta Marion Cotillard, Diane Lane, Nicole Kidman e incluso Sharon Stone. Sería Isabelle Huppert, cómo no, la única actriz que se atrevería con el papel de Michèle, la propietaria de una empresa de desarrollo de videojuegos que es violada en su propia casa por un enmascarado.

Convertida en una suerte de víctima indestructible, la protagonista decidirá no cursar ninguna denuncia y proseguirá con su vida, que tanto en lo profesional como en lo familiar empezará a manifestar indicios de amenaza. No permitan que nadie les cuente nada más. De hecho, si no quieren seguir leyendo pueden abandonar en el siguiente punto: Elle es una película magnífica, turbadora y por tanto extraordinaria en tiempos de asepsia.

Si buscamos razones, el primer mérito habría que entregárselo a un escritor desconocido en nuestro país que en Francia alcanzó la fama en los años 80, cuando Jean-Jacques Beineix lo adaptó en Betty Blue, el debut de Béatrice Dalle. Su nombre es Philippe Djian, autor de novelas arquetípicas en la forma y algo delirantes en el fondo que ocasionalmente han sido trasladadas a la pantalla en títulos como Impardonnables, de André Téchiné, o El amor es un crimen perfecto, de los estimulantes Arnaud y Jean-Marie Larrieu.

En Francia Djian es toda una estrella del relato negro de apariencia pulposa. Sus novelas acusan una inspiración hard boiled, rebosan intuiciones de superviviente no tanto literarias como vitales y en su realismo sucio y sentimental suele congregar mares de alcohol, giros estrambóticos y urgencias sexuales promovidas por mujeres desestabilizadoras.

Ajeno a la preocupación de todos los escritores olvidados por emitir una imagen de buena persona en sus textos, Djian se sienta a las teclas con el único propósito de descubrirse página a página, y así nos suele entregar no sólo el individuo que es sino el que podría llegar a ser. Fue el productor siempre audaz Saïd Ben Saïd quien supo ver en su novela Oh… un material de primera para Paul Verhoeven, otro hombre al que a menudo se ha tratado de pervertido y que lo es a mucha honra y con mucha categoría.

Cuando nosotros vamos, Verhoeven vuelve

Elle es una película algo menos feriada que las producciones norteamericanas de Verhoeven pero resulta igualmente divertidísima y está a la altura, si no por encima, de clásicos modernos como Instinto básico. En ella vuelve a ofrecer un misterio no por resolver sino en constante evolución.

Se trata de un logro al que aspiran muchos narradores y muy pocos conquistan: que cuando el misterio se resuelve a nuestros ojos, este permanezca intacto e incluso crezca. En confusión, en extrañeza y en deseo. Elle lo consigue con una narrativa horizontal donde las escenas parecen acudir en la confección de una historia en marcha, generativa como un videojuego y sembrada de pequeños detalles para una digestión despaciosa y muy nutritiva.

Es difícil decir más sin contar mucho, pero sí apuntaremos que el regocijo que proporciona la película se multiplica cuando imaginamos el fracaso de cualquier ataque buenista que pretenda descalificarla.

Con Verhoeven ha ocurrido siempre: las asociaciones de gays y lesbianas que en su día se manifestaron contra Instinto básico acabaron por tragarse sus palabras, y sátiras como Starship Troopers o Showgirls nos arrollaron a los espectadores más frágiles en su estreno y todavía logran desorientar a gran parte del público.

Ahora, a sus 78 años, siempre por delante y ajeno a todo ese cine premeditadamente debatible que hoy abunda, el director vuelve a ponerse el thriller por montera y reafirma un talento artístico capaz de neutralizar cualquier objeción a una película que no trae moralejas pero sí un axioma: que la ficción es y será siempre soberana.

Verhoeven ha vuelto y sigue mostrándose implacable en su celebración de la enigmática y desastrosa condición humana. Lo hace sin prebendas estéticas ni coartadas morales en esta película que es un festín de la fatalidad, una piñata de interlineados y una cumbre de la pornografía psicológica. Cine erótico (¡por fin!) en el sentido más hondo del término, el que trabaja la esencia y la colisión de los individuos, se refiere a nuestros confines, enreda con nuestras pulsiones y pone en solfa nuestra identidad común, aquello que nos iguala. Y lo ríe todo con una alegría intensa.

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