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Jacinto Benavente, un Nobel con muchas calles y muy pocas funciones

El escritor Jacinto Benavente

Miguel Ángel Villena

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Ha pasado un siglo desde que, en diciembre de 1922, la Academia sueca concediera el premio Nobel de Literatura a Jacinto Benavente (Madrid, 1866-1954), un dramaturgo prolífico y triunfador que llenaba los teatros no sólo de España, sino también de algunas capitales europeas. Heredero de una brillante tradición, renovó la escena de su tiempo con toques liberales y cosmopolitas a partir sobre todo de la alta comedia, su género favorito. Pero en las últimas décadas se ha perdido casi por completo la huella del célebre don Jacinto, hasta el punto de que tan sólo el Teatro Español ha conmemorado con algo de relieve esa efeméride con cuatro lecturas dramatizadas de otras tantas autoras y directoras.

En un país lleno de calles y plazas que recuerdan a Benavente y su Nobel, muchas gentes del teatro consideran al autor de Los intereses creados un intelectual desfasado y caduco. Tal vez su errática y, en ocasiones, oportunista y vergonzosa trayectoria política también haya influido en que no sea reivindicado hoy ni por unos ni por otros y haya sido condenado al silencio. En cualquier caso, no deja de resultar curioso o lamentable (como se prefiera) que uno de los contados premios Nobel de Literatura españoles haya quedado relegado a un absoluto olvido.

Natalia Menéndez, directora del madrileño Teatro Español, rechaza que los textos de Benavente hayan quedado obsoletos y defiende la importancia de revisar a los clásicos teatrales del siglo XX español. “Quizá”, señala la actriz y dramaturga, “los desfasados hayan sido algunos directores que no han sabido descubrir los aspectos más simbolistas, críticos o atrevidos de don Jacinto. O bien no han atendido en sus montajes al estilo de los autores”.

“Por el contrario”, añade, “valdría la pena destacar, por ejemplo, el magnífico montaje que Miguel Narros, un grande de la escena, dirigió de La malquerida a finales de los ochenta. Además, se ha prestado poca atención al interesante teatro infantil y al breve que escribió dentro de una producción global que se acercaría nada más y nada menos que a las 200 obras”.

A partir de ese enfoque de un autor a redescubrir, Menéndez, una prestigiosa directora escénica que fue responsable del festival de Almagro, encargó cuatro lecturas dramatizadas de piezas de Benavente que se han podido ver en el Español a cargo de Xus de la Cruz, Aurora Parrilla, Amaranta Osorio y Alicia Montesquiu. Miradas muy renovadoras de mujeres jóvenes sobre un teatro que algunos juzgan anclado en su época. Vistos estos montajes, tal vez cabría preguntarse si una falsa modernidad no ha arrastrado al premio Nobel al desván de los trastos viejos.

“Si cuatro dramaturgas han sido capaces de reinventar a Benavente, demuestran que su teatro iba más allá de la comedia burguesa o de títulos consagrados como Los intereses creados, La malquerida o Pepa Doncel”, afirma la directora del centro, “la verdad es que en este país también costó quitar el polvo de clásicos como Calderón o Lope”. Al hilo de estas reflexiones, Menéndez recuerda que la Compañía Nacional de Teatro Clásico, fundada por Adolfo Marsillach, apenas cuenta con medio siglo de vida frente a la antigüedad de sus homólogas en Inglaterra, Francia y otros países europeos.

La dificultad de trascender las épocas

La misma suerte (o mala suerte) que han corrido las obras de Benavente podría extenderse al teatro de coetáneos suyos como Carlos Arniches, los hermanos Álvarez Quintero o a la producción de autores básicos de la segunda mitad del siglo XX como Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre o Lauro Olmo. Al fondo de este profundo desconocimiento late la escasa, por no decir nula, atención que el teatro recibe en los programas educativos de los institutos. O incluso en las escuelas de Arte Dramático, como apunta Menéndez. Así las cosas, este desinterés hacia el patrimonio cultural explicaría el olvido de infinidad de escritores no tanto tras valorar su mayor o menor calidad y vigencia, sino en función de su fecha de nacimiento.

No obstante, César Oliva, catedrático emérito de Teoría y Práctica teatral y uno de los grandes expertos en la historia del teatro español, sostiene que son pocos los autores del pasado siglo que han sido capaces de trascender su época y en esa línea cita a Federico García Lorca y a Ramón del Valle Inclán. “Obras como Bodas de sangre o Luces de bohemia mantienen vigencia porque su trasfondo apela a conflictos que se desarrollan también en la actualidad”, opina, “por el contrario, el conflicto fundamental de las obras de Benavente, radica en unos enredos de parejas, de engaños o de hipocresía social que hoy no tienen sentido. La alta comedia de Benavente ha pasado a la Historia”.

El conflicto fundamental de las obras de Benavente, radica en unos enredos de parejas, de engaños o de hipocresía social que hoy no tienen sentido. La alta comedia de Benavente ha pasado a la Historia

César Oliva Catedrático

El muy versátil ganador del Nobel, que transitó por todos los palos teatrales y también frecuentó la poesía o los cuentos, explicó de este modo su predilección por la comedia: “He procurado cultivar los más opuestos géneros. Pero, salvo unas pocas obras, hui de lo dramático porque bastantes angustias sufre ya el mundo para entenebrecerle con tragedias de invención, a las que da ciento y raya la realidad. Por eso prefiero divertir y distraer al público con comedias ligeras y comedietas que, como me reprochan mis detractores, son deliberadamente frívolas y triviales”.

Una trayectoria popular y oportunista

Nacido en 1866 en una familia de clase media acomodada, que vivía en pleno centro de Madrid, Benavente heredó la afición teatral y literaria de su padre, un próspero médico pediatra. Estudió Derecho, aunque nunca ejerció, ya que su desahogada posición económica le permitió dedicarse desde bien joven por entero a la literatura. En un país donde el teatro figuraba como uno de los principales entretenimientos sociales, Benavente triunfó desde muy temprana edad y su aspecto de un pícaro Mefistófeles, calvo, con perilla, bigotes bien recortados y vestido con elegantes trajes, marcó la cultura española del primer tercio del siglo XX.

Nunca se casó ni se le conocieron parejas estables, lo que llevó a algunos maledicentes a atribuirle condición de homosexual. Misógino declarado se negó, por ejemplo, a dar una conferencia en el Lyceum Club, sede de las mujeres de la vanguardia feminista en la década de los veinte, porque no quería “hablar a tontas y a locas”. Su inmensa fama le aupó incluso a ocupar un escaño en 1918 en las Cortes de la Restauración, si bien poco después de su consagración como Nobel en 1922, respaldó la dictadura del general Miguel Primo de Rivera.

Tras la proclamación de la Segunda República, en un inaudito movimiento de péndulo, se convirtió al prosovietismo y llegó a estrenar un drama titulado Santa Rusia (1933). El estallido de la Guerra Civil le sorprendió en zona republicana donde vivió durante todo el conflicto en Madrid y en Valencia, respetado por las autoridades y por el público. Acabada la contienda tuvo que hacerse perdonar de forma humillante su adscripción republicana y firmó algunas piezas teatrales de ideología claramente fascista. Incluso acompañó al dictador Francisco Franco en la tribuna de algunos desfiles militares. A pesar de ello, un ya anciano Benavente sufrió la censura durante un periodo de la posguerra y sus obras fueron estrenadas con el latiguillo de “por el autor de La malquerida”, porque su nombre estaba prohibido.

Fallecido en Madrid en 1954, su estela comenzó a desaparecer muy pronto, aunque el catedrático no cree que ese alineamiento con la dictadura influyera en su eclipse. “Pienso que ha influido mucho más su tono almibarado y caduco que sus justificaciones vergonzosas durante el franquismo”, comenta, “porque otro escritor puntero y Nobel, como Camilo José Cela, también fue polémico, incluso censor durante la dictadura, y no por ello ha dejado de leerse”.

Más allá de este clamoroso silencio en el centenario de un Benavente que ya pocos reivindican, el aprecio de la sociedad española por sus Nobel de Literatura deja bastante que desear. Desde un desconocido y polifacético José de Echegaray, escritor, economista, ingeniero y político, que fue galardonado en 1904, al poeta Vicente Aleixandre, poco leído y bastante ignorado, premiado en 1977; pasando por este Benavente de muchas plazas y calles, pero pocas representaciones; no podría decirse que exista mucho reconocimiento por el patrimonio literario. Natalia Menéndez lo resume de un modo muy gráfico y castizo: “Me flipa que en España ningún aeropuerto lleve el nombre de Miguel de Cervantes”.

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