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Jack London, el mensajero de lo salvaje

Jack London, lobo de mar

Marta Peirano

Jack London es famoso por sus novelas sobre el salvaje oeste. Los protagonistas de sus títulos más famosos, La llamada de lo salvaje y Colmillo blanco, son lobos. O perros que van de mano en mano, descubriendo su lobo interior. Sus historias son aventuras llenas de nieve, de tareas titánicas, de peligros mortales y de injusticia, pero también de libertad, los vasos comunicantes entre la experiencia y el instinto. De comunión con la naturaleza más pura y el orgullo de la supervivencia y la superación física y personal.

El lobo es el animal con el que se identifica, y través de sus ojos examina la lógica de la violencia animal y la que ejercen los humanos, a menudo contra su propio clan. Un abanico de emociones nace de la confusión entre ambos mundos. Entre sus escenas más memorables están el miedo de un animal herido al contacto de una mano amiga, o el júbilo desenfrenado de los animales arrastrando un trineo en la nieve, borrachos de velocidad.

Pero London fue sobre todo un periodista de la experiencia directa y un activista irredento por los derechos de los animales y de los trabajadores. Entre sus famosos fans estaban Hemingway, que lo admiraba por su integración en un entorno que es al mismo tiempo exuberante y hostil y el mismísimo Lenin, quien en su lecho de muerte quiso escuchar sus historias.

Lo cuenta su esposa Nadezhda Krupskaya en sus Memorias de Lenin:

El [libro de relatos] Amor a la vida estaba aún sobre la mesita. Era una historia muy buena. En una jungla de hielo donde ningún humano había pisado, un hombre enfermo, muerto de hambre, avanza hacia el estuario de un gran río. Le fallan las fuerzas, no puede caminar pero resbala continuamente, y a su lado resbala un lobo, también muerto de hambre. Hay una pelea; el hombre gana. Medio muerto, medio enloquecido, alcanza su propósito. El cuento le encantó a Ilyich (Lenin). Al día siguiente me pidió que le leyera más cosas de Jack London.

Sus orígenes le endurecieron contra la autocomplacencia, pero nunca contra la humanidad. Esto dice mucho de la generosidad de su carácter. Su padre era un astrónomo itinerante que abandonó a madre embarazada, su padrastro el veterano de guerra John London, cuyo apellido adoptó. Su madre era una profesora de música aficionada al espiritismo. Jack no era ni adolescente cuando se empezó a vender periódicos y a trabajar largas jornadas en la cadena de montaje de una dickensiana fábrica de conservas. Con quince años, en la fábrica, sintió la primera llamada de lo salvaje. “Quería estar donde soplaban aires de aventura. Y los aires de aventura levantaban los balandros de los piratas de ostras a lo largo y ancho de la bahía de San Francisco”.

La llamada de lo salvaje era un barco de contrabando de ostras

Los piratas eran chicos que robaban los moluscos de los criaderos de los monopolios comerciales y los vendían de manera ilegal. La ostra autóctona de la bahía era muy apreciada por su tamaño y su textura y los californianos valoraban a los pequeños contrabandistas que vendían el producto local en lugar de llevárselo a la costa este y encima mucho más barato. London disfruta al aire libre y se jura que no volverá a encerrarse en una fábrica ni en ningún otro sitio. Con este espíritu viajó a Japón en un barco pesquero y levantó montañas de carbón para la compañía ferroviaria. Y, sobre todo, vagabundea.

En Búfalo le arrestan por vago y pasa un mes en la cárcel. En Boston se relaciona con intelectuales libertarios como Frank Strawn-Hamilton, el anarquista y sindicalista que fue su primer mentor. Al calor de esta nueva relación decide volver a Oakland para acabar sus estudios e ir a la universidad. Ya había empezado a escribir.

Acabó yendo a la universidad, patrocinado por el dueño de una taberna de pescadores en la que trabajó un tiempo. No dura mucho. Como su peludo álter ego Colmillo blanco, “llevaba dentro lo salvaje y el lobo que había en él estaba solo dormido” y lo abandonó todo para irse a Alaska, contagiado de la fiebre del oro. Todas estas experiencias acabaron relatadas en la que muchos consideran su obra maestra, The Road (La carretera). Este libro de memorias está en el título y el corazón de otro de sus famosos fans: On the Road, de Jack Kerouak. London fue el beatnick primigenio, el eslabón perdido entre Walt Whitman y la generación Beat.

Periodismo gonzo en el Londres de Jack el Destripador

Recorrió el mundo por mar y tierra, estuvo en México y Hawaii, y en Japón y Corea, como corresponsal de guerra para el San Francisco Examiner. La lucha de los trabajadores por su dignidad y la de sus familias le llevó a compartir sus penurias, incluso cuando era ya uno de los escritores más famosos de América. Friedrich Engels escribió La condición de la clase obrera en Inglaterra en 1844 de oídas, pero London compartió albergue y a veces puente con los desposeídos de Whitechapel, el barrio más pobre del Londres victoriano, pocos meses después de que Jack el destripador sembrara allí su “otoño del terror”. El libro resultante, La gente del abismo, fue el detonante de otro ejemplo extraordinario de la crítica social. George Orwell salió a la calle queriendo imitar su periodismo de la experiencia, con los resultados que conocemos todos. Si se puede juzgar a un escritor por las obras que ha inspirado, London es uno de los mejores escritores de todos los tiempos.

La crisis que viene

La crisis que vieneVivió deprisa e intensamente, pero no dejó un bonito cadáver. London murió de sobredosis a los 40 años hace hoy exactamente un siglo, en el porche de su rancho, acompañado de sus perros y aquejado de varias cosas a la vez. Tenía disentería, el hígado roto de beber y uremia, una dolorosa insuficiencia renal. Había sobrevivido a la al escorbuto, a varias fiebres exóticas, a dos matrimonios intensos y era adicto a la morfina.

Dejó una herencia de 50 libros y 200 historias, un éxito literario que le persiguió desde la publicación de sus relatos El hijo del lobo, en 1900. Pero, sobre todo, nos dejó la clara visión del lobo sobre la indigesta narrativa del capitalismo feudal.

En la cumbre de su fama, el 19 de enero de 1906, 4.000 neoyorquinos fueron a verle hablar en Grand Central Palace, entonces el espacio de exposiciones más grande de la ciudad. “Todos vestían de rojo para escuchar a Jack”, tituló el New York Times al día siguiente. Ante esta entregada audiencia, London leyó La crisis que viene, un texto que hoy resulta asombroso leer, por motivos que serán evidentes:

Hace un millón de años, el hombre de las cavernas, sin herramienta alguna, con su pequeño cerebro y sin más ayuda que la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió alimentar a su mujer y a sus hijos, para que a través de él la raza pudiera continuar. Vosotros, por otra parte, armados con los medios de producción moderna, multiplicando la capacidad productiva del hombre de las cavernas un millón de veces, sois incompetentes y atolondrados, incapaces de salvaguardar para millones siquiera el mísero trozo de pan para sostener su integridad física. Habéis dirigido mal el mundo y os lo tendrán que quitar.

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