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John O’Hara y los que sueñan el sueño dorado

O'Hara en el Stork Club de Nueva York, con Ernest Hemingway y el dueño, Sherman Billinsgley

Marta Peirano

Edmund Wilson dijo que era el padre indiscutible del relato norteamericano, Lionel Trilling que tenía el don de la verosimilitud. Eslabón perdido entre Hemingway y Raymond Carver, quien le copió, entre otras cosas, su peculiar estilo titulando, el genio de John O’Hara está claramente en sus diálogos, una clase magistral para cualquier escritor contemporáneo. Ahora la editorial Contra reúne por primera vez en castellano algunos de sus relatos más icónicos en La chica de California y otros relatos.

Más que escritor, O'Hara era un ventrílocuo: cada personaje es verdadero, realista y memorable. Ese oído es su don, su varita mágica, la táctica que quisieron emular el resto de los grandes, Cheever, Updike, Carver. Dicen que también fue su maldición. ¿Por qué el escritor más prominente de la edad dorada del relato norteamericano ha pasado a la historia como un escritor secundario, autor de dos novelas notables? Porque, más que leer los diálogos de O'Hara, uno parece que los escucha. Y son tan auténticos que, al cabo del tiempo, uno recuerda perfectamente sus historias pero no recuerda que son historias. Tu cerebro las registra como si te hubieran ocurrido a ti.

También dicen que cayó en el olvido por su genio podrido. Medio siglo después de su muerte, sigue siendo el autor que más relatos le ha colocado al New Yorker, un total de 274, pero hubo una década en la que no escribió nada, resultado de una pataleta cuando Brendan Gill publicó en la revista una mala reseña uva de su novela A Rage to Live. Volvió a regañadientes en 1960 con Imagine Kissing Pete, la historia de un matrimonio infeliz que cambia extraordinariamente de rumbo.

Hollywood Babilonia

Como los personajes que habitan el universo de sus contemporáneos Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, John Steinbeck y William Faulkner, los protagonistas de O'Hara brillan con ese aura de los que sueñan el sueño dorado, la mezcla de esperanza, belleza y melancolía que constituyó la divisa de Hollywood Babilonia. “Es el único escritor americano que ve la vida social de América de la misma forma que Henry James ve a Inglaterra, o Marcel Proust a Francia”, escribe Trilling en 1945. “Tiene el entendimiento preciso del contenido de nuestros esnobismos más sutiles, de nuestros puntos de honor y las idiosincrasias del prestigio personal. El sabe, y nos convence de su verdad, que las intenciones más íntimas de la vida se expresan en el ángulo con que se coloca un sombrero, el patrón de una corbata, el tamaño de un monograma, el tono de la voz, una expresión o jerga, un gesto de cortesía y el modo en que es recibido”.

Era un snob de campeonato y nunca perdonó a su padre que muriera cuando tenía 19 años, enterrando su sueño de estudiar en Yale.

Pero lo que diferencia a sus héroes es su gran vitalidad. Sus personajes nunca son ambivalentes ni sentimentales, como el Gatsby o el Robert Jordan de Por quién doblan las campanas. Son ambiciosos, saben lo que quieren y no dan rodeos para conseguirlo. Conocen el mundo, aunque sea el mundo pequeño y mezquino del club de campo de Gibbsville, Pennsylvania, o el aún más pequeño y mezquino de la industria del cine. El detalle no sería tan llamativo si no fuera porque muchas de sus protagonistas son ser mujeres.

Criaturas feroces

Las mujeres de O'Hara son voraces, más grandes que la vida misma, dispuestas a tragarse la vida a fuerza de ambición. Su vitalidad es expresamente americana; desprecian la debilidad y desprenden un enorme apetito sexual sin caer en los lugares comunes de lo fatal o la neurosis. Un buen ejemplo es La chica de California que titula esta colección, una starlett que visita a su familia política en Trenton, Nueva Jersey, generando una expectación envidiosa que se manifiesta de maneras dispares, o los hipsters que se reúnen en un cuartucho a ver “películas” en Una etapa de la vida.

Además, la paleta de O'Hara es impecable. Mientras que Fitgerald estaba fascinado con la aristocracia norteamericana, a O'Hara le fascinan todos: los famosos y sus embelesados -y a menudo envidiosos- fans, los que ascienden y los que caen. 

Lamentablemente, su genio podrido no mejoraba nada con su afición a la botella. Dicen que una vez le dió una paliza a un enano y que no tenía muchos amigos. Cuando se mató Hemingway en su finca de Idaho en el 61, O'Hara lo celebró pensando que era el siguiente en línea sucesoria del Nobel. Cuando se lo dieron a Steinbeck en 1962, le dijo: “Felicidades. Sólo puedo pensar en un solo autor que se  lo merezca más”. No iba tan desencaminado: T.S. Eliot le dijo a su biógrafo que, de hecho, le habían “nominado” al menos dos veces.

Y, aunque fuera de Nueva York se hizo famoso con dos novelas, Butterfield 8 y Appointment in Samarra, lo cierto es que O’Hara es el padre del relato del New Yorker, el escritor que definió la clase de ficción breve que ha dominado desde entonces el mundo editorial norteamericano. Un must

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