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Los pobres arbolillos japoneses de Proust y el limonero de Nietzsche

Ilustración de Patricia Bolinches

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Si al acabar de leer este artículo echa de menos algún momento de lectura de este verano u otros anteriores ya puede decir que tiene algo en común con Marcel Proust. Son esos instantes que quedan interrumpidos por frases que han perdurado en el tiempo y que igual pronunciaban los padres del autor francés en Días de lectura como nuestro cuñado en el apartamento compartido: “Venga, cierra ya el libro, vamos a comer”.

Proust consideraba que los libros son como un recordatorio de los jardines perdidos. Ahora con una buena sombra ya serviría el paralelismo. Tal vez no podemos acordarnos de las frases pero sí de la historia. Sería algo parecido al recuerdo involuntario de su famosa magdalena (no querrán que hablemos de Proust sin citarla) pero en versión medio ambiente.

Siendo un joven autor, con 36 años, y aún bastante desconocido, el escritor vivía en una especie de cuartucho en París. Era 1907 y todavía no se había puesto con la que sería su gran obra, ‘En busca del tiempo perdido’. En su habitación tenía tres bonsáis, unos “pobres arbolillos japoneses horrendos”, según su propia descripción. 

Este detalle es uno de los que aparece en ‘Filosofía en el jardín’ (Ariel), de Damon Young, un ensayo que analiza la relación de grandes escritores con la naturaleza y cómo esta influyó en sus libros.  

Young relata que cuando Proust tenía esos bonsáis que había encargado comprar a su secretario, estos árboles estaban muy de moda como un elemento más del japonisme que gustaba tanto en Francia e Inglaterra. Pintores como Monet eran de sus mayores fans. A Proust lo que le fascinaba de la cultura japonesa era cómo desde la simplicidad conseguían despertar tantas emociones, entre ellas, los recuerdos. Decía que un bonsái, que en japonés significa literalmente árbol en bandeja, son árboles para la imaginación. En su caso, le trasladaban a un paisaje que nada tenía que ver con la realidad que veía desde su habitación parisina. Sobre si los orígenes de los arbolillos hay que buscarlos en Babilonia, China o Japón existe tanto debate que no seremos nosotros los que lo resolvamos.

Physis (φύσις)  era el término griego que servía para definir la naturaleza. Etimológicamente procede del verbo phyo que se ha traducido como brotar. En el libro de Young desfilan desde Aristóteles, que a veces impartía sus clases en un parque, a Platón, a quien les gustaba enseñar mientras paseaba, u otros pensadores como Epicuro, Heráclito o Heidegger para llegar a la conclusión que la naturaleza es una “esponja filosófica”. Absorbe las interpretaciones y ninguna de ellas puede considerarse perfecta puesto que es parcial por definición y a menudo complementaria de otra. Lo que sí puede considerarse como algo en común es que en épocas distintas, la naturaleza entendida como el paisaje o simplemente un jardín, ha actuado como un espacio de observación. Ayuda a los filósofos a pensar y a los novelistas a escribir. 

Los seguidores de san Agustín sabrán que se convirtió al cristianismo mientras lloraba debajo de una higuera. Nietzsche ordenaba sus pensamientos debajo de un limonero. En ‘Filosofía en el jardín’ se recuerda que su biógrafo Curtis Cate explica que a aquel árbol le llamaban el ‘Gedankenbaum’ de Nietzsche o el “árbol de los pensamientos”. El filósofo alemán confesó a un amigo que necesitaba “un cielo azul sobre la cabeza” para poder pensar. 

“Simplicidad, simplicidad, simplicidad”

Otro filósofo, Jean-Jacques Rousseau, era aficionado a la botánica. Llegó a escribir un estudio, ‘Flora Petrinsularis’ sobre el ecosistema vegetal de Saint-Pierre, una isla situada en el lago suizo de Bienne. Explican que el autor de ‘El contrato social' se vestía con una extraña túnica y que con una lupa en la mano y un libro de un zoólogo suizo recorría los bosques examinando sus flores y plantas. Nada que ver con las fiestas en los lujosos salones de París.   

Siglos después, quien se inspiró frente a los jardines del Palais-Royal fue Colette, considerada una de las autoras de referencia en la Francia de la época moderna. Allí pasó su vejez. Young recuerda que años antes, la escritora compró una casa en Saint-Tropez (entonces no era un lugar de millonarios) y la escogió por el paisaje. Allí plantó tomates, menta y otras plantas aromáticas así como rosas rojas y amarillas, esas que para ella tenían un aroma “a tabaco fino”.

Aunque para huerto el de George Orwell. Esta nota de 1940 en su dietario prueba la importancia que le daba: “Más allá de mi trabajo, lo que más me importa es ocuparme del jardín, en especial del huerto”. Ya tenía problemas de salud y pese a la infección pulmonar trabajó en su jardín y en el huerto de la isla de Jura hasta que el cuerpo ya no le respondió y fue trasladado al hospital londinense en el que murió. 

En el libro de Young no aparece Henry D. Thoureau pero escribir un artículo sobre filosofía y naturaleza sin citarlo sería imperdonable porque el autor norteamericano ha ilustrado mejor que nadie esta vinculación. No hace falta irse a vivir dos años a una cabaña como hizo él ni escribir una obra tan magnífica como ‘Walden’ (publicada en 1845) para entender que su lema preferido, “simplicidad, simplicidad, simplicidad” es ahora mucho más necesario que cuando él lo defendía. No debería ser tan difícil aunque no tengamos ni huerto ni jardín.

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