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Un federalista en Ajuria Enea

El president Ximo Puig junto al lehendakari Iñigo Urkullu durante la visita del jefe del Consell al País Vasco

Adolf Beltran

Hace unos días el presidente valenciano Ximo Puig visitó a Íñigo Urkullu en Ajuria Enea. Nunca se había producido antes un encuentro similar y hay que remontarse a 1996 para rescatar el recuerdo de la breve visita de cortesía de un lehendakari al Palau de la Generalitat Valenciana (entonces fueron José Antonio Ardanza y Eduardo Zaplana los protagonistas).

El encuentro de Vitoria pasó bastante desapercibido, como casi todo lo que no hace referencia a Madrid en lo que atañe a las relaciones entre instituciones. No en balde el trazado radial de las infraestructuras sobre la geografía peninsular es un reflejo material y palpable de la mentalidad centralista del poder en España. El Estado de las autonomías, por ello, se sostiene sobre potentes líneas de tensión centro-periferia, pero es de una debilidad extrema en sus conexiones transversales, más allá de conflictos episódicos concretos entre comunidades.

Urkullu y Puig hablaron precisamente en medio de un conflicto surgido de aquel funcionamiento radial. El pacto bilateral del PP con el PNV para sacar adelante los presupuestos del Gobierno en minoría de Mariano Rajoy, a cambio de sustanciales descuentos en el cupo vasco, ha agitado el ambiente en el seno del comité de expertos que prepara la reforma del sistema de financiación autonómica y ha levantado ampollas en territorios, como el valenciano, que claman contra una dotación insoportable, por insuficiente y discriminatoria, en el reparto de recursos por parte del Estado.

Que un presidente valenciano que ha criticado el cálculo del cupo vasco y promueve la perentoria reforma del sistema de financiación autonómica, caducado hace ya varios años (“el problema no es el cupo, el problema es que el Gobierno sigue sin resolver la insuficiencia de las comunidades autónomas de régimen común”, matizó), se presente a hablar con su homólogo en Euskadi no deja de resultar llamativo por lo que tiene de voluntarioso y dialogante. Algo más llamativo aún si consideramos que Puig es un dirigente socialista al frente de un gobierno de coalición de izquierdas, pero que ha apoyado que el PSOE permitiera con su abstención gobernar a Rajoy; y que Urkullu preside un Ejecutivo que integra a consejeros socialistas, pero lidera un partido que facilita en el Congreso la aprobación de las Cuentas del PP.

El Estado autonómico se construyó sobre una tramoya electoral que reproducía el bipartidismo inherente al sistema heredado de la Transición en el juego entre comunidades gobernadas por el PP y por el PSOE, con los nacionalistas vascos y catalanes como piezas complementarias. Pero ya no funciona como antes. Ahora los gobiernos están en minoría o son de coalición, tienen dificultades con sus apoyos parlamentarios y se mueven torpemente, como jugadores en un tablero en el que no encajan las piezas a su disposición.

El inmovilismo españolista de Rajoy y la exacerbación del secesionismo en Cataluña bloquean una necesaria reforma de la Constitución que saque el modelo autonómico de ese callejón sin salida. Y hoy por hoy, es la propia dinámica de la nueva y variable geometría política española, al trasladarse a lo territorial, la única que puede abrir escenarios viables de cambio.

Urkullu y Puig, por ejemplo, acordaron colaborar para fomentar la conexión ferroviaria entre el Corredor Mediterráneo y el Cantábrico (ahora mismo es impracticable el trayecto Sagunto-Bilbao). Y lo que es más importante, sintonizaron para trabajar por la transferencia de los puertos a las comunidades autónomas, una iniciativa que escandalizará a más de uno en Madrid pero que tiene todo el sentido en Valencia, en Castellón y en Bilbao.

¿En qué otras cosas pueden llegar a coincidir en el futuro ambos gobiernos? Puig, que pertenece a un partido, el PSOE, en el que parte de sus dirigentes defienden el federalismo como un mecanismo apenas disimulado de uniformización (sin llegar al extremo de Ciudadanos, que propugna un Estado federal recentralizador en el que se produzca una devolución de competencias de las comunidades), comparte algunos de los puntos de vista que sostuvo en su día Pasqual Maragall al invitar a superar la distancia que separa la España plural de la efectivamente federal, mediante el reconocimiento del “derecho a la diferencia en un federalismo que garantice que no hay diferencia de derechos”.

Asumir que la igualdad no está reñida con el respeto a la diversidad de identidades es un paso que la mayoría de la clase política española, y de la opinión pública, no ha estado dispuesta a dar. La sola mención a la asimetría, al plurilingüismo o la plurinacionalidad todavía levanta sarpullidos en ciertos sectores. Y eso a pesar del deterioro evidente del modelo autonómico, con un enfrentamiento crudo en el caso catalán, al que tan entusiásticamente contribuyó el PP de Rajoy cuando se encarnizó con el Estatut en 2006.

Que el socialista Pedro Sánchez, -con quien, por cierto, tan mal congenia Ximo Puig- considere España una “nación de naciones” o que Pablo Iglesias proclame que las apelaciones de Podemos a la “patria” son compatibles con su carácter plurinacional y con el reconocimiento del derecho a decidir son síntomas de que en el escenario político se modifican algunas coordenadas a favor de una visión más horizontal y en red del Estado. Una concepción que debería plasmarse, aunque eso está por ver, en un sistema de gobierno multinivel capaz de canalizar la agitada complejidad territorial española.

Una complejidad que no puede resolverse a la británica, con referéndum escocés incluido, no solo porque en España la descentralización administrativa es mayor, sino porque, en cambio, allí nadie discute y es fácil de visualizar la existencia de varias naciones dentro del Estado.

La encrucijada está ahí: o se endurece el discurso centralizador, tensando las cuerdas del modelo radial y poniendo a prueba su punto de ruptura, o se despliega el instrumental de un pluralismo ideológico, cultural y territorial.

El presidente valenciano se apunta a la segunda opción, que conduce en algún momento a una reforma constitucional a la que hay que ir abriendo paso con la práctica institucional.

Por eso Puig se ha entrevistado, en algunos casos varias veces durante sus dos primeros años de gobierno, con presidentes como los de Aragón, Andalucía y Baleares, de su propio partido, o como los de Murcia, Cataluña y ahora el País Vasco, del PP y nacionalistas, respectivamente. No ha esperado a verse las caras con ellos en la conferencia de presidentes o alguna celebración oficial. Las agendas de sus reuniones, como las de sus consellers en encuentros de trabajo con homólogos de otros gobiernos,  tienen una orientación transversal e incluyen asuntos como el Corredor Mediterráneo, la reforma de la financiación autonómica o la redistribución competencial. Sabe que hay una geopolítica pendiente sobre el mapa de la crisis del sistema político español a la que intenta contribuir, de momento, con más ahínco que reconocimiento.

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