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Política o tremendismo

La rectora de la Universitat de València, Mavi Mestre, habla en el acto de homenaje a Ernest Lluch.

Adolf Beltran

Casi dos décadas después, se sigue recordando a Ernest Lluch y sus ideas tienen vigencia, no solo en lo que se refiere a la defensa de un federalismo plurinacional, sino también en relación con la predisposición al diálogo y la convicción de que en democracia hay que tratar de encauzar políticamente los conflictos.

Como cada año, hace unos días se recordó en la Universitat de València, con un debate académico y un sencillo acto de homenaje, al profesor y exministro socialista asesinado por ETA hace 19 años. En la década de los setenta del siglo pasado, el economista y político catalán enseñó en esa institución, militó en el valencianismo político de la época y escribió un libro, La via valenciana, clave para la comprensión del país y su modelo de sociedad. La figura de Lluch resulta, por eso, todavía inspiradora para el mundo intelectual y político.

Por esos mismos días, la portavoz parlamentaria del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, aseguró que el momento político actual “es más difícil que cuando ETA mataba”. Lo dijo una vez y, pese a las críticas, lo reiteró. La dirección del PP, que encabeza Pablo Casado, justificó sus afirmaciones. Lo que no es de extrañar, pese a los amagos de moderar el discurso, dada la afición a la grandilocuencia tremendista desarrollada por sus dirigentes y cargos públicos desde hace tiempo.

En realidad, las reiteradas acusaciones de traición que el PP lanza sobre el socialista Pedro Sánchez, situándolo fuera de la Constitución (Vox habla de una “declaración de guerra”) por negociar con Esquerra Republicana la viabilidad de un Gobierno de coalición con Podemos (que será un “desastre” por sí mismo, según los conservadores), no son más que la cobertura retórica de una respuesta meramente represiva al conflicto planteado por el independentismo en Catalunya. Esa respuesta no se conforma con las condenas a los líderes del 'procés', sino que amenaza con la suspensión del autogobierno en aquel territorio (unos predican la aplicación indefinida del artículo 155 y Vox aprovecha para plantear la implosión completa del sistema autonómico).

La opción de la “mano dura” y de la involución ha sido rechazada mayoritariamente por el electorado en varias convocatorias en los últimos tiempos, la más reciente el pasado 10 de noviembre, aunque ha polarizado a los sectores más reaccionarios hasta convertir a la extrema derecha en el tercer grupo parlamentario del Congreso. Frente a la simplicidad brutal de recurrir a los tribunales y desandar el camino constitucional, buscar una salida negociada no será cosa de una investidura, sino un ejercicio complejo lleno de problemas, pero es la única alternativa a los profetas de la catástrofe. Y exige una agenda nueva.

Pedro Sánchez, hace poco más de dos años, cuando luchaba por recuperar la secretaría general del PSOE de la que fue descabalgado por la vieja guardia para permitir que Mariano Rajoy volviera a ser presidente, parecía tener clara esa agenda al reivindicar sin complejos en Catalunya las figuras de Pasqual Maragall, Ernest Lluch y Jordi Solé Tura y proclamar que “España es una nación de naciones”. Exactamente lo mismo que tanto escandaliza a ciertos medios de las posiciones actuales del PSC, que señalan por dónde puede discurrir la nueva etapa, por mucho que les pese a García Page o Lambán, esos barones socialistas tan españoles.

A Pedro Sánchez le ha pillado la nueva situación con el paso cambiado, porque había apostado sin éxito alguno en la repetición de elecciones por una retirada de aquellas posiciones originales con la pretensión de atraer voto de la derecha. ¡Cuánto hemos cambiado en tan poco tiempo para volver al mismo sitio! La irresponsable e imposible vía unilateral ensayada por los independentistas y sus consecuencias, sin duda, lo han crispado todo. Pero la única salida civilizada sigue marcada por los mismos desafíos: diálogo, pacto, negociación. Y los regates tácticos han demostrado ser estériles.

Ernest Lluch defendió el diálogo y la solución política en el País Vasco, sin dejar de censurar con dureza a los terroristas y de criticar a ciertos nacionalistas y antinacionalistas. Entonces le costó la vida, porque si no te callabas, si te comprometías a favor de la paz y la negociación, te mataban. ¿Quién puede dudar de dónde se situaría hoy un antifranquista, detenido varias veces durante la dictadura como lo fue él, ante el dilema entre política o represión? Y no solo porque fuera un gran defensor del federalismo, sino porque en sus convicciones democráticas estaba inscrita la aversión a la demagogia y a ese tremendismo que consiste en no decir la verdad y en no buscarla.

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