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Huichi Chiu. Flamenco y guiones: los dos idiomas oficiales de Taiwán en Madrid

Huichi Chiu

Mónica Zas Marcos

  • Este artículo pertenece a la revista La España de los migrantes, de eldiario.es. Hazte socia ya y recibe nuestras revistas trimestrales en casa.

El estridente sonido del martillo mecánico se cuela desde la calle, pero cuando Huichi Chiu cierra las ventanas, su pequeño piso de Embajadores se traslada 11.000 kilómetros hasta Taiwán. Todo lo que hay dentro remite a ese barrio residencial del que huyó hace 16 años, porque no hay nada como la distancia para encontrar el orgullo en las raíces. Sería una bonita forma de empezar, salvo porque ese no es el caso de Huichi. Si por ella fuera, en la casa no habría entrado ni un solo vasito de té. “La mayoría son souvenirs del viaje a China de mi chico, a mí no me gusta que la decoración recuerde a mi pasado”, dice sirviendo agua en dos tazas con motivos asiáticos.

La actriz nació hace 40 años en Kaohsiung, una ciudad cercana al pedúnculo de la isla de Taiwán. Se ha acostumbrado a que le digan china, aunque en su pasaporte pone otra cosa y ella defiende que su país está a años luz de la gran potencia mundial en materia de derechos. Otra cosa son las creencias, justo lo que provocó que, en un arrebato de furia contra sus padres, Huichi acabara en España. Ellos la querían casada, maestra y con niños. Al principio canalizaba la ira a través del flamenco y, cuando las clases no fueron suficiente, saltó el charco animada por su profesora Flor de Loto.

“Me gustaba el flamenco porque no hacía falta sonreír. Necesitaba algo que pudiera sacar toda esa rabia que tenía dentro y no quería sonreírle a nadie”. En los tablaos tampoco se habla, y eso fue lo que acabó de decidirla para viajar a Madrid con solo un billete de ida. Pero el flamenco no da de comer tan fácilmente, así que Huichi decidió abrirse camino entre la bohemia madrileña, donde quizás fuera más fácil encontrar algo relacionado con sus estudios de Bellas Artes. 

Era tímida y no sabía ni una palabra de español, pero un amigo le dijo que tenía “algo oscuro” que podía explotar en la interpretación. “Me apunté a la escuela de Lecoq porque el primer año solo se trabaja con el cuerpo, no con la voz”, explica. Se confiesa igual de tímida que cuando era una veinteañera que apenas chapurreaba algo de francés y vivía en casa de una octogenaria que le prohibía invitar a chicos. 

“La gente me pregunta por qué soy actriz si sufro tanto hablando en público”, confiesa Huichi. “Estoy tan cómoda en silencio que, de no serlo, no tendría otra forma de comunicarme con la gente”. También lo usa como fuente de meditación y equilibrio de energías: “es como alcanzar un orgasmo”.

Chiu ha desarrollado la mayor parte de su carrera en el teatro, pero sus grandes hitos han tenido que ver con la pantalla. Primero, en la película Los pelayos, y últimamente con su aparición en la tercera temporada de Vis a vis. “Me hace gracia la expresión un antes y un después. Ese tren me ha pasado por delante muchas veces y nunca se ha parado”, dice sin resignarse. Es una realidad. España no es país para los actores chinos (ni para los de ninguna otra procedencia). La carencia de papeles, incluso de los estereotipados, se une a los prejuicios racistas de un sistema poco acostumbrado a mostrar su diversidad.

“En España hay que esperar dos o tres generaciones para que eso cambie”. Ella confía en que, de paso, acabe también con las miradas de condescendencia y los comentarios violentos que ha soportado desde que puso un pie en este país. “Eso es lo que más echo de menos de Taiwán, bajar la guardia y sentirme una más. Sé que aquí nunca voy a vivir en igualdad”. Pero huir de nuevo no es una opción; esta vez se queda. Levanta la mirada y desafía, igual que aquella niña que soltaba su furia con un zapateao flamenco. Igual no, mejor.

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