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Soja, azúcar, palma: los monocultivos que reescribieron las normas del juego

Una trabajadora separa los frutos del aceite de palma para poder procesarlos en North Sumatra, Indonesia / Laura Villadiego

Nazaret Castro / Aurora Moreno / Laura Villadiego

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Decía el filósofo Karl Polanyi que el hombre y la mujer de la modernidad se acostumbraron a aceptar, casi como un hecho natural, que la abundancia material llegara de la mano de la pobreza. Que la opulencia conviva con el hambre. El capitalismo del siglo XXI condena al hambre a países enteros mientras que la otra mitad de la humanidad convive con la epidemia de obesidad y diabetes; al mismo tiempo, se sigue repitiendo, como un mantra, que el modelo agroindustrial es inevitable y que es nuestra única baza contra el hambre.

Medio siglo después de que la Revolución verde entrase en los campos, 821 millones de personas, una de cada nueve, sufren hambre, y esa cifra sigue creciendo, pese a que la tierra podrá alimentar a los 9.100 millones de seres humanos que, según la FAO, poblarán la tierra en 2050, con solo evitar que se desperdicie, como ahora sucede, un tercio de la comida que se produce.

Hoy, al igual que hace 60 años, el loable objetivo de acabar con el hambre sigue siendo el argumento legitimador del modelo agroindustrial, a pesar de que la realidad demuestre que, más bien al contrario, la expansión de la frontera del agronegocio supone la expulsión de los campesinos y la pérdida de soberanía alimentaria para las comunidades locales. Según un estudio de ETC Group de 2017, la red campesina provee un 70 por 100 de los alimentos que se producen en el mundo, a pesar de contar sólo con el 25 por 100 de los recursos. Los campesinos son, también, quienes garantizan la biodiversidad: si la cadena alimentaria industrial se enfoca en apenas una docena de cultivos y cien variedades de ganado, los campesinos crían ocho mil variedades de ganado y han aportado más de 1,9 millones de variedades vegetales a los bancos genéticos del planeta.

En contraste, la lógica de la agricultura industrial ha reducido rápidamente el número de especies que cultivamos y comemos, hasta el punto de que el 90 por 100 de las calorías que se consumen actualmente a nivel mundial proceden de apenas una treintena de variedades.

Pero los monocultivos de una sola variedad dejan campos enteros inermes frente a las plagas; para evitarlas, se hacen cada día más necesarios pesticidas y herbicidas cada vez más potentes, que acaban con los microbios, pero que también tienen efectos perjudiciales en la población humana. Y, si la toxicidad de los alimentos que consumimos es cada vez más preocupante, no lo es menos la pérdida de biodiversidad de las especies, que hace a los seres humanos cada vez más vulnerables y pone en entredicho la soberanía alimentaria. En muchas regiones del mundo, la privatización de las semillas y las patentes es un debate candente y, para las comunidades campesinas, una batalla definitiva contra un sistema económico que las condena a la marginalidad.

Y dentro de esta lógica, la soja, la caña y la palma son, en el siglo XXI, tres monocultivos que han transformado el mundo. Si la caña de azúcar es el más antiguo de esos “monarcas agrícolas” a los que se refería Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, la palma y la soja han tenido una expansión mucho más reciente.

En los tres casos, se trata de monocultivos industriales que no están destinados primariamente al cultivo de alimentos, sino a la producción de biomasa que se destina a usos diversos: desde el sector agroalimentario, que vende productos comestibles antes que alimentos saludables, hasta la industria cosmética, pasando por la elaboración de agrocombustibles. En nuestro libro, apuntamos cuestiones que son transversales a este modelo agroindustrial: los impactos para nuestra salud del consumo de productos ultraprocesados, las certificaciones de sostenibilidad y los riesgos que implican los agrotóxicos.

De lo que estamos hablando es de la existencia de dos modelos de desarrollo en disputa: de un lado, la agricultura campesina y otras iniciativas más recientes que proponen un uso sostenible de la tierra para la producción de alimentos saludables y culturalmente adecuados; tales experiencias pueden agruparse en torno a la idea de soberanía alimentaria. Del otro lado, los monocultivos orientados a la exportación a cambio de divisas, que no producen alimentos para la población local, sino ganancias que acaparan los grandes terratenientes y las multinacionales del sector agroalimentario y biotecnológico que, como veremos, están concentradas en cada vez menos manos.

Esas pocas manos son las que toman las decisiones respecto a qué comemos, en qué condiciones se produce y quiénes son los ganadores y perdedores del modelo. Si quienes más pierden a día de hoy son las comunidades indígenas, negras y campesinas, a las que se les arrebatan sus tierras y, con ello, la posibilidad de mantener sus formas de vida ancestrales, a largo plazo la gran perdedora es la especie humana en su conjunto, pues el modelo del agronegocio basado en el monocultivo se está cobrando un alto costo en forma de pérdida de biodiversidad y contaminación de las fuentes de vida de las que depende nuestra existencia, como el agua dulce y la fertilidad del suelo.

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