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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

La ciudad inteligente: una ciudad social

Un refugiado durmiendo en las calles de Atenas

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El reconocimiento del derecho a la vivienda como derecho fundamental está vinculado a su consideración como una necesidad imprescindible para vivir con dignidad y seguridad, y desarrollar libremente la propia personalidad. Su vulneración pone en entredicho la integridad física y mental de las personas, su vida privada y familiar. La ausencia de una vivienda digna afecta a la salud y al medio ambiente, tanto en términos individuales como colectivos, y menoscaba el derecho a la educación, al desarrollo profesional e incluso a la participación en la vida pública. No es extraño, por ello, que la garantía del derecho a la vivienda aparezca vinculada, cada vez más, a la del derecho más amplio a un entorno urbano inclusivo, sostenible y democráticamente gestionado o, si se prefiere, al derecho a la ciudad

El derecho a la ciudad no es una propuesta nueva. El término apareció en 1968, cuando Henri Lefebvre escribió El derecho a la ciudad tomando en cuenta el impacto negativo sufrido por las ciudades en los países de economía capitalista, con la conversión de la ciudad en una mercancía al servicio exclusivo de los intereses financieros. Como contrapropuesta a este fenómeno, Lefebvre construye un planteamiento político para reivindicar la posibilidad de que la gente vuelva a ser dueña de la ciudad. 

Las ciudades reflejan la sociedad en la que vivimos y, en ese sentido, son un espejo de lo que somos. Una ciudad de arquitectura monolítica, granítica, es la proyección probablemente de una sociedad totalitaria. Mientras que una ciudad, como el París de 1968, en que hay barrios bohemios como el barrio latino, y otros aristocráticos, como los que rodean a los Campos Elíseos, refleja una sociedad que vota a De Gaulle pero en la que, al mismo tiempo, se prepara ya la futura explosión de Mayo del 68. Una ciudad como Viena, que sigue hoy en día encabezando la lista de la mejor ciudad del mundo para vivir, refleja una sociedad democráticamente gestionada y preocupada por el bienestar y el medioambiente. Varios factores sociales convergen en el diseño de su infraestructura: excelentes redes de transporte público y de abastecimiento de electricidad y agua, servicio sanitario y educativo de calidad y medidas eficaces para descongestionar la ciudad del tráfico y mejorar la calidad del aire…, sin embargo, todas estas políticas parecen ser ramificaciones posteriores de una longeva política social que se remonta a 1920 y que representa la columna vertebral de la ciudad: la política de vivienda.

Hemos asumido que el derecho a la salud y a la educación son parte integrante de nuestro sistema de políticas públicas, sin embargo, tratamos la vivienda como una mercancía más y usamos la ciudad como un objeto mercantil destinado al consumo y al turismo, privatizando espacios urbanos y permitiendo que cada noche 700.000 personas en Europa duerman en la calle. El resultado es, de un lado, ciudades fragmentadas social, económica y psicológicamente que llevan años sufriendo los efectos de la gentrificación y el turismo, y, de otro lado, sociedades cuyo ascensor social se halla paralizado (un niño de familia pobre, que pasa su infancia en una vivienda sobreocupada, necesitará 4,5 generaciones para llegar a alcanzar un nivel medio de ingresos). Que el turista, un ser que, por definición, no pertenece a la comunidad, sea concebido como el sujeto ideal de la arquitectura urbana, plantea desde luego un grave problema de orden político. Las plataformas digitales de alquiler temporal que están produciendo un aumento de los precios de la vivienda y un cambio en la composición de los barrios urbanos, sin crear una vivienda asequible u otros beneficios para la población local, deben ser sometidas a un estricto control normativo que proteja el derecho a la vivienda en nuestras ciudades. 

La Unión Europea atraviesa actualmente una importante crisis en el sector de la vivienda y el peligro real de un coste excesivo de la vivienda ya no solo afecta a los más desfavorecidos, sino también a una parte cada vez mayor del resto de la población. Más de un 15% de la población de la UE reside en viviendas sobreocupadas; más de un tercio de los ciudadanos europeos gasta en vivienda más del 40 % de su renta disponible, siendo esta proporción de la población superior a dos quintas partes en España (42,1%), y un total de once millones de «hogares» europeos -familias, parejas e incluso personas solas- carecen de un techo y viven en la calle, en albergues sociales o alojadas en casas de terceros. Además, solo en nuestro país, desde 2008, se han producido más de 1.002.000 desahucios. 

Ante este panorama, la Comisión Europea debe hablar con una sola voz y actuar en consecuencia. Para ello es necesario mirar a los diferentes modelos nacionales y adoptar las mejores prácticas. Las ciudades que mejor regulan el mercado de vivienda son aquellas que disponen de una oferta amplia de vivienda social. Por países, Francia es el país europeo que más invierte en vivienda social (500 000 hogares sociales al año). Holanda es el país donde hay más personas en viviendas sociales (33%). En Suecia no se necesita vivienda social ya que los alquileres son gestionados por los municipios y son propiedad del estado o por empresas sin ánimo de lucro cuyo objetivo es asegurar el acceso a la vivienda para todo el mundo independientemente de la edad, el género o los ingresos. España sin embargo ofrece uno de los panoramas más desoladores de la UE en esta materia, consecuencia principalmente de la mala gestión del gobierno del partido popular y los devastadores efectos de la crisis financiera que reventó la burbuja inmobiliaria en 2008. Entre 1997 y 2007, durante el gobierno del partido popular, los precios de la vivienda subieron hasta la escalofriante cifra de 232% y la construcción casi se detuvo: mientras se otorgaron 727,893 permisos de construcción en 2006, en 2011 el número era de apenas 77,700 según datos del Ministerio de Fomento. A partir de hoy, hay una gran cantidad de viviendas vacías, la mayoría de las cuales son propiedad de bancos y nuestro país sigue estando a la cola en la construcción de viviendas sociales (un 2%).

Está claro que no existe una sola respuesta para luchar contra la falta de vivienda asequible, sino que la receta se tiene que completar con diferentes medidas. Los socialistas en el Parlamento Europeo hemos incluido, en el informe que está elaborando la Comisión de Empleo y Asuntos Sociales sobre Acceso a Viviendas Asequibles y Decentes, algunas medidas concretas: aumentar la vivienda social y apostar por un nuevo concepto de vivienda social accesible para todos (no solo los grupos vulnerables), apoyar firmemente a nivel europeo el programa Housing First para combatir el sinhogarismo, excluir a nivel europeo el gasto social de las reglas fiscales, mejorar los indicadores sociales de vivienda del semestre europeo, mejorar la información a nivel local sobre acceso a fondos europeos para vivienda, apostar por la economía circular en el sector de la construcción,  y medidas eficaces para combatir la pobreza energética y garantizar la provisión de servicios básicos a todos los hogares y, sobre todo, medidas firmes para parar los desahucios. 

La actual pandemia de COVID-19 ha puesto en evidencia la importancia de la vivienda para la salud y el bienestar. El principio del que debe partir la Comisión Europea es que la vivienda, como derecho fundamental, no puede ser un elemento de especulación y, en este sentido, hacen falta operadores públicos que se puedan desmarcar del mercado y ofrecer alternativas reales a la configuración de las ciudades “inteligentes” del futuro y que sean los propios ciudadanos quienes decidan sobre cómo transformar su ciudad y cómo transformarse como sociedad a través de ella. 

Según la  OCDE en el año 2100, el 85% de los 11.000 millones de habitantes del planeta vivirán en ciudades. Creo que tenemos pues un gran desafío en la era de las ciudades y es el de optar por una de las dos posturas siguientes: o seguimos reafirmando nuestras creencias ciegas en el poder del crecimiento económico y la suposición tácita de que los beneficios de tal crecimiento, sinónimo de progreso, llegarán poco a poco a los pobres y harán de las ciudades un lugar habitable, o las ciudades se han de esforzar por lograr un verdadero desarrollo social subordinado a los valores de equidad social, sostenibilidad ecológica, eficiencia económica, la participación política,  pluralismo e integración cultural. Los socialistas europeos optaremos desde luego por el segundo reconociendo que la ciencia y la tecnología son un proceso social entre otros, por lo que rechazaremos una política urbana enraizada en la mistificación del destino tecnológico y apostaremos, hoy más que nunca, por su destino social. La tecnología y la sostenibilidad marcarán el futuro de las ciudades inteligentes, que contarán con mejores infraestructuras y avanzadas conexiones para un mayor desarrollo medioambiental y económico. Pero esperemos que la ciudad digital del futuro no sea solo un reflejo de la inteligencia artificial sino también el reflejo de una verdadera inteligencia social capaz de realzar las capacidades humanas.

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