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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La hora de la lección

Termina sin incidencias la segunda jornada de la Selectividad en Andalucía

Pablo García de Vicuña

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Quienes peinamos canas desde hace años recordamos con cierto desasosiego la expresión “la hora de la lección”. Era el momento en el que el maestro/la maestra se había dirigido a uno/a para recordarle que, en unos instantes, tendría que pasar por la experiencia de explicarle (recitarle) lo último aprendido. En función del tipo de persona que fuera quien nos convocaba desde la tarima, más condescendiente o más severa, podíamos encontrarnos ante el inicio de una situación amarga o simplemente trágica; en remotas ocasiones, satisfactoria.

El medidor de nuestro nivel educativo lo señalaba el público convocado. Cuando nuestros conocimientos eran escasos y estábamos seguros de nuestro fracaso, era un rezo encomendado a los dioses que el/la maestro/a decidiera ser el único testigo; prescindir en esos momentos del resto de nuestros compañeros/as era una suerte: la bronca era más que segura, pero nos ahorrábamos el escarnio coleguil.

En caso contrario, dar la lección ante toda la clase, era señal inequívoca de desastre que siempre comenzaba igual: frases entrecortadas, mirada perdida entre las líneas de baldosas, buscando cualquier inspiración, oídos tensos ante el primer síntoma de chanza juvenil, estrujamiento de manos, balanceo de piernas y cualquier otro movimiento que distrajese a nuestro examinador de su cometido principal: escuchar nuestro silencio.

No siempre era así. Cuando, por una alineamiento inesperado de los astros, conseguíamos encontrar el hilo conductor que nos permitía recitar en modo papagayo todo lo anteriormente memorizado, acabábamos con un atisbo de sonrisa, esperando la señal aprobatoria de nuestro tribunal. Los/as más osados se volvían hacia la clase en señal evidente de victoria, exponiéndose a algún pescozón que, habitualmente, llegaba de forma inesperada.

En el resto de las ocasiones –sin duda, la mayoría- el silencio, tras nuestra balbuceante exposición, era antesala de una bronca directamente proporcional a nuestra propia autoestima: cuanto más nos criticaban, más pequeños/as nos sentíamos. En nuestra impotencia más absoluta, deseábamos desintegrarnos y aparecer en cualquier lugar, mejor si era a más de mil kilómetros de la escuela.

Así, dar la lección se convertía normalmente en un momento trágico, no deseable, en el que no valorábamos el sentido de la prueba, sino la certeza cruel de que se plasmaba nuestra ignorancia de la forma más evidente.

Apenas recuerdo momentos satisfactorios en tales situaciones. Se trataba de una pelea constante con nuestra autoestima, conscientes de que las victorias eran efímeras y nuestras derrotas continuas e insoportables. Nuestro aprendizaje se medía en clave memorística, la principal herramienta educativa promovida por aquel sistema educativo.

Desconozco si quienes habitaban y nos dirigían desde la tarima habían estudiado a Piaget (el alumno, autoconstructor; el docente, mediador indirecto), Dewey (el alumno, libertad e iniciativa; el profesor, guía y orientador), o Montessori (el alumno, moldeable y sensitivo; el docente, facilitador y estimulador), por citar algunos ejemplos de pedagogía moderna. Tampoco daban señales de haber leído a filósofos universales, como Sócrates, de quien nos queda esa preciosa frase: “La educación es el encendido de una llama, no el llenado de un recipiente”.

Afortunadamente, había otros momentos. En ocasiones, aunque raras, aparecía por las aulas alguien, una persona desconocida a la que le acompañaba un cierto misterio; se trataba de un hombre o de una mujer que aunque ignorábamos cómo había aparecido y de dónde venía, rápidamente ocupaba un espacio estelar.

Notábamos que provocaba miradas despectivas o admiradas por igual de sus propios compañeros/as, cada vez que se cruzaban en cualquier parte del centro escolar. Era muy probable que no durase más de un par de cursos entre nosotros/as, pero durante ese tiempo a nadie –profesorado y alumnado- dejaba indiferente. Podía ser su semblante agradable, risueño, a años luz de las miradas autoritarias e inquisitivas de la mayoría de nuestros “profes”, a las que estábamos ya acostumbrados/as. O podía ser su cercanía en el trato, su conversación banal sobre nuestros propios intereses. En alguna ocasión, hasta podía ser su atrevidísima forma de dar la lección. De lo que no había duda es de que su poder de seducción era infinitamente superior al resto del profesorado habitual.

Tuve la suerte de conocer un profesor así. Enseñaba Historia en bachiller y su primera clase nos dejó ya boquiabiertos. En vez de pasar la lista convencional para familiarizarse con nuestros nombres, nos fue entresacando información personal a cada uno/a, sin notarlo, apenas. Al término de esa hora, habíamos hablado de Atapuerca, Roma, Atapuerca, la Edad Media, Hitler ¡sin haber abierto el libro! Nadie se sintió excluido ni aburrido y, lógicamente, nuestro profesor, aquel día, fue la estrella en el aula y en las comidas familiares.

La siguiente sesión fue, nuevamente, puro asombro. Esperábamos expectantes su comienzo cuando nos sorprendió recitando la lista tradicional y asignándonos a cada uno/a un número, distinto al que se nos había asignado al comienzo del curso. Instintivamente, algunos compañeros torcieron el gesto, pensando que lo del día anterior había sido flor de un día y volvíamos a tener al mismo profe de siempre. Pero estaban confundidos.

Pronto supimos el porqué: en función de la información que el día anterior había obtenido de cada uno/a, fue configurando grupos en clase (¡lo nunca visto!). Y nos explicó su metodología: cada uno de los nuevos grupos, por turnos, iría estudiando y preparando un tema de los que tendríamos que ver durante ese primer trimestre, y que, posteriormente, se explicaría al resto de la clase. El profesor, tras una presentación teórica de cada tema, al comienzo de cada sesión, se integraba en los grupos para reforzar, orientar y/o matizar el aprendizaje de cada uno/a de nosotros/as. Gracias a él entendimos que estudiar Historia significaba convertirse en investigador/a para desentrañar las respuestas a las preguntas que cualquier acontecimiento provoca: ¿qué, por qué, cómo, cuándo, dónde ocurrió? ¿para qué sirvió?... Preguntas que sigo utilizando cada vez que tengo oportunidad de enseñar y de aprender.

El profesor estuvo en el colegio dos años, al término de los cuales desapareció de forma similar a como había aparecido: con una sonrisa y sin dar más explicaciones. Joseba se llamaba; desconozco si en algún momento supe su apellido.

Tras él, volvió la rutina, se sucedieron nuevos nombres, pero no se repitió la sorpresa. Dar la lección volvió a la monotonía inquietante de siempre. Pero, desde entonces, la comparación fue inevitable.

Aquellos/as docentes tradicionales, la inmensa mayoría, eran supervivientes de un sistema opaco, absolutamente trasnochado, que a falta de otros incentivos didácticos se refugiaban en la autoridad, un principio ampliamente apoyado por aquella sociedad en los estertores del franquismo. Una sociedad que bendecía la máxima de que la letra con sangre entra y que ignoraba a Cicerón cuando expresaba aquello de “La autoridad de los que enseñan perjudica a menudo a los que quieren aprender”.

Sin embargo –y aunque al principio, de forma tímida- fueron prodigándose, cada vez más maestros y profesoras como Joseba. Y poco a poco, la hora de la lección se convertió en un espacio de creatividad y de disfrute. Cuando ocurría el cambio, la tarima se transformaba en un lugar desde el que se oían palabras de afecto, de ayuda, de aprendizaje significativo. Por un pequeño tiempo, a modo de agujero interestelar, podíamos conectar con el pasado, conocer personas que habían mejorado el conocimiento científico, escuchar historias de solidaridad… La profesora-el maestro conseguía ese silencio atractivo que auguraba nuevos espacios de disfrute.

Algo similar al disfrute debió sentir Albert Camus, cuando una vez recogido su premio Nobel se dirigió por carta a su maestro preferido: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al pequeño y pobre niño que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece, por lo menos, la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted tuvo continúan vivos en uno de sus pequeños alumnos que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su agradecido pupilo.”

Para Camus, el trabajo de su maestro/profesora fue una experiencia enriquecedora. Para él, como para otros millones de jóvenes, la hora de la lección se convirtió en un recuerdo imborrable.

(Dedicado a cuantas/os docentes inician este curso con ilusión, profesionalidad y deseos de innovar)

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