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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿De verdad fue tan malo 2020?

Consuelo Landa,  primera vacunada en Vitoria, en la residencia Ajuria

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Empiezo a pensar que más vale un año malo conocido que otro bueno por conocer. El que acabamos de inaugurar nos trajo su regalito de Reyes con el asalto fascista al Capitolio de Washington; y aquí, en España, nos dejó una cuesta de enero especialmente resbaladiza, al paso helado de doña Filomena. Supongo, pues, que no es especialmente oportuno en estos días echar mano del refranero y repetir eso de “año de nieves, año de bienes”, pues se corre el peligro de que a uno le miren raro, si se le ocurre soltar el dicho. De modo que 2021 se nos ha presentado como lo hizo Fernando VII en España tras la guerra de la independencia, pasando, así, de ser “el Deseado” a convertirse en “el Indeseable”. 

No tendría, pues, nada de extraño que, en vista de cómo nos llega el actual, empezáramos a mirar con cierto cariño el año que ya ha pasado y del que se ha dicho con machacona insistencia que es mejor no recordar. Una recomendación que me parece muy tonta y que no tengo intención alguna de seguir. No estoy dispuesto a adelantarme el alzhéimer quitando de mis recuerdos un año de existencia. Y, con él, la nostalgia que me pueda dejar. Porque el tiempo pasado, con toda su carga, hasta la más negativa, siempre crea esa añoranza necesaria para poder decirnos, con el poeta: “Confieso que he vivido”.

¿Tan malo ha sido 2020? Negarlo sería una idiotez, además de una ofensa a las numerosas víctimas, incluyendo las económicas, que el maldito virus ha provocado. Pero ¿no ha tenido cosas buenas? A mí se me ocurren varias. Por ejemplo, unos Presupuestos expansivos que permitirán, tras años de austeridad, robustecer el sistema sanitario y los servicios públicos que conforman el Estado de bienestar; o la obtención de unos fondos europeos (140.000 millones de euros en nuestro caso) que ayudarán a la recuperación económica y social del país; o los acuerdos sociales entre Gobierno, sindicatos y empresarios; o la puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital; o el fin de la Ley Wert, con la aprobación de una nueva Ley de Educación, que consolidará la enseñanza pública; o la aprobación de la Ley de Eutanasia, que permitirá morir con dignidad a quienes el vivir se les ha hecho indigno…

En contra de lo que se dice, yo creo que el pasado ha sido un año muy memorable; un tiempo de una enorme vitalidad, por todo aquello que ha dejado ver, o entrever. Un tiempo en el que han saltado por los aires dogmas neoliberales que se daban ya por inamovibles; en el que se ha empezado a cuestionar esa soberanía absoluta del individuo, ajena a cualquier vinculación social o comunitaria. Un tiempo abierto a nuevas posibilidades, inexploradas o simplemente desechadas por “ideológicas” (es decir, de izquierdas). Un tiempo, en suma, en que se empezó a dejar de lado buena parte de la ortodoxia económica, ¡precisamente para salvar la economía! Un salvamento cada vez más indistinguible del salvamento de las personas. De modo que la intervención del Estado, del que los poderes económicos querían prescindir, ha vuelto a ponerse de moda.

Cuando se pretender condenar al olvido un año de nuestra existencia, lo que se busca en el fondo no es otra cosa que alentar la desmemoria social

Y no podemos olvidar la concesión, en 2020, del Premio Cervantes a un poeta extraordinario, como el valenciano Francisco Brines; que sigue las huellas del que obtuvo, el año anterior, otro extraordinario poeta, el catalán Joan Margarit. Cabe destacar también otro gran regalo cultural del pasado año: el Premio Nacional de Ensayo para 'El infinito en un junco', de Irene Lozano, que se ha convertido en un fenómeno editorial, y de ventas, pese a tratarse de una obra que aborda un tema tan poco “vendible” en apariencia como la historia del libro.

No deja de ser reconfortante esa reivindicación conjunta del libro y de la poesía que nos llega desde el ámbito cultural. Y que nos recuerda, de paso, que el pensamiento y la poesía y el arte en general, tuvieron sus momentos de gloria en las fases más crudas de la COVD-19. Esos momentos de angustia general, en que más se necesitaba la figura del héroe (lo identificamos en los trabajadores, más bien trabajadoras, de la Sanidad); en que no resultaba cursi la exaltación de nuestros mejores sentimientos; en que necesitábamos sentirnos buenos, como personas en sociedad, y llegamos a pensar que todos podríamos salir mejor de esta prueba. Y era la época de los aplausos a las 8 de la tarde; y de darnos ánimos; y de expresar nuestra solidaridad con quienes nos cuidaban… ¿De verdad que todo esto no merece la pena recordarse?

Estaría bien no desalojarlo de nuestra memoria colectiva; porque a lo mejor –libro y poesía mediante-, puede volver a repetirse. Y me da que hay demasiado interés (comercial, por supuesto) en que no se repita; y en confundir el vivir con el “estar entretenido”. De acuerdo con los criterios crematísticos que alimentan la sociedad del espectáculo permanente, el condicionado por la omnipotencia del coronavirus ha sido un “tiempo muerto” que no merece la pena ser recordado. Y eso es algo que se me hace francamente difícil de entender, y mucho menos de aceptar. ¿Un tiempo de nuestra vida muerto? ¿Y cómo se come eso? ¿No será que, intelectualmente hablando, determinados poderes económicos nos quieren muertos? Tengo la impresión de que, cuando se pretender condenar al olvido un año de nuestra existencia, lo que se busca en el fondo no es otra cosa que alentar la desmemoria social, con la excusa de recuperar lo que llamamos “normalidad”; esa normalidad dudosamente normal; sobre todo cuando, en tiempos de pandemia, conduce a un analfabestialismo rampante, y cada vez más agresivo, que amenaza con destruirnos como sociedad y como país.

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