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La inmensa mayoría

Antonio Vélez, ex alcalde socialista de Mérida

En los últimos días me persigue machaconamente el lapidario título del poeta Blas de Otero, quizás  incitado mentalmente por las circunstancias políticas que impregnan, con  mediática insistencia, nuestra actualidad. Tal vez por no acertar a entender lo que está pasando realmente sobre el cuerpo social de esta vieja y singular realidad que es España, sin eludir en esta consideración nuestra tendencia cíclica al suicidio colectivo, ese comportamiento destructivo que nos caracteriza desde los más remotos orígenes.

Basta repasar la historia recurrente de las masacres y los odios  aldeanos, los reales despotismos o los desastres pintados por Goya, junto a los pronunciamientos militares, tiros a la barriga, guerras civiles y represiones salvajes. Esa carga negra, tan consuetudinaria en nuestro devenir como pueblo, que choca con la chispa humanista, aventurera por curiosa, navegante y colonizadora, altruista, cervantina o científica, filantrópica por caritativa, piadosa y monacal, al tiempo de creativa, heroica, imperial y envidiada. Genial, en suma, pero amarrada por ese nudo gordiano del trasunto intelectual, que  estigmatizó a tantos, hasta concluir en la imprescindible y puntual interrogante del que pasa ahora.

 Vienen a mi memoria tantos recuerdos agolpados de un tiempo distante que marcaba otros compases. Los baúles abiertos, desde la curiosidad devota de la memoria transferida, cuando aquellos carteles, brillantes, satinados, nos mostraban una máquina de vapor poderosa que respaldaba la proclama a la defensa armada del sindicato obrero, contra el fascismo. Nos hablaban con pasión nuestros mayores de Largo Caballero y de cómo había tomado el relevo, la antorcha de la lucha, en la defensa de una clase obrera, explotada hasta la inquina del deshonor y la humillación.

El mismo Francisco Largo que, antes de la revolución de Asturias, colaborara con responsabilidad reprochada con  el Directorio Civil del General Primo de Rivera, el castizo militar, influido – lo cuenta Gerald Brenan  - por las ideas regeneracionistas de Joaquín Costa y a la postre “borboneado” por el monarca.  

O Indalecio Prieto – “soy socialista a fuer de liberal” - cuando insistía en su proclama de que había que avanzar, crear, por encima de las palabras y las soflamas. Y de Besteiro, con su ritmo reflexivo, profesoral, equilibrado. Como Fernando de los Ríos, el gran intelectual, producto académico de la Institución Libre de Enseñanza, el mismo que había viajado a Rusia requiriendo de Lenin una justificación a la falta de libertad del universo soviético. “Libertad, para qué” fue la  respuesta, aquel erróneo concepto de un poder dirigido que terminó en un muro derribado y en un nuevo zar imperialista.

Tantos recuerdos…Aquella República, “burguesa” en opinión de algunos, las familias rotas y la larga dictadura, epílogo fatal al terrible desencuentro histórico de una sociedad que pudo marchar de otra manera si hubieran cuajado las intenciones educadoras de la fracción educativa/intelectual – la de los maestros de La Lengua de las Mariposas -  que supuso la filosofía educativa krausista, un doctrinario de pensamiento analítico, constructivo y libre, que quiso romper las cadenas, las mordazas, del   fundamentalismo clerical e intervencionista de aquella España Machadiana.

El reencuentro entre los intelectuales y los obreros, el bloque social solvente que articuló el Partido Socialista para ganar la historia, la misma que se dinamitó en aquella guerra encendida por los derechos sacrosantos de los caciques latifundistas y los censos patronales – “burgos podridos” que exclamara Azaña -  contra  el pueblo, la ilusión de progresar y los poetas. Se liquidaron los valores del racionalismo y la ciencia, de la  libertad y la justicia, esos instrumentos insustituibles para la emancipación de las clases explotadas. Durante una larga noche de cuarenta años.

Más cercanas resultan las vivencias de un tiempo alcanzado con las manos, de una transición política, desde la impronta del entendimiento, básicamente animada desde el bloque sociológico del centro/izquierda. Fueron tiempos de reensamblaje institucional y de carencias inenarrables. Parece increíble contar ahora que el padrón de beneficencia, ese censo de ciudadanos que eran asistidos sanitariamente, desde la pobreza absoluta, existía en todos los ayuntamientos como una bofetada social, una vergüenza inaceptable que exponía la crudeza de la marginalidad, la herencia a plena luz de una sociedad rota.

Fueron los gobiernos socialistas quienes acabaron con esa humillación social para instituir el sistema sanitario universal, aunque lo hayamos olvidado. Tanto como las pensiones no contributivas, cuestiones que abrían un camino decidido de justicia redistributiva de los recursos del Estado. Y todos los equipamientos de infraestructuras básicas imprescindibles que simplemente no existían. Y se hicieron, igual que nos homologó Europa, esa lejana aspiración, abriéndonos sus puertas, evidenciada la alternancia política.

Conviene recordar estos hechos, por la consabida certeza de que los pueblos que olvidan su historia tienen el riesgo de repetirla. Especialmente ahora, en unos momentos  en los que los acontecimiento están aprisionados por el pesimismo colectivo, un terreno abonado para la confusión y los recurrentes salvapatrias, esos que nunca nos faltaron. La reflexión más conveniente, por tanto, es que un país, una sociedad, no puede tirar por la borda a sus activos políticos contrastados, por la coyuntura de una dura crisis en alguna medida inesperada, de la que saldremos, poniendo toda la voluntad e instrumentos posibles para hacerlo. Y se hará desde la redistribución de los recursos, con el respaldo del bloque sociológico mayoritario que representa el centro/izquierda.

No hay milagros, ni pócimas mágicas de falsos profetas, prestidigitadores de ocurrencias o transmutados desde el narcisismo mediático. Para recuperar el bienestar general hay que evaluar la evidencia de que España es un país con alto nivel de desarrollo y rentas, algo que está ahí y es el camino del necesario diálogo social muy amplio – precisamente el que se inscribe en el espacio del centro /izquierda y quiere repartir riqueza, bienestar, y no pobreza - para consolidar un nuevo marco normativo, de participación y solidaridad, desde el Estado y no desde el fraccionamiento territorial interesado por una intención sectaria inaceptable.

La sociedad española debe descartar igualmente en una lógica de alternancia que ha sido globalmente positiva para el país, que el Partido Popular de Rajoy, abrasado por la corrupción y los papeles de Bárcenas, siendo él mismo cabeza de la organización durante esos hechos, sea la garantía del cambio necesario. Esa obligación le corresponde al Partido Socialista que ha propiciado a los españoles muchísimas más luces que sombras a lo largo de su casi siglo y medio de andadura. Y es la sociedad española la que debe exigir a los socialistas que su compromiso histórico y su experiencia  institucional vuelvan a ser funcionales para sacar de la crisis y del desánimo a los ciudadanos. No cabe otra opción de cara a una nueva andadura política para cambiar  la realidad actual. Es lo que le toca exigir, ahora, a la inmensa mayoría.

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