Madres
Hay madres que aman con locura a sus hijos de la mañana a la noche, pero los odian con razón al llanto de la madrugada; hay madres que ven en la oscuridad sin necesidad de luz alguna y se levantan a arroparlos a pesar de que ya están arropados.
Hay madres que oyen en el silencio el casi imperceptible latido de los corazones cercanos y no pueden evitar escuchar con preocupación; hay madres que hacen bocadillos a la hora del dilúculo, que es la hora previa al amanecer, y descubren al ir a guardarlos en las mochilas escolares invitaciones de cumpleaños ya pasados; hay madres que llevan a sus hijos e hijas en coche al cole y que aprovechan los semáforos para pintarse los labios porque, a pesar de haberse levantado temprano, siempre se llega con el tiempo justo; hay madres que dicen adiós desde el otro lado de la verja de la escuela y se quedan esperando sin razón aparente, mirando a la nada, con la angustia de la separación y el desconcierto de no saber qué pasa en esas horas de colegio.
Hay madres que guardan en sus carteras y en sus bolsos las fotos de aquellos a quienes no pueden dejar de ver, y desean regresar a casa o llegar al trabajo para buscarlas y así poder llenar con su imagen el silencio y la soledad que se apoderan de las horas cuando no hay niños.
Anna Marie Jarvis tenía 41 años cuando, en 1905, murió su madre, Anna Reese Jarvis, una conocida pacifista que trabajó por la mejora de la sanidad pública y la reconciliación de los bandos enfrentados en la Guerra Civil Estadounidense de mediados del siglo XIX. Eran los tiempos del movimiento sufragista norteamericano.
Desde que se redactara la “Declaración de Sentimientos” de Séneca Falls, en el Estado de Nueva York, en 1848, miles de mujeres norteamericanas, inicialmente partícipes de las campañas antiesclavistas, reclamaban su derecho al voto e igualdad de trato frente a los hombres. Tras la muerte de su madre, Anna se sumió en una profunda depresión de la que sólo pudo salir gracias a lo que sería su gran proyecto personal de vida y su gran tragedia: lograr que se institucionalizara un Día al año en homenaje a las madres.
En compañía de su hermana ciega Elisinore inició dos años más tarde y desde Grafton, en West Virginia, una campaña mediante el envío de cartas a personas influyentes, entre las que se encontraban congresistas, ministros de la Iglesia y los llamados “hombres de negocios”. La campaña dio resultado y así se celebró el primer Día de la Madre el 10 de mayo de 1908 en honor de Mrs. Reese Jarvis, haciendo coincidir la fecha con el aniversario de su fallecimiento.
Coincidió, además, con el segundo domingo de mayo de aquel año y, en aquella ceremonia, se llevaron claveles rojos y blancos, las flores favoritas de la madre de Anna: los rojos simbolizaban el reconocimiento a las madres que aún vivían y los blancos el homenaje a las que ya no estaban.
La celebración se extendió como un reguero de pólvora. Desde América a África los cinco continentes adoptaron la fecha cambiándola en algunos lugares por el Primer Domingo de Mayo, como es el caso de España, u otros días aledaños. En 1914, seis años antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobara la enmienda a la Constitución que reconocía a las mujeres el derecho al voto, reconoció el Día de la Madre como fiesta nacional. Sin embargo, en pleno auge del capitalismo, la fecha se mercantilizó, y ahí comenzó la tragedia de las hermanas Jarvis.
Anna presentó en 1923 una demanda judicial para que se eliminara la fecha del calendario de celebraciones oficiales. Denunció que el sentido de aquel Día se había desvirtuado por completo, pues lo que ella había pretendido era organizar una jornada de reflexión y agradecimiento emocional a las madres del mundo, y no propiciar otra oportunidad de lucro consumista. Llegó incluso a ser detenida por protagonizar una protesta en el seno de una reunión de madres de soldados en guerra que vendían claveles blancos, el mismo símbolo que ella misma había contribuido a crear. Junto a su hermana, Elisinore, gastaron toda su herencia en tratar de abolir la celebración que ellas habían creado, hasta morir en la más absoluta pobreza, repudiadas por quienes en su día las habían ayudado en su particular campaña. En una entrevista concedida al final de su vida dijo estar muy arrepentida de haber creado este Día de las Madres. En otra ocasión también dijo textualmente: “Una tarjeta impresa no significa nada, excepto que eres demasiado vago para escribir a la mujer que más ha hecho por ti en esta vida”.
Anna Jarvis murió en West Chester, Pensilvania. Jamás se casó, ni tuvo hijos. Está enterrada en el cementerio de West Laurel Hill, en Bala Cynwyd, Pensilvania. Quien vaya a visitar su tumba que no olvide llevar un clavel blanco.