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Asco de ser político

La alumna Elisa Trivino interviene después de recibir una distinción por ser la graduada con mayor nota de su promoción

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A veces, cuando me enfado mucho, parecería que estoy a punto de llorar. Y de hecho lo estoy. La rabia se me sube a los ojos y me tiembla la voz. Es algo que me ha sucedido solo en un par de ocasiones. El factor que se repite en todas ellas, curiosamente, es un sentimiento de injusticia, un hartazgo y asco por mi interlocutor. Lo que quiero decir hoy es que te comprendo, Elisa, comprendo tu enfado. Yo, probablemente, habría llorado.

Esta semana dos de los poderes más corruptos de nuestro tiempo —la política universitaria y la de partido— se unían para insultarnos una vez más a la cara. ‘La Nerona’ de Madrid —sería un buen nombre para una pizza, pero estoy hablando de la presidenta de la Comunidad— era nombrada alumna ilustre por la Universidad Complutense en un acto donde compartía protagonismo con el alumnado que se manifestaba a las puertas al grito de “Ayuso, pepera, los ilustres están fuera”. El foco los iluminó también a ellos y a Elisa. A Elisa, que hizo del desmantelamiento a tumba abierta de lo público su causa personal. Y eso, no hay garganta que lo aguante.

Más allá de lo evidente, del hartazgo general, me pregunto en qué momento se ha hecho necesario premiar a una política con un galardón universitario. En qué punto de las últimas décadas esto se nos ha ido tanto de las manos como para considerar a la clase política una suerte de nuevo estamento nobiliario. ¿Se han fijado en que hablamos sobre ellos como quien discute el argumento de una telenovela? A nadie le producen ya admiración los políticos. A muy poca gente respeto y, mientras tanto, aumenta el asco hacia la parafernalia que adorna la profesión. Todos, absolutamente todos los partidos y colores, alimentan en mayor o menor medida esta impresión, este halo de luces led poco atractivo, pero por lo demás eficiente.

Poco a poco, todos han empezado a jugar a interpretar y creerse esa fama inmerecida, a darse brillo con el prestigio absurdo que les otorga ocupar un puesto en una institución pública tan importante como las demás. Es decir, tan frágil, tan gris. Existen hasta alcaldes de pueblo en los que se ha apreciado un crecimiento de varios centímetros por la coronilla. ¡Quién sabe si se comunicarán mediante ondas entre ellos!

Ya nadie quiere ser político. Corrijo: casi nadie quiere serlo. Fuera de las juventudes de partido (que me recuerdan cada vez más a una secta; si quieren colaborar, váyanse a una ONG) ni siquiera los niños admiran la profesión. Quizás porque es cada vez más difícil tolerar esa desfachatez, esa ignorancia atrevida que los impulsa lejos, muy lejos. Los monstruos como Ayuso son hombres bala del circo mediático. ¿Para cuándo el televoto en unas elecciones?

Y claro está, la impotencia se acumula. Y llega un día, después de mucho trabajo, de feliz anonimato o merecido reconocimiento, en que nos toca compartir espacio con cualquiera de estos personajes. Y yo confieso que cada vez que veo el vídeo con el discurso de Elisa no puedo evitar el nudo en la garganta y las ganas de llorar. Porque no es justo. No es justo que hayan logrado que nos dé tanto asco pensar en ser políticos.

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