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Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera

The Guardian en español

Su mujer murió en la guerra de Afganistán, su hija es americana y aún así Estados Unidos quiere deportarlo

José González Carranza y su hija Evelyn.

Terry Greene Sterling

Phoenix (Estados Unidos) —

En una mañana cálida de abril en el desierto de Arizona, José González Carraza, un hombre grande con un ligero ceceo al hablar, la sonrisa torcida y un elaborado tatuaje de un billete de cien dólares trepando por su mano izquierda, se sienta a la mesa de su cocina buscando las palabras para comenzar a contar su historia.

A sus treinta años, González Carraza se ha convertido en el padre inmigrante más famoso de la prensa nacional, tras ser deportado por error y por un periodo corto de tiempo a México a principios de abril. Desde entonces, ha perdido el control de su vida .

Tras la muerte de la madre de su hija durante una misión en Afganistán, le fue concedido el permiso de vivir y trabajar en Estados Unidos. Ahora, a medida que el presidente Donald Trump aumenta la presión sobre la autoridades migratorias para deportar a inmigrantes -no solo delincuentes-, el futuro se muestra lleno de incertidumbres. 

El discurso anti inmigración del Gobierno y la saturación de los tribunales y agentes de extranjería habría provocado su deportación a pesar de existir una orden legal en contra. De vuelta en casa y a la espera de que se resuelva su situación administrativa, González Carraza lidia con la inestabilidad.

El siete de abril contaba con un buen trabajo, una casa con un tejado rojo en un barrio ajardinado, un tractor también rojo con llamas de fuego pintadas en el lateral, facturas que pagar y una relación complicada con su hija… Y cuatro días después aguardaba sentado en un banco de Nogales, en el estado mexicano de Sonora.

La semana pasada pudo volver a su casa de Phoenix, de nuevo en Estados Unidos, pero con una cantidad de enorme de problemas legales bajo el brazo, sin empleo, ahorros para sobrevivir un mes, unos suegros escandalizados y un futuro incierto. “No lo puedo asimilar”, cuenta sentado en su cocina ignorando a los periodistas que no paran de hacer vibrar su iPhone. A su espalda, un cartel de Hogar dulce hogar.

González Carraza entró de manera irregular en Estados Unidos en 2004, cruzando a pie la frontera con el desierto de Arizona. Entonces tenía 14 años, y ahora se considera más americano que mexicano. Recuerda el viaje de cinco días, la mochila cargada con latas de atún, manzanas, píldoras de minerales y casi ocho litros de agua.

No había visto nada tan vasto como aquel solitario desierto, y se preguntaba qué sería de él si perdía de vista su grupo de 12 personas y el guía. Pero logró entrar en Phoenix, y después de que su tío pagara al traficante 1.200 dólares (algo más de mil euros), se encontraba seguro.

En su casa de Orizaba en Veracruz, México, nunca llegó a conocer a su padre. Su madre vendía juguetes en el mercado local y era demasiado pobre para cuidar de él a tiempo completo. Por eso, fue criado por sus tíos y tías.

En Phoenix no fue a la escuela, una decisión de la que ahora se arrepiente porque nunca pudo ir al instituto. Encontró trabajo como asistente en una empresa de alfombras y años más tarde se lo montó por su cuenta, teniendo como clientes a grandes empresas americanas. En una buena semana podía ganar hasta 400 dólares (casi 360 euros).

Conoció a Bárbara Vieyra en una discoteca para adolescentes, los dos tenían 17. La sacó a bailar y la invitó a una gaseosa. Meses más tarde, se mudaron a un apartamento: “Solo queríamos estar juntos, en nuestro propio mundo”, cuenta.

Pronto, Bárbara se quedó embarazada. Recuerda cómo su madre se puso furiosa, y nunca le ha perdonado. Eso apenas fue el principio de una mala relación que dura hasta día de hoy.

Después de cumplir 18 años, en 2007, se casaron en una ceremonia civil. Eran adolescentes tratando de sacar adelante un matrimonio, no siempre fue bien, relata. Una vez compró de manera ilegal varias latas de cerveza y se sentó en su coche a beber. Fue arrestado y pasó un tiempo en la cárcel, lo que no sentó bien a sus suegros, a los que apenas veían durante las vacaciones. Las visitas aumentaron, sin embargo, cuando nació la pequeña Evelyn, Bibi, hace doce años.  

Bárbara se alistó en el Ejército un año después de su boda para poder pagarse la carrera de enfermería una vez terminado su servicio. No confiaba en que él pudiera cuidar de la niña, así que fue su madre quien se encargó de Bibi cuando ella estaba fuera.

No había regularizado su situación de inmigrante en Estados Unidos cuando su mujer murió a causa de un dispositivo explosivo en Afganistán. Era 2010 y el día en el que Bárbara cumplía 22 años.

Eso tampoco fue capaz de asimilarlo. Habló apenas en una ocasión con un capellán, pero nunca acudió al asesoramiento que ofrecía el Ejército. Se sintió abrumado de culpa por haber apoyado la decisión de su mujer de alistarse. Si no lo hubiera hecho, se repite, ella seguiría viva.

Y ahora, cuenta, no se le va de la cabeza la imagen de su mujer la última vez que la vio, con su uniforme militar, regia, en el ataúd. “Era un hombre joven que cometió errores”, justifica, “quisiera poder cambiar tantas cosas… ojalá hubiera sido mejor marido”.

Tras la muerte de Bárbara, sus padres le demandaron en los tribunales del condado de Maricopa para quitarle la custodia de Evelyn. Se basaron en la multa por conducir borracho y alegaron que no prestaba suficiente atención a la niña. El pleito duró mucho tiempo y se esforzó en ganarlo: tomó clases para padres, contrató a un abogado… Pero el juez terminó dándole la custodia completa a sus suegros.

Asi que ahora debe cerca de 23.000 dólares (20.500 euros) en manutención e intereses a sus suegros, según el diario Arizona Republic. González Carraza explica que es demasiado pobre para pagar las cantidades que le demandaban cuando se dedicaba a instalar alfombras, y la suma siguió creciendo.

Ahora, cuenta, da todos los meses 500 dólares (446 euros) para la manutención de su hija. Tras la muerte de Bárbara recibe una ayuda del Ejército que ronda los mil dólares (algo más de 890 euros), pero no quiere decir a cuánto asciende exactamente.

Guadalupe Vieyra, la hermana de Bárbara y la portavoz de la familia, prefiere no hacer comentarios al respecto. En una nota de prensa, declara que Gónzalez Carranza no debería usar la muerte de su hermana y a su sobrina para resolver sus asuntos migratorios. “Su presencia en su vida siempre ha sido, hasta este día, extremadamente mínima”, reza el escrito.

El tribunal le permite ver a Evelyn fines de semana alternos, pero muchas veces ella no quiere irse con él, cuenta. Ahora, Gónzalez Carranza vive con una nueva novia y sus dos hijos. Su hija tiene su propia vida con sus abuelos.

Sin embargo, sí que pasan tiempo juntos. Compran bolsas de patatas y van al circo, o pizza en alguna cadena de restaurantes, ven series y películas, van a nadar...

Ahora, lo que ronda su cabeza es que si le deportan no sabe si podrá verla de nuevo. En 2015, el juzgado de extranjería le concedió un tipo de libertad condicional que le permitía mantenerse en Estados Unidos por ser el marido y padre superviviente de Bárbara y Bibi. Este permiso le autoriza a trabajar como soldador, su nuevo empleo, con el que puede conseguir más dinero.

No supo que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) había iniciado los trámites de su deportación en 2018, ni tampoco que un juez autorizó su extradición y cerró el caso porque él no se personó en los tribunales. González Carranza alega que nunca recibió ninguna notificación.

Así que el pasado ocho de abril fue arrestado por la Policía de Aduanas e Inmigración cuando se dirigía su puesto de trabajo como soldador. Pasó tres días entre diferentes centros de detención y oficinas esperando que se iniciara el proceso.

Su abogado, Ezequiel Hernández, ha presentado la documentación necesaria para reabrir el caso, lo que automáticamente y hasta que se resuelva el recurso, aplaza el procedimiento. Sin embargo, el ICE le deportó por error el 11 de abril a Nogales, en México.

Allí, durmió en un refugio para inmigrantes y compartió huevos y tortillas gratuitas con los centroamericanos a los que Estados Unidos ha denegado la entrada. A los cuatro días los agentes del Ice le devolvieron a Phoenix, a la espera de que se confirme si se reabre su expediente de deportación.

Confía en que así suceda porque, de lo contrario, podrá ser deportado, esta vez legalmente. Y no sabe si volverá a ver a su hija. Si eso sucede… “Todo se termina”.

Traducido por Marta Maroto 

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