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La vida de quienes no se van de los pueblos más próximos al frente ucraniano de Bajmut

Naia, de 84 años, vive sola en la localidad de Chasiv Yar, en la region de Donetsk.

Gabriela Sánchez / Olmo Calvo

Chasiv Yar (Ucrania) —

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Una sombra se dibuja entre la niebla que empaña las calles vacías de Chasiv Yar, una de las localidades más próximas al frente ucraniano de Bajmut (Donetsk). El sonido de las explosiones irrumpe de forma reiterada en el silencio de la ciudad, pero Liuba camina despacio, con cuidado de no resbalar sobre el hielo. En su bolso carga un termo y varios tuppers de la comida que pudo preparar antes de un nuevo apagón de electricidad. En unos minutos, la comida estará frente al sofá de Naia. 

Mientras la trabajadora social se dirige a su destino, Naia espera a Liuba sin saber que la espera. Cuando abre la puerta de su vivienda, un fuerte olor muestra de golpe la soledad de quien resiste en su interior. La anciana, con una pronunciada demencia, pasa noche y día en el sofá donde nos recibe. Apenas puede caminar, no puede levantarse para cocinar, para asearse, para ir al baño ni para acostarse en su cama. A sus pies reposa un cubo naranja, donde suele hacer sus necesidades. Pasa las horas sobre los mismos cojines, con poco entretenimiento más que sus desordenados pensamientos.

Es la primera parada de la ruta de Liuba, una trabajadora social que apoya a las personas mayores que permanecen en Chasiv Yar, donde el fuego cruzado entre las tropas rusas y ucranianas se ha intensificado en las últimas semanas. La localidad está siendo atacada por el Ejército del Kremlin, que busca bloquear el único paso por el que los soldados ucranianos trasladan suministros a Bajmut, la siguiente ciudad del Donbás que Rusia aspira a controlar. Esta ciudad de los alrededores de Bajmut está militarizada. Sus sótanos están ocupados por soldados que buscan impedir la ocupación de la zona. Muy cerca de la vivienda de la vivienda de Naia, militares de Ucrania lanzan artillería hacia las posiciones del Kremlin.

La vivienda tiembla, como la de todos los vecinos, durante las noches de bombardeos. Y ella sigue sola, sin apenas saber nada de esta guerra; sin poder hacer mucho más que esperar.

“Llevo seis horas sola, sin que venga nadie a verme”, se queja algo alterada. Liuba se arremanga, se coloca unos guantes, y empieza a trajinar. Sobre el mismo sofá, la trabajadora social asea a la anciana, le cambia de ropa interior, que recoge y traslada al baño para dejarla a remojo en un barreño. Obtiene el agua de la bañera, llena desde hace unos días, preparada ante la reiterada falta de suministro de agua en la localidad.

El sonido de una nueva explosión se escucha desde su vivienda, pero Naia está perdida en sus recuerdos. “Fui una vez al mar Negro, de viaje, dos semanas y volvimos bronceadas”, cuenta la octogenaria. Se peina con esmero y se recoge el pelo con un peine amarillo, mientras vuelve a aquellas vacaciones donde transmite haber sido feliz: “¿Dónde está mi bañador? ¿No pusiste mi bañador?”.

“Nunca dice nada de la guerra. Creo que no es consciente”, comenta Liuba, mientras se mueve de un lado a otro de la pequeña vivienda. La anciana esboza a menudo frases inconexas, aunque también surgen momentos de lucidez. Pero en Chasiv Yar no son buenos tiempos para encontrarse con la realidad: “Mejor que no se entere de lo que pasa ahora”.

Sin luz, gas, electricidad ni cobertura

Liuba sirve la comida que corrió a preparar la noche anterior, antes del corte de luz de este domingo, que se suma a la falta de agua y gas en pleno invierno. “Esto está frío”, dice la octogenaria sobre la comida. Empuja un poco el plato hacia un lado con decepción: “No voy a comer”.

Debe irse, pero la trabajadora social no se queda tranquila: “He traído todo frío, la mujer se queja, claro, pero no tengo dónde calentarlo. Preparé ayer la comida y hoy se produjo el corte de luz”, se excusa sin que pueda remediarlo. Algo se le ocurre para calentar el estómago de Naia. “Iba a ir a un lugar donde puedo cargar mi teléfono, haré té caliente y se lo traigo”, explica la sexagenaria, más agobiada por el corte de electricidad que por el sonido de la artillería: “Antes, si no había luz, había gas. Ahora no tenemos nada. No tenemos ni conexión”, lamenta la mujer. Recoge sus cosas y se dirige a la siguiente parada: uno de los llamados “puntos de invencibilidad”, los espacios habilitados por las autoridades ucranianas para ofrecer a la población un lugar donde calentarse, hacerse un café caliente o cargar sus teléfonos.

Un lugar donde calentarse

Varias personas fuman a la entrada del edificio. En el interior, una decena de vecinos charlan en una sala a oscuras. Varias linternas de teléfonos móviles permiten intuir sus rostros. Algunos vecinos han acudido en busca de otro generador, por lo que la mujer se sienta junto al a estufa y espera a que traigan la luz a este punto mientras charla con su amiga Liudmila: “Solemos pasear juntas sobre las cuatro de la tarde. Si no, el día se hace muy largo, debemos entretenernos para no pensar demasiado”, comenta la vecina, sentada en una de las mesas, donde toma un té caliente. “Es muy difícil vivir aquí. No puedo ni ducharme, no puedo lavar mi ropa íntima. Cuando cae la noche, no hacemos mucho más que acostarnos e intentar descansar, pero es complicado. Pienso demasiado”.

Liudmila, de 70 años, no quiere irse de la ciudad donde nació porque, dice, no quiere vivir como desplazada en precarias condiciones en otro punto del país: “No tengo a dónde ir. Si tuviese una pensión más alta, sí me iría, pero sin recursos es muy complicado”. Suena una fuerte detonación, lanzada muy cerca de donde nos encontramos por parte de los soldados ucranianos, pero la mujer mantiene su conversación sin inmutarse. Se queja de la baja pensión de los mayores mientras otros asienten a su alrededor. Disminuye el volumen de su voz cuando habla sobre su opinión acerca de las responsabilidades de esta guerra.

“No puedo decir mucho. No puedo hablar, pero Petró Poroshenko [expresidente ucraniano] dijo en 2014: 'Nuestros hijos se van a la escuela y vuestros hijos se van a los sótanos. Puedes entender de qué se trata, quién es culpable y quién no lo es”, sugiere la mujer, de tendencia prorrusa, como buena parte de la población del Donbás. Durante su invasión, las tropas de Vladímir Putin han intentado apoderarse de la totalidad de las regiones Lugansk y Donetsk, el territorio que reclaman los separatistas prorrusos y forman el Donbás, al este del país y foco de un conflicto armado desde 2014. En septiembre, Rusia anunció la anexión de estos territorios en un movimiento condenado internacionalmente.

“El Donbás ha pedido dividirse, queríamos ser independientes. Queríamos tener historia propia, hablar en ruso y no necesitamos a [Stepan] Bandera”, dice en referencia al líder nacionalista ucraniano que colaboró con los nazis en la Segunda Guerra Mundial. “No necesitamos a sus héroes. Tenemos nuestros héroes, para qué necesitamos a vuestros héroes”, continúa, con cuidado de no hablar de más en una ciudad militarizada por los soldados ucranianos que tratan de repeler el avance ruso.

“Nadie quiere que pasen estas cosas. Antes fuimos como hermanos con Rusia. Todos eran amigos. Ahora, todos son enemigos. Tenemos problemas, grandes problemas”, reflexiona.

Chasiv Yar, ¿el 'próximo Bajmut'?

A una decena de kilómetros, las tropas rusas no cejan en sus intentos de capturar la ciudad de Bajmut, un importante nudo de comunicaciones en la región de Donetsk, cuyos alrededores son desde hace meses escenarios de encarnizados combates.

El comandante en jefe de la agrupación de tropas este, coronel general Oleksandr Syrskyi, aseguró a la Agencia Efe que “los combates se libran en los alrededores y las afueras de la ciudad”. Analistas señalan la posibilidad de que Chasiv Yar se convierta en escenario de la siguiente batalla clave en la zona, en caso de una hipotética caída de la disputada Bajmut. Según la prensa estadounidense, la Casa Blanca aconsejó a Kiev renunciar a Bajmut, recomendando al Ejército ucraniano replegarse varios kilómetros con el argumento de que en Chasiv Yar la altitud es mayor, por lo que sería más fácil de defender.

La situación se ha complicado en los últimos días y Liuba, que se resistía a marcharse a otro punto del país, empieza a planteárselo. Pero antes debe evacuar a las ancianas que atiende. No quiere dejarlas atrás: “¿Qué pasaría con ellas?”. La hija de Naia, la anciana a la que atiende, llama con insistencia desde Kiev, pero la conexión es débil. Pide ayuda para evacuar a su madre de Chasiv Yar. “No pensábamos que se iba a poner tan tenso. Me ha dado un contacto para evacuarla en los próximos días, hay que sacarla”.

A Liuba también le retiene la situación de su marido, quien tampoco apenas puede moverse debido a una discapacidad. “Si estuviese sola, me habría ido ya. Pero con él no es sencillo, no podemos ser acogidos en un polideportivo o lugares no adaptados para él. Por eso esperaba... Pero voy a evacuar a las personas mayores y, después, en una semana nos tendremos que ir”.

Vladímir fuma nervioso a las puertas del centro comunitario. “Mañana me voy. Ya es insostenible”, sostiene el hombre, de unos 60 años. También ha esperado debido a la enfermedad que padece su mujer, pero ya no puede más. “Si esta noche no pasa nada, mañana nos vamos”.

—¿Por qué iba a pasar algo justo esta noche?

—Puede pasar en cualquier momento. Es una ruleta rusa.

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