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Rowan Moore / Sonia Sodha / Robin McKie / Gaby Hinsliff / Torsten Bell / Tim Adams

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Seis periodistas especializados y otros expertos evalúan cómo será la nueva normalidad del mundo post-pandémico y cómo ha transformado desde la ciencia y las ciudades hasta las relaciones y la política.

Ciudades

La pandemia ha traído cambios. Ha acostumbrado a algunas personas, aquellas cuyos trabajos lo permitían, al teletrabajo. También ha subrayado lo importante que es tener una vivienda adecuada y tener acceso a los espacios verdes al aire libre. Asimismo, ha quedado de manifiesto, en este caso debido a su ausencia, la importancia del contacto social y de los encuentros. Y se ha podido ver que los desplazamientos masivos diarios para ir a trabajar son una deshumanizante pérdida de energía y de recursos.

En mi opinión, estos cambios no provocarán, como han pronosticado otros analistas, un abandono de las ciudades o de las oficinas, ni darán lugar a un futuro de burbujas rurales, ni los londinenses abandonarán la ciudad de forma masiva. Pero sí asistiremos a un cambio positivo de prioridades. Siempre habrá millones de personas que prefieran vivir en la ciudad y millones de personas que quieran vivir en pequeñas ciudades y pueblos, pero también habrá otras que evaluarán las ventajas e inconvenientes de una y otra opción. 

Estas decisiones pueden basarse en cambios vitales, como tener hijos. Si ya no tienes que ir a una oficina diariamente, puedes permitirte vivir más lejos de la ciudad. A muchas personas, las grandes ciudades les fascinaban y estaban dispuestas a vivir en apartamentos minúsculos y caros. Sin embargo, ahora que pasamos más tiempo en nuestras viviendas, estos apartamentos nos parecen tan incómodos que muchas personas que estaban encantadas con las ciudades se plantearán por primera vez la posibilidad de vivir en lugares más baratos y tranquilos. Esos ex urbanitas, que aún valoran el contacto social y la actividad, podrían buscar pueblos y pequeñas ciudades en lugar de una solitaria casa de campo. Esos cambios podrían ayudar a abordar, sin necesidad de verter hormigón o colocar un ladrillo, la crisis de la vivienda que ya se encontraba en un punto de inflexión en el Reino Unido antes de la pandemia.

Por un lado, en Reino Unido, existen mercados residenciales muy caros en ciudades como Londres, Bristol, Manchester y Edimburgo. Por el otro, hay pueblos y pequeñas ciudades con una buena oferta de viviendas disponibles, una infraestructura de parques y equipamientos públicos y un acceso fácil a paisajes hermosos, que por su ubicación sufren falta de inversión y despoblación.

No se trata de no construir nuevos edificios de viviendas y este cambio dará lugar a nuevos retos. Si no se hace correctamente, se podría producir un encarecimiento de viviendas en ciertas localidades por todo el país. Esto es partiendo de la premisa de que superaremos la pandemia y de que no habrá virus tan nocivos como el actual. Pero hay una posibilidad de que este año tan complejo sea un primer paso hacia un enfoque más sensato de los lugares donde vivimos y trabajamos. 

Rowan Moore, crítico de arquitectura del Observer.

Relaciones

El primer beso que me dio mi sobrina fue agridulce, ya que, como muchas otras interacciones durante esta pandemia, no fue en persona sino en cámara. Debido a la pandemia, hemos tenido que vivir su trasformación de bebé a niña a través de nuestros teléfonos móviles. Y, en realidad, soy un afortunada porque no he tenido que despedirme de un ser querido por FaceTime o dar las peores noticias a alguien por teléfono.

Si vives solo, no has tenido contacto físico con otras personas durante meses. Si compartes un espacio pequeño con tu pareja, niños o tus padres, es probable que durante todo este tiempo hayas soñado con tener más espacio, físico y temporal, para ti. Experiencias totalmente diferentes del mismo terremoto social, seguramente no pueden sino cambiarnos profundamente a largo plazo.

Aunque, en realidad, no estoy tan segura de que vaya a ser así. El confinamiento, y la desescalada posterior, y la vuelta al confinamiento nos han recordado nuestra extraordinaria capacidad de adaptación. Me sorprendió lo rápido que la idea de quedar con amigos en espacios cerrados se convirtió en un vago recuerdo, luego en la norma, y luego, de nuevo, en algo lejano. Las emociones que sentí con tanta intensidad en marzo por el temor profundo de que la pandemia pudiera llevarse a mis padres y el gesto común de aplaudir al personal sanitario y trabajadores esenciales todos los jueves por la noche se desvanecieron pronto en una nueva normalidad, imposible de mantener aunque muchas de las realidades apenas hayan cambiado.

La pandemia ha puesto de manifiesto hasta qué punto la interacción digital no sustituye a la real. En cierto modo, estoy más en contacto con la gente que nunca gracias a los numerosos grupos de WhatsApp que se han convertido en una fuente constante de compañía. Pero aprovechar un par de charlas de grupo mientras se mira distraídamente la última oferta de Netflix no se acerca a la maravillosa sensación de abrazar a un amigo, o de pasar tres horas prestando toda la atención a alguien que no has visto durante años durante una comida, o de tener una conversación basada no sólo en las palabras sino también en el lenguaje corporal. Dudo que la pandemia vaya a sembrar una aversión a largo plazo por las multitudes. Más bien sospecho que, si todo va bien con la llegada de la vacuna, el verano de 2021 verá una explosión de fiestas en las calles y celebraciones.

El regreso a la vida normal no podrá ocultar el desgaste emocional de muchas personas. La pandemia se ha cebado con personas que sufren de ansiedad y depresión, con mujeres en relaciones violentas o con niños que experimentan abuso o abandono a manos de sus padres, entre otros. Todos ellos se han llevado la peor parte, y sus experiencias de aislamiento y soledad durante el confinamiento podrían tener consecuencias en sus relaciones personales que no desaparecerán mágicamente con una vacuna. Y eso sin contar con la tensión añadida de los graves problemas económicos que muchas personas se verán obligadas a soportar. Como sociedad, necesitaremos mucho más que anticuerpos para recuperarnos de la COVID-19. Si no apoyamos a aquellos que han sufrido una fuerte sacudida sobre su economía y su salud mental, no podremos hacerlo. 

Sonia Sodha, editorialista del Observer.

Ciencia

El Reino Unido ha vivido un año complejo en su lucha por frenar el avance de la pandemia. Los fallos a la hora de hacer pruebas, rastrear y aislar a las personas infectadas tuvo como resultado una cifra alarmante de muertes. Los problemas en el proceso de compra de Equipos de Protección Individual (EPI) dejaron a una elevadísima cifra de sanitarios expuestos al riesgo de contraer la enfermedad.

Todas estas deficiencias del sistema han sido compensadas por la forma y la celeridad con la que la comunidad científica del Reino Unido ha reaccionado. Aparcaron sus proyectos para abordar esta crisis sanitaria. Su trabajo ha sido alabado por toda la comunidad internacional por su rapidez y precisión. “Los británicos están en camino de salvar al mundo”, escribió el economista estadounidense Tyler Cowen en Bloomberg sobre los esfuerzos de los científicos británicos el verano pasado, mientras que en la revista Science investigadores internacionales de prestigio se deshicieron en elogios sobre la labor de los científicos británicos. Se percibe, con razón, que la comunidad científica del Reino Unido ha gestionado correctamente esta crisis. 

El estudio sobre los tratamientos para enfermos de COVID llamado Recovery es un buen ejemplo de ello. En este estudio, se probaron diferentes fármacos y participaron más de 3.000 médicos y enfermeras que trataron a más de 12.000 enfermos en cientos de hospitales por todo el país, desde las Islas Hébridas hasta Truro y desde Derry hasta King's Lynn. Este estudio, que empezó a los pocos días de la irrupción de la pandemia en el Reino Unido y se llevó a cabo en unidades de cuidados intensivos llenas de personas muy enfermas, reveló que un fármaco muy económico que sirve para tratar la inflamación podía salvar la vida de los pacientes graves, mientras que dos terapias muy utilizadas demostraron ser ineficaces.

Ningún otro país ha conseguido logros similares. “Reino Unido tenía los profesionales con los conocimientos adecuados, que dejaron lo que tenían entre manos para sumarse a un esfuerzo común”, señala uno de los fundadores de Recovery, Martin Landray, de la Universidad de Oxford. “Eso marcó la diferencia”. En un país que recientemente había cuestionado abiertamente el valor de los expertos, científicos como Landray han devuelto el prestigio de las personas sabias e informadas.

Fiona Fox, directora del Centro de Medios de Comunicación Científicos, también elogia la disponibilidad de los científicos británicos para explicar al público. “Durante toda esta crisis hemos contactado en numerosas ocasiones con los principales investigadores, epidemiólogos y expertos en vacunas para que nos proporcionen información y nos ayuden a divulgar todo lo relativo a la COVID-19 y, a pesar de estar desbordados, se han tomado el tiempo necesario para proporcionar análisis claros que nos permiten comprender una situación que cambia rápidamente”, dice. “Ha sido extraordinario”.

Y por supuesto, la llegada de tres vacunas efectivas contra una enfermedad que no se conocía hace menos de un año ha contribuido a mejorar el prestigio de la comunidad científica. Sí, puede que sean un poco peculiares a veces, pero el papel que han desempeñado en esta batalla contra la COVID-19 ha sido determinante.

Robin McKie, editor de Observer Science

Política

Cuanto más cambian las cosas, más se parecen a como eran.

Es probable que en estos momentos no lo perciban de este modo, lo admito. Sin embargo, si esta pandemia reproduce la secuencia de algunos acontecimientos relevantes de nuestra historia reciente, desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 hasta la crisis financiera de 2008, cuando superemos la crisis sanitaria actual, el panorama político será completamente diferente en algunos aspectos mientras que en otros nos resultará demasiado familiar.

Sin lugar a dudas, una buena muestra de ello fue el debate presupuestario de hace unos días. Se hizo evidente que los esfuerzos económicos que se han llevado a cabo para frenar el avance de la pandemia tendrán un impacto a nivel nacional en los años venideros. ¿Una congelación de salarios del sector público, además de recortes de beneficios el próximo abril? Bueno, ya hemos pasado por eso antes; para muchas familias es el retorno a la austeridad.

En esta ocasión, sin embargo, Boris Johnson insiste en que no reducirán drásticamente los gastos sino que aumentarán los impuestos. Si realmente decide seguir con su plan, como ya ha avanzado, de poner más impuestos sobre las segundas viviendas o las pensiones de los trabajadores que más ganan, esperen una huida masiva en las filas de los conservadores (como señalan los parlamentarios conservadores, con sarcasmo pero con preocupación, estos planes impulsan el programa de Jeremy Corbyn con más fuerza de lo que el político laborista soñó). Ahora ha quedado abierta la puerta a debatir sobre los impuestos a la riqueza así como de los ingresos.

La pandemia también parece estar cambiando las cualidades que los ciudadanos buscan en un líder. La última recesión empujó a los votantes enfadados y desesperados hacia políticos populistas que hacían promesas fáciles como el “Make America great again” de Trump (“restaura la grandeza de América”) o el “Take back control” del Brexit (“recupera el control del país”). No obstante, la pandemia ha sido un recordatorio brutal de que en situaciones de vida o muerte, la capacidad de gestionar bien lo es todo. Tal vez el presidente electo Joe Biden no despierte grandes emociones, pero al menos no se pregunta en voz alta si beber lejía te protege de la COVID-19.

Los líderes cuya reputación ha mejorado con esta crisis tienden a ser pragmáticos y buscadores de consenso, no exaltados guerreros políticos. Destacan la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, la canciller alemana Angela Merkel y la escocesa Nicola Sturgeon, El aumento de los índices de aprobación del laborista Keir Starmer sugiere que también en el Reino Unido existe un deseo de liderazgo estable.

Los optimistas esperan que esta experiencia colectiva de vida o muerte cambie el enfoque político sobre qué es lo que hace que la vida valga la pena; desde comunidades más solidarias hasta la belleza de una naturaleza que en estos meses de distanciamiento físico ha sido la tabla de salvación para muchas personas. A los pesimistas, sin embargo, les preocupará que la intención de “reconstruir mejor”, o de reajustar la sociedad según criterios más justos y ecológicos, se desvanezca tan pronto como empiece una recesión que nos obligue a centrarnos únicamente en la supervivencia económica.

Sería muy ingenuo pensar que los planes para construir una sociedad más justa y solidaria no tendrán detractores. El euroescéptico de extrema derecha Nigel Farage ya está intentando liderar un movimiento de oposición a estos cambios a través de un partido que se muestra contrario a las medidas de distanciamiento físico, e intenta captar a votantes que están molestos por las restricciones a su libertad.

La última crisis desató una era de radicalismo y revuelta. En esta ocasión, tal vez los ciudadanos van a querer, simplemente, vivir en paz. Han sido meses intensos; no subestimen su deseo de volver a la normalidad, incluso si la normalidad que una vez conocimos se ha evaporado.

Gaby Hinsliff, columnista de The Guardian

Cultura

Sabemos que los espacios de los que surge la “cultura” ya no volverán a ser como antes. Muchos teatros, librerías, locales de música y galerías no sobrevivirán a la catástrofe del cierre, y si emergen será con recursos disminuidos. ¿Pero qué hay de la actitud y el enfoque de la creatividad? ¿Tendrá un tono sombrío o de celebración?

La historia parece sugerir ambas cosas. La terrible mortalidad, el distanciamiento físico y las dificultades económicas resultantes de la epidemia de gripe de 1918 que siguió a la primera guerra mundial fueron el motor de movimientos cargados de denuncia como el modernismo y también de actitudes hedonistas de la era del jazz. La tierra baldía y el charlestón llegaron con meses de diferencia. T.S. Eliot escribió gran parte del poema mientras sufría las secuelas de la gripe, obsesionado, como señaló su esposa Vivienne, por el temor de que, como resultado del virus, su “mente no funcionara como antes”.

Ciertamente, los versos más memorables de ese poema, con su énfasis en los encuentros multitudinarios, se leen con más claridad en el contexto actual: “Bajo la niebla ocre de un amanecer de invierno, una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, tantos, no tenía ni idea de que la muerte había destruido tantos. Suspiros, cortos e infrecuentes, fueron exhalados, y cada hombre llevaba los ojos clavados un poco por delante de sus pies”.

Sin embargo, paradójicamente, es importante destacar que el espíritu de la era pospandémica estaba igual de vivo en el Cotton Club, el club de jazz más famoso de Harlem en los años 20, y no por esto las multitudes dejaron de juntarse para beber ginebra. También estaba muy presente en las fiestas de The Bright Young Things, un grupo de aristócratas jóvenes y bohemios que organizaban fiestas con alcohol y drogas en el Londres de los años 20. Tanto las fiestas del Cotton Club como las de The Bright Young Things celebraban la libertad y la belleza del momento después del sufrimiento causado por la primera guerra mundial y la pandemia de gripe.

Aún no ha surgido mucha literatura o música que refleje directamente la situación actual. El breve libro de ensayos de Zadie Smith, Contemplaciones, deja entrever cómo podría ser esta respuesta. En una frase memorable, describe los eventos de este año como “la humillación global”. Fue en ese momento en el que nos dimos cuenta colectivamente de que las certezas de lo que solíamos llamar “vida normal” estaban sólo a un latido del corazón de amenazas desconocidas, y que Estados Unidos, el país de adopción de Smith, que ha sido líder mundial en tantos aspectos, ahora es uno de los países con la mortalidad más alta por coronavirus (junto a España, Italia, Reino Unido y Perú).

La experiencia que hemos compartido ¿dará lugar a una nuevo e intenso movimiento cultural que refleje toda la ansiedad por la experiencia vivida en los libros que leemos y las películas que vemos? Sin duda, el miedo al apocalipsis, de la crisis del cambio climático, que nos atrae del libro La carretera de Cormac McCarthy o a la serie Chernobyl se intensificará.

Pero, como ya señaló Eliot “el ser humano no puede soportar demasiada realidad”. Después de este año en el que a los jóvenes se les han negado tantos ritos de iniciación - oportunidades para cantar, bailar, beber o amar - podemos esperar con seguridad una explosión creativa pospandémica de todas aquellas cosas que hacen que seamos felices.

Tim Adams, escritor de The Observer.

Trabajo

“Imagina que no te tienes que desplazar al trabajo, es fácil si lo intentas” es, además de una adaptación del estribillo de la canción de John Lennon, un tema recurrente cuando se habla de cómo será el mundo laboral tras la pandemia, que augura que las oficinas desaparecerán. A veces también se afirma que los puestos de trabajo precarios que se han perdido en el sector de la hostelería y del ocio ya no se podrán recuperar y que, por tanto, no deberían recibir ayudas públicas. 

Es probable que estas diferentes predicciones no se cumplan por una razón: centran su atención en la bola de cristal y el futuro cuando deberían estar analizando el espejo retrovisor y el pasado. Sí, la pandemia ha comportado grandes cambios en el mundo laboral. Ha cambiado el lugar en el que algunas personas (en general, las que ganan más dinero) trabajan, mientras que muchas otras, las que suelen tener salarios más bajos, han tenido dificultades para trabajar. Pero es más fácil imaginar cómo será el mundo laboral tras la pandemia si nos centramos en aquellas tendencias que refuerzan los patrones que ya eran evidentes antes de esta crisis.

Por tanto, es de esperar que se mantenga una tendencia anterior a la pandemia, pero que se ha acelerado con esta crisis sanitaria; el comercio minorista en Internet (el último ejemplo, la situación del imperio minorista británico Arcadia, que acaba de anunciar que está al borde de la quiebra). Habrá menos cajeros y más repartidores. Sin embargo, uno debe creerse los rumores que apuntan a un deterioro del sector de la restauración y del ocio. Los trabajadores de esos sectores tienen el doble de probabilidades de haber perdido sus empleos o de haber sido despedidos, ya que la pandemia nos ha hecho gastar más en comprar que en salir, pero la tendencia a largo plazo es la contraria: los hoteles y restaurantes representaron una quinta parte del aumento del empleo previo a la pandemia.

Trabajar desde casa (o vivir en la oficina, ya que uno también lo puede sentir así) ha sido el gran cambio para muchos trabajadores. Sin embargo, la historia nos enseña que no es cierto que las oficinas no tengan futuro. Sólo una de cada 20 personas trabajaba de forma completamente remota antes de la crisis. Sin embargo, la cifra se triplica si hablamos de personas que trabajaban en casa al menos un día a la semana, una tendencia que estaba creciendo rápidamente. Esta fórmula híbrida es el futuro.

No asuman que esto pondrá fin a las enormes brechas económicas del Reino Unido: algunos se beneficiarán de más opciones sobre dónde vivir, pero es muy probable que sean las oficinas en las zonas más pobres, en lugar de las del centro de Londres, las que terminen vacías. Y recuerde, sólo estamos hablando de una parte de la fuerza laboral. Después de la catástrofe, los camareros y el personal de limpieza no harán su trabajo desde su habitación o desde la mesa de su cocina.

Además de predecir el futuro, deberíamos intentar moldearlo. Mejores salarios y más seguridad para los trabajadores peor remunerados que se enfrentan a los mayores riesgos sanitarios y económicos de esta crisis sería un buen punto de partida. 

Torsten Bell, director ejecutivo de Resolution Foundation.

Traducido por Emma Reverter.

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