Ha pasado un ángel
“Cuentan que cuando un silencio/aparecía entre dos/era que pasaba un ángel/que les robaba la voz”, canta Silvio Rodríguez en su canción Ángel para un final. Y hoy hace cien años las Musas del Parnaso nos enviaron un Ángel sin final, el poeta asturiano Ángel González, que en vez de robar la voz regalaba palabras lúcidas encadenadas en versos inteligentes y descarnados. Por ello su canción poética, más relacionada con los principios que con los finales, nos ofrece la posibilidad excepcional de escuchar lo que tantas veces nos cuesta expresar.
Perteneció a aquel renacimiento literario que tuvo lugar en los años cincuenta del siglo pasado, la llamada “Generación del medio siglo” cuyos componentes siguen causando poética admiración al mencionarlos: José Manuel Caballero Bonald, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Ángel González y muchos otros que hicieron de la precariedad social virtud estética con su vista puesta en Antonio Machado, esa infalible referencia frente a la indolencia que aún hoy nos sorprende por su certera contemporaneidad y de quien celebramos su aniversario el pasado mes de julio.
Por un verso supura la vida y se reconstruye el amor. En un poema abrasan las pérdidas y afloran las ilusiones. Un libro de poesía es el lugar del que nunca se regresa, porque contiene el pasado que siempre nos espera recordando que “la esperanza es el quicio de una puerta de la casa que fue desarraigada de sus cimientos por los huracanes”.
Por los versos de Ángel González el verbo se hace carne de ciudad, melancolía vívida en todos los tiempos de domingos grisáceos. Era un Ángel fieramente humano, por utilizar la referencia de Blas de Otero, un poeta de quién Ángel González admiraba profundamente el talento para dibujar en el aire el viejo gesto que señala el futuro. Con él compartía el entusiasmo por las posibilidades que ofrecen las palabras claras, firmes, sonoras, capaces de iluminar los oscuros ángulos del mundo.
Las agradables lecturas de juventud de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca o Rafael Alberti dieron paso a la pasión por los versos de César Vallejo, Gabriel Celaya, Blas de Otero o José Hierro, unos poetas más cercanos que le marcaron el camino de la poesía existencial que desembocará en poesía social.
Desde su primera obra Áspero mundo publicada en el año 1956 hasta Nada grave, su libro póstumo, Ángel González muestra una capacidad extraordinaria para encoger el corazón y ensanchar nuestra conciencia sin la necesidad de los recurrentes edulcorantes formalistas. El poema “Glosas a Heráclito” supone una punzada en el corazón del siempre inevitable pasado: “Nada es lo mismo, nada permanece. /Menos la Historia y la morcilla de mi tierra:/ se hacen las dos con sangre, se repiten”. Y, a la vez, como un halo de luz iridiscente reduce el efecto de lo terrible mediante su infinita capacidad de jugar con las palabras, ya sea de forma jocosa (“Estoy bartok de todo, bela”) o de modo existencial (“Te llaman porvenir/ porque no vienes nunca”).
En nuestra sociedad tan resuelta, llena de prisa y atrapada en las redes de sus limitados caracteres, la poesía se ha convertido en una esquina de resistencia, un poblado aún no ocupado como sucedía en aquella aldea de Astérix y Obélix. Si hoy un lector es un rebelde y un lector de libros en papel un rebelde con causa, un lector de poesía es un rebelde con causa fugitivo del mundo. No es algo novedoso. A lo largo de la historia ya hubo quienes salieron a defender el potencial de vida de la poesía, no solo como arma cargada de futuro sino también como rama sustentadora del pasado. En todo caso, los poetas transmiten la vida con la electricidad de sus palabras e intentan calibrar un sistema métrico apoyado en la profundidad del lenguaje.
Recordemos que el escritor inglés Percy B. Shelley decía que los poetas eran “los desconocidos legisladores del mundo”, algo que, en cierto modo, contiene el ideal literario de Ángel González para quien la poesía confirma o modifica nuestra percepción de las cosas, lo que equivale a confirmar o modificar las cosas mismas. Y en este sentido fue Ángel González un hombre herido por la línea y curado por la letra, siempre en el espacio resiliente de los vencidos donde la convicción se sostiene en la derrota y se mantiene irreductible ante la doma porque, como él mismo afirmaba, hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
La poesía también nace del desacuerdo con el mundo y Ángel González no podía estar más disconforme con ese mundo áspero al que se le opone la belleza que el propio mundo contiene y muchas veces no conoce, a pesar de su expresa proximidad. Sin ir más lejos, resplandece en una rosa cuyos pétalos intentan irradiar sobre la verdad de las mentiras: “Pétalo a pétalo, memorizó la rosa/ Pensó tanto en la rosa/ la aspiró tantas veces en su ensueño,/que cuando vio una rosa verdadera/le dijo,/desdeñoso,/volviéndole la espalda: —mentirosa.
Se dice que la humanidad está más cerca que nunca de llegar a su fin. El Reloj del Apocalipsis, que simbólicamente mide el fin del mundo, se adelantó diez segundos y parece ser que nos hallamos situados más cerca de un cataclismo planetario como consecuencia de la guerras, las catástrofes humanitarias, tan inhumanas, o la crisis climática. Evidentemente, se trata de un reloj simbólico que representa metafóricamente nuestro progresivo acercamiento hacia el abismo y que cada año actualiza un grupo de científicos entre los que figuran once premios Nobel. Por fortuna, aún quedan noventa segundos, (un tiempo que en la vida real de la tierra puede equivaler a muchos años) antes de que el ángel exterminador, dueño del abismo, traiga sus fuerzas oscuras y demoledoras. Y frente a ese ángel exterminador, hoy simbolizado en Benjamín Netanyahu, resiste el Ángel versificador porque puede que la poesía no nos haga mejores pero, sin duda, contribuye a hacernos, algo que no debe obviarse en estos tiempos tantas veces crudos y superficiales.
Como José Hierro, el poeta de la calle cuyos poemas le iban surgiendo “al hilo del vivir”, Ángel González también llegó por el dolor a la alegría. Siempre asoman buenos tiempos para la lírica porque la poesía libera al espacio imaginario de la tiranía del tiempo real. Y, entonces, la primavera avanza, con esperanza y convencimiento.
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